En la primera vuelta, en estricto sentido, no ganó ni Humala ni Fujimori, sino el Perú profundo y plebeyo, y su expresión de malestar con la política tradicional y la mala distribución de los beneficios del crecimiento económico. El ejemplo más claro de ello es el escarnio político del APRA, partido del saliente presidente Alan García, que consiguió apenas cuatro escaños parlamentarios de un total de 130, y no pudo levantar un candidato presidencial.
Hasta el mediodía del lunes 11, pareció que PPK (Pedro Pablo Kuczynski) el candidato con iniciales de remedio contra el colesterol, y que había subido como espuma en las preferencias electorales en las últimas semanas, podía entrar a la segunda vuelta. Sin embargo, los reportes de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, ONPE, a esa hora confirmaron que Keiko Fujimori, con un 23%, disputará el balotaje presidencial peruano con Ollanta Humala.
Es tal vez el resultado que más dificulta la predicción de cómo se desarrollará la segunda vuelta y cuáles serán sus resultados finales. Pues no se trata de una suma simple o de endoso de votos sino prácticamente de una nueva elección, pues la base social de ambos candidatos es casi la misma, y ninguno de los dos imanta fácilmente los votos de los candidatos derrotados.
Juntos suman más del 60% de los votos totales, y ambos preferentemente, de un electorado de sectores pobres y clase media baja, aspiracional desde el punto de vista del consumo y los beneficios de la economía que ha crecido significativamente durante los últimos años. Y que por sobre todo expresan malestar frente a una política sin mayor cohesión orgánica.
El test básico de esta nueva elección para ambos candidatos será su capacidad de armar una coalición de cierta coherencia, que atraiga los votos que faltan, y perfile un gobierno relativamente estable y con desarrollo social.
El perfil mostrado por ambos contendientes en la primera vuelta los obliga a un cambio para facilitar ese test. Seguramente Ollanta Humala trate de apartarse de toda estridencia nacionalista y clivajes izquierdistas, y busque perfilarse hacia el centro como un líder responsable y respetuoso de las instituciones, lejos de las acusaciones de ser un violador de derechos humanos o un militar golpista.
Keiko Fujimori debería desprenderse de los vínculos más pesados con la presidencia de su padre, Alberto Fujimori, hoy preso por corrupción y violaciones a los derechos humanos, para facilitar un acercamiento hacia las huestes de Toledo y PPK. Tratará seguramente de alejarse de la imagen de hija mimada de un ex presidente corrupto, sin personalidad propia y solo instrumento político de su padre.
Pero estos discursos, tremendamente racionales, pueden irse rápidamente al tacho de la basura si los candidatos perciben que no aumentan su caudal de votos.
Ello puede ocurrir pues en la primera vuelta, en estricto sentido, no ganó ni Humala ni Fujimori, sino el Perú profundo y plebeyo, y su expresión de malestar con la política tradicional y la mala distribución de los beneficios del crecimiento económico.
El ejemplo más claro de ello es el escarnio político del APRA, partido del saliente presidente Alan García, que consiguió apenas cuatro escaños parlamentarios de un total de 130, y no pudo levantar un candidato presidencial.
Para muchos Keiko Fujimori tiene el perfil más blando para permitir la negociación con los poderes políticos desplazados y armar una coalición triunfadora y un gobierno estable.
[cita]El test básico de esta nueva elección para ambos candidatos será su capacidad de armar una coalición de cierta coherencia, que atraiga los votos que faltan, y perfile un gobierno relativamente estable y con desarrollo social.[/cita]
Para otros, Ollanta Humala tiene una ventaja potente (unos 8 puntos sobre Fujimori) como para producir un efecto de arrastre masivo y volcar el electorado a su favor. Tiene además el perfil de un retador del poder político que viene por fuera, sin compromisos con nadie y sin haber participado antes del poder.
Lo cierto es que la hora política actual en Perú es de extrema fragmentación. Los votos de los candidatos derrotados no son endosables de manera segura y la volatilidad del electorado y los problemas pendientes generan un riesgo de ingobernabilidad que los candidatos deben ahora responder directamente.
El dato esencial para Chile es precisamente el de la fragmentación política que genera la volatilidad electoral. Ello porque marca un acento inevitable de incertidumbre en el ambiente, que obliga a redoblar la atención sobre el curso de los acontecimientos al otro lado de la frontera.
Los analistas se han felicitado por la ausencia del llamado tema chileno en los debates electorales peruanos. Y de la tendencia de autoridades y candidatos a relevar el nivel de nuestras inversiones mutuas y la cooperación existente.
Ello es una señal muy positiva pues una campaña chilenizada no se corresponde con un ambiente de paz, y pondría una nota de tensión adicional a los temas pendientes con el Perú. Es de esperar que la segunda vuelta no se complique en ese sentido, sobre todo en relación al límite marítimo actualmente en proceso judicial en un tribunal internacional.
Sin embargo existen temas de la seguridad regional, y que correspondería que ambos candidatos se pronunciaran para esclarecer los escenarios futuros, sobre todo si hay ambiente de volatilidad e incertidumbre.
El principal dice relación con los temas de narcotráfico, respecto del cual existe poca claridad e información de parte de las autoridades peruanas.
Durante el mes de diciembre, un informe de la embajada norteamericana en Lima, firmado por el embajador Michael Mckinley y filtrado a la prensa por Wikileaks involucró a altos mandos del ejercito peruano con el narcotráfico, entre ellos al general Paul da Silva, Comandante en Jefe del Ejército.
En el mismo cable se señalaba, además, que “los altos mandos militares reciben lucrativos pagos de los traficantes de drogas que operan en el Valle de los ríos Apurimac y Ene”, la mayor zona cocalera del Perú y conocida en jerga militar como VRAE.
Diversos analistas sostienen que de acuerdo a los antecedentes disponibles es claro que los militares se niegan a ejecutar un plan serio para pacificar el valle y que en materia de corrupción sobre este tema, la antigua red de Vladimiro Montecinos, ex jefe de Inteligencia del presidente Alberto Fujimori, sigue plenamente activa y operando.
Los contenidos del cable filtrado fueron tajantemente rechazados por el gobierno peruano, quien lo calificó como “cable de la infamia” y como parte de una campaña para “dañar el honor de las instituciones armadas”.
Ollanta Humala no perdió oportunidad para referirse al tema, que lo toca muy de cerca por haber servido en su época de militar en la zona. Se mostró a favor de promover cultivos alternativos para los campesinos cocaleros y de aumentar las penas para los microcomercializadores.
Sostuvo que el narcotráfico es una actividad más rentable que la minería en Perú, con casi 20 mil millones de dólares al año. El país, dijo “se ha convertido en uno de los primeros productores y exportadores de cocaína a nivel mundial”, de acuerdo a estadísticas de la ONU, y se mostró partidario de una lucha frontal.
El problema de seguridad radica en que en la zona se ha detectado, además de una reactivación subversiva, la presencia de carteles mexicanos, específicamente del Cartel del Valle, que estarían organizando la industria e implicaría un nivel de internacionalización crítico del tema. Los primeros afectados serían los vecinos, principalmente Chile, por los vínculos económicos desarrollados con Perú.
Este tema, deja puesto sobre la mesa un mensaje extraordinariamente complejo si, efectivamente como dicen los propios analistas peruanos, el Estado se encuentra en riesgo de ser incapaz de imponer sus leyes en la totalidad del territorio y a la totalidad de la población.