Los mapuches enfrentaron con ferocidad al conquistador español y, más de cinco siglos después, reclaman las tierras de sus ancestros. BBC Mundo explica por qué el conflicto no se resuelve.
Son la resistencia de más larga data de América Latina.
Los mapuches enfrentaron con ferocidad al conquistador español y, más de cinco siglos después, siguen en pie de guerra reclamando lo que consideran propio: las tierras de sus ancestros, hoy en manos del Estado, particulares o empresas privadas.
En Chile, los mapuches fueron dueños de unos 100.000 km2 del territorio y, en el devenir de la historia, quedaron confinados en sólo 5.000 km2, un 5% de lo que tenían. Su batalla, entonces, es por recuperar las tierras perdidas.
El enfrentamiento por demanda de este pueblo, la etnia originaria más numerosa del país, ha recrudecido en las últimas décadas.
El conflicto muestra una grieta en la sociedad chilena y, para algunos, es una mancha negra en materia de defensa de los derechos humanos.
La década que acaba de terminar dejó tres jóvenes activistas mapuches muertos, junto a 40 actualmente detenidos, otra veintena con causas judiciales en marcha y 400 inculpados en torno al conflicto, según distintas organizaciones sociales.
Para el investigador Eduardo Mella, los mapuches son presa permanente del illkun: un estado de ira que, lejos de ser irracional o intempestivo, tiene fundamentos y razones históricas. Mapuche, en lengua mapudungun, no significa otra cosa que»gente de la tierra».
La rabia mapuche ha cobrado distintas formas. De la toma simbólica de predios privados a la reciente huelga de hambre de 88 días en las cárceles que alojan militantes comunales.
El expresar su ira también los ha llevado a los estrados judiciales acusados de crímenes como presuntos atentados contra latifundistas y funcionarios o quemas de camiones y haciendas.
Es al sur del río Bío-Bío donde el conflicto chileno-mapuche tiene su epicentro: en la región de la Araucanía, la etnia representa un tercio de la población total. Ésta es también la principal zona de explotación forestal del país y la del mayor índice de pobreza, que alcanza al 27% de los habitantes.
Un dolor inexplicable
Para llegar a la comunidad de Temucuicui Autónoma, hay que seguir la ruta hasta que el asfalto se pierde y el sendero se vuelve casi intransitable. Hay que tener, también, el visto bueno de los dirigentes comunales, que viven en estado de alerta tras la seguidilla de allanamientos que han hecho las fuerzas de seguridad, en busca de pruebas y sospechosos de atentados incendiarios.
«Siento un dolor que no sé cómo explicarle», le dice a BBC Mundo Lucía Cayul Queipul, que acaba de regresar de una audiencia judicial en la que le negaron la libertad provisional a su hijo. De sus siete hijos, seis han pasado por la cárcel.
«Nosotros asumimos esto que nos toca como parte de un proceso, por venir reivindicando derechos territoriales, culturales y políticos que el Estado nos ha tenido negados y pisoteados. Hemos alzado la voz, pero no somos responsables de los delitos que dicen, eso es parte de una persecución», afirma Jaime Huenchullán, quien estuvo preso y vivió en la clandestinidad pero hoy, tras un juicio y una absolución, está de vuelta en Temucuicui.
El tiempo que dedican a la lucha por los peñis (hermanos) presos, dice, no les deja tiempo para nada y la falta de empleo se está cobrando cuentas en el bienestar de la familia. Una caseta destartalada que huele a madera vieja, unos pocos cerdos y unas gallinas dan cuenta de ello: es todo lo que tienen.
No todos, sin embargo, están alineados en el activismo. De hecho, Temucuicui Autónoma se escindió de su vecina, Temucuiui Tradicional, por desacuerdos en los métodos y las formas.
«Los mapuches siempre hemos sido atropellados por el Estado, eso es así, pero ya necesitamos la paz. Al final son sólo unos grupos los que hacen cosas de delito, nosotros no queremos más eso porque nos señalan a todos», protesta Olga Huichacura, quien decidió viajar a Temuco para participar en la marcha «Araucanía Unida por la Paz».
La división de esta comunidad, una entre las 3.000 que se sitúan en los alrededores de Temuco, es un ejemplo a pequeña escala de lo que ocurre entre los mapuches: un pueblo de múltiples voces, sin una jerarquía única, en el que hay espacio para distintas líneas de pensamiento sobre cómo deben darse los reclamos por la tierra y la identidad.
Unos eligen la intransigencia, otros aceptan alguna forma de diálogo con el mundo huinca, como llaman los mapuches a los no indígenas. El huinca es el blanco: el empresario, el terrateniente, el funcionario. Curiosamente, la traducción literal del mapudungun es «ladrón».
Del otro lado del sendero maltrecho por el que se accede a Temucuicui, los campos de la familia Urban también son un emblema de esta lucha. La familia, de ascendencia suizo-francesa, se instaló en la zona en 1903 y hoy don René es el encargado de liderar la explotación agropecuaria en cinco fundos de casi 700 hectáreas.
Desde 2001, los Urban denuncian haber sufrido ochenta ataques por parte de sus vecinos mapuches, pese al cuerpo policial que patrulla permanentemente sus terrenos.
«Hemos pasado por cosas atroces, como cuando le quemaron el camión a mi papá y se le quemaron las manos, cuando nos roban animales que degüellan y dejan botados en los caminos… Los niños se dan cuenta, hay que tratar de explicarles que es gente mala no más», afirma, en conversación con BBC Mundo, Héctor Urban, hijo de René y miembro de la empresa familiar.
Según Urban, muchos otros vecinos querrían denunciar afrentas, pero no se atreven. Creen que «por hablar» ellos se han convertido en una suerte de icono del enemigo para los mapuches.
«Los medianos agricultores son las víctimas más desgraciadas, porque viven en los campos con sus familias, ellos mismos los trabajan, y son por eso más vulnerables a los ataques», opina el abogado Carlos Tenorio, quien representa a Urban y otros productores ante los tribunales.
Así, tanto los mapuches como los propietarios miran en la misma dirección a la hora de encontrar soluciones: el Estado.
En rigor, la disputa se remonta a más de 130 años, cuando la llamada campaña de Pacificación de la Araucanía -paradójicamente- generó choques con las comunidades originarias y, tras muchas muertes, concluyó con la erradicación de poblados enteros.
El gobierno actual de Sebastián Piñera ha prometido revisar el programa de restitución de tierras, por el que el Estado dispone de fondos para comprar terrenos y entregárselos a los indígenas. El proceso está marcado por polémicas, desde cómo definir cuál comunidad se beneficia hasta el «boom» de precios y la especulación inmobiliaria que se ha dado en la zona en disputa desde que el Estado se convirtió en parte compradora.
«Si la sociedad chilena se ha comprometido a permitir que las tierras indígenas sean ampliadas, nosotros debemos asegurar que el proceso ocurra, pero sin afectar los derechos de los propietarios, que no pueden ser presionados a vender», le dice a BBC Mundo Sebastián Donoso, coordinador de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi).
El gobierno advirtió que quedarán fuera de los subsidios y ayudas todos aquellos grupos sospechosos de recurrir a la violencia, lo que -según analistas consultados por BBC Mundo- podría aumentar las divisiones al interior del mundo mapuche.
¿Hay entonces solución a la vista para el conflicto? Será difícil de alcanzar, dicen incluso los más optimistas. Lo que está en juego, al fin de cuentas, es un recurso finito y valioso: la tierra.