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Acapulco: pasado espléndido, presente feroz

Acapulco: pasado espléndido, presente feroz

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En los 50 era uno de los balnearios más famosos del mundo, refugio de estrellas de Hollywood. Ahora es considerada la tercera ciudad más violenta del planeta. ¿Qué ocurrió?


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18:40 pm. Clave 11: homicidio.

Es la tercera vez en el día que la camioneta Nissan de placas HC00502 cruza Acapulco. Es pequeña, blanca y discreta, pero muchos en la ciudad ya la reconocen como uno de los vehículos del servicio forense.

Esta vez no se dirige a una de las colonias alejadas de la zona turística, sino al corazón mismo de Acapulco: la costera Miguel Alemán, a pocos metros de El Zócalo, donde un pasajero ha sido asesinado dentro de un bus urbano rosado y blanco.

La camioneta se estaciona al frente. El destello de su sirena ilumina, por ráfagas, a las decenas de curiosos que se apiñan en la puerta trasera del autobus.

En pocos minutos llegará la otra camioneta, la de placas HD47190, la que se llevará el cuerpo.

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Enrique Diez Clavel es una suerte de memoria viviente de Acapulco. Octogenario, atildado y sordo como una tapia, pero de mente intacta.

Las preguntas se las pasamos por escrito y entonces no hay quien lo detenga. Sus recuerdos se desbordan y por ellos fluyen, como en una cinta, imágenes y anécdotas de actores y actrices de Hollywood de los años 50.

«En 1957, en el moderno Hotel Las Brisas, contrajo nupcias, por enésima ocasión, la actriz británica Elizabeth Taylor. Al transcurrir los años, vino en su cuarta luna de miel la diva del cine francés, Brigitte Bardot, con un camarógrafo, con el que pasó varios días. En ese caso tuve la oportunidad de entrevistarla en el aeropuerto internacional Juan Alvarez», recita con entusiasmo.

Fue la época en que el futuro presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, se dio un «acapulcazo» y pasó aquí su luna de miel con Jackie; cuando Elvis Presley filmó su película «El Idolo de Acapulco» y Orson Welles «La Dama de Shangai»; cuando la ciudad sólo tenía cien mil habitantes, cuando…

Estamos sentados en un pequeño comedor al aire libre del Hotel Flamingo, que se acurruca en unos acantilados sobre el mar. La vista es espectacular. En una esquina, una familia de estadounidenses almuerza.

Como Acapulco, el hotel ha conocido días mejores. En una época fue propiedad de John Wayne y Johnny Weissmuller, quienes lo usaban como refugio para escapar de la mirada pública. Se le conocía como «El escondite de la pandilla de Hollywood».

De esos años conserva la piscina original y la «casa de Tarzán», una construcción redonda, rosada y crema, en el extremo norte del hotel, donde Weissmuller –quien murió y está enterrado en la ciudad- vivió varios años.

Algunos turistas nostálgicos llegan hasta el viejo hotel preguntando por el sitio donde vivió el más recordado de los tarzanes.

Don Enrique, quien en 1988 fue declarado oficialmente «cronista de la ciudad» –cargo por el que recibe un emolumento- sigue de alguna manera viviendo en esa época.

Le pasamos un papel donde le preguntamos qué piensa de que Acapulco sea la tercera ciudad más violenta del mundo. Lo lee mientras sacude la cabeza hacia los lados.

Luego nos mira, sonríe y dice: «Hay muchos decires, pero ustedes y todos pueden caminar por Acapulco… Yo difiero de esas encuestas. Acapulco no tiene la categoría, a mi modo de ver, de gran violencia».

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El ranking global de las 50 ciudades más violentas del mundo lo hace, cada año, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, una organización civil mexicana. La lista es tomada por medios de comunicación y organizaciones de todo el mundo.

El método es sencillo y universalmente aceptado: se compara el número de homicidios por cada cien mil habitantes.

En 2013 y 2014 (año en que se dio a conocer el último conteo), Acapulco ocupó el tercer lugar en el mundo y el primero México

El primer puesto (durante cuatro años seguidos) lo ha ocupado San Pedro Sula, en Honduras, que en 2014 registró 1.317 homicidios. Con 769.000 habitantes, eso significa que su tasa es de 171,20 homicidios por cada cien mil.

Acapulco se ubica en el tercer lugar al presentar 883 homicidios en 2014. Su tasa por cada cien mil es de 104,16.

En el segundo lugar (también por segundo año consecutivo) está Caracas, la capital de Venezuela.

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A través de la puerta trasera del bus apenas se alcanzan a entrever las piernas del occiso. Los flashes de las cámaras iluminan unos zapatos de cuero embarrado, jeans grises y el principio de una camiseta a rayas rosadas y azules.

En la entrepierna, depositado casi con delicadeza, un extraño objeto de lana, como un calcetín de colorines.

Un grupo de muchachos juega baloncesto en una cancha bajo techo aledaña, sin hacer caso a la conmoción.

La calle es un hervidero de especulaciones y preguntas. Una mujer diminuta, de acusados rasgos indígenas, con una niña en los brazos, se detiene a mirar fijamente. Luego desaparece. Más tarde regresará sin la pequeña.

Otra mujer –cuarentona, oronda, rengueante- con un vestido de colores tropicales, emerge de la masa gritando jubilosa:

-«Lo vi, Oscar, ¡lo vi!».

Otra, de más edad, le cuenta a quien quiera oírla que sólo la semana pasada, unas cuadras más abajo, otro hombre fue asesinado a tiros.

Sin embargo, momentos después, cuando un equipo de televisión le pregunta por la ciudad, responde sin dudarlo:

«Acapulco es un paraíso».

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Un extranjero se sienta a nuestra mesa. Nos ha visto haciendo entrevistas. Con voz suave, por momentos casi inaudible, empieza a desgranar su conocimiento de la ciudad. Lo hermosa que es la bahía, el sol, el calor, lo barato que resulta para vivir. La amabilidad de los acapulqueños.

«But for a Mexican, living here is difficult».

Luego, más suavemente aún, empieza a relatar el horror. Los degollados, los despellejados, los incinerados vivos.

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A las 6:50 de la mañana, los alumnos empiezan a ingresar a la escuela Técnica 79 José Vasconcelos de la Zanja, aledaña a la llamada Zona Diamante de Acapulco. Todo luce normal, excepto por los dos soldados con armas largas que vigilan el lugar.

Llevan dos meses allí, desde que una de las profesoras fue secuestrada durante 15 días. Las jovencitas y jovencitos que llegan -muchos acompañados de adultos- ya ni los miran.

Un padre en huaraches (sandalias) y una pequeña moto, que acaba de dejar a su hija, no está muy convencido de la conveniencia de una guardia armada en el lugar. «Igual después se van y entonces, ¿qué va a pasar? Además, llaman más la atención».

Un señor de edad, que acaba de dejar a su nieta, piensa distinto. «Siento mayor seguridad, más confianza. Deja uno de estar con la premura de qué va a suceder».

Adentro, los muchachos están formados en el patio, como todos los lunes, haciendo un homenaje a la bandera tricolor.

El director, Ramiro Villa Salas, explica que muchas otras escuelas tienen las mismas medidas de seguridad. ¿Por qué los maestros? La respuesta es sencilla y triste: porque tienen un sueldo mensual asegurado. Eso los convierte en blanco de los criminales.

El director cree que el desempleo es la clave detrás de los problemas de seguridad en Acapulco. «Inseguridad siempre ha existido, nada más que se ha acrecentado por la falta de empleo. Eso es lo que ha venido a deteriorar la situación. ¿Entonces a qué queda expuesta la sociedad? A emplearse en cualquier cosa que encuentren».

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Acapulco empezó a perder su brillo a mediados de los años 70, cuando otros balnearios -como Cancún- comenzaron a llamar más la atención de los turistas.

Según un estudio de la Secretaría de Turismo citado por el diario Milenio, desde esa época la ciudad no renueva su infraestructura. Hacer sólo lo básico requeriría una inversión de 6.200 millones de pesos mexicanos (US$412 millones).

A eso hay que añadirle que la ciudad está en una de las regiones más disputadas por los carteles de la droga, por ser una de las principales rutas de contrabando, pero también porque las montañas de Guerrero se han convertido en la principal zona de cultivo de amapola del país.

En Estados Unidos el consumo de heroína se disparó un 65% en los últimos cuatro años y México se volvió el principal exportador del estupefaciente a ese país -por encima de Colombia- según reveló este año William Brownfield, subsecretario de Estado adjunto para Asuntos Antinarcóticos y de Procuración de Justicia de EE.UU.

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Erick de Santiago parece ser una de esas personas optimistas por naturaleza.

Es empresario del turismo y preside la asociación «Habla bien de Acapulco», que surgió en 2010, luego de la epidemia de gripe porcina y del asesinato de 20 turistas del estado de Michoacán por parte del Cartel Independiente de Acapulco (Cida), que al parecer los confundió con integrantes de sus jurados enemigos de la Familia Michoacana.

«Nació como un esfuerzo de promover lo bueno de Acapulco, sin tratar de tapar el sol con un dedo. Nuestros últimos años no han sido los mejores, pero siempre hay cosas buenas que decir».

Dice, sin embargo, que lo más difícil vino después, en 2011 y 2012, cuando la violencia recrudeció. Luego vinieron los huracanes Manuel e Ingrid y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

«Además, Acapulco es enorme. Tenemos siete distritos. Si pasa a algo a 8 o 10 kilómetros, que sigue siendo parte de la ciudad, pues la referencia es Acapulco. Y hay que tener en cuenta que la que genera el derrame económico es la franja turística. ¿Ahí qué se puede hacer?».

Agrega que otros estados tienen problemas similares, pero que no se habla tanto de ellos .

«A veces parece que fuera contra Acapulco… como que Acapulco fuera el enemigo a vencer».

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De alguna manera, Acapulco es un paraíso. Desde un edificio alto, la bahía luminosa parece llenar el orbe entero.

El borde junto al mar es el lado blando de la ciudad. A medida que se va alejando, en círculos concéntricos, la urbe se va endureciendo. Se vuelve escarpada. A ratos inmisericorde.

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Tenemos testimonios de todo tipo: comerciantes, funcionarios, policías, profesores, padres de familia, turistas.

Pero es como si danzáramos en puntas de pie en torno a un agujero oscuro: nadie aún que nos hable desde el centro, de cómo la violencia lo ha tocado. Que nos hable desde el dolor, la pérdida.

Nos prometen conseguir a un abuelo cuya hija, de trece años, nos dicen, fue quemada viva. O quizás alguien que estuvo secuestrado se atreva a hablar.

Nadie.

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La operación para sacar el cuerpo del bus toma pocos minutos. La muchedumbre se arremolina ahora en la puerta delantera, por donde lo extraen en una camilla. Lo han atado a ella con una soga de plástico amarillo y metieron sus manos entre los pantalones, para que no se arrastren.

Luego, un policía me dirá que una motocicleta con dos hombres siguió al bus. En una parada, uno de ellos subió, ejecutó al pasajero -quien trató de escapar por la puerta trasera- y luego escapó en la moto.

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Las manos de Jazmín son cortas y gruesas. Durante nuestra conversación no las mueve ni un instante. Sólo un leve temblor las recorre cuando nos relata lo que ocurrió con su hija.

Pero sus manos no fueron lo primero que vimos cuando tocamos su puerta, sino su asustado rostro.

La casa está situada en un cruce de calles en una de las colonias más difíciles de las afueras de la ciudad. Alguien nos habló de este entronque. En un negocio de una de las esquinas supuestamente ocurrió un hecho de extrema violencia.

Dos hombres, hermanos, niegan que algo haya sucedido allí. Menean la cabeza. «Somos recién llegados», aseguran.

Entramos a un tianguis (mercado). Dos mujeres sentadas charlan y se ríen. Les hacemos una pregunta parecida. La más joven responde «nadie por aquí les va hablar». Luego nos dicen que, en efecto, en la esquina sucedió algo: a un hermano de los dos hombres con los que acabamos de hablar.

-«Me imagino que también ustedes son recién llegadas», bromeo, tratando de aligerar la situación. Sueltan una risita y la más joven me responde: «Exacto, acabamos de llegar».

Luego, con seriedad, nos habla de Jazmín.

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La peor etapa de violencia en Acapulco empieza con el desmoronamiento del cartel de los Beltrán Leyva, a fines de 2009. Hasta entonces, el grupo criminal (encabezado por los hermanos Arturo, Alfredo, Héctor y Carlos), había controlado la región, pero un enfrentamiento con su antiguo socio, Joaquín «El Chapo» Guzmán, significó su declive.

Alfredo fue arrestado en enero de 2008. Arturo -el principal capo- fue dado de baja por la Marina mexicana el 16 de diciembre de 2009. Dos semanas después fue arrestado Carlos. (Héctor, que estaba a la cabeza de un muy disminuido cartel, cayó finalmente en octubre del año pasado).

Entonces, grupos que formaban parte del cartel (como Los Guerreros Unidos o Los Rojos) empezaron a disputarse entre sí el control de los territorios. Al mismo tiempo, otras organizaciones comenzaron a ingresar al área.

Según informaciones entregadas por la policía, en la actualidad la agrupación que está actúa con mayor agresividad en la ciudad costera es el Cartel Independiente de Acapulco (CIDA). A principios de este mes fue detenido su líder, Víctor Hugo Aguirre Garzón, alias «El Gordo».

Pero la violencia continúa.

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Luis Uruñuela, el Presidente Municipal (alcalde) encargado de Acapulco, no intenta de tapar el sol con un dedo. Reconoce la violencia desmedida que afecta a la ciudad, pero trata de destacar los esfuerzos que hacen para superarla. Nos habla de extranjeros que vienen desde hace 35 años a pasar sus vacaciones en la ciudad.

Cuando se le menciona la desconfianza hacia las autoridades, las reiteradas denuncias por corrupción, no las niega, pero dice que su obligación es no alarmar a los ciudadanos. Y repite lo que ya hemos escuchado: que la violencia está localizada en ciertas áreas y no afecta mayormente al turismo.

En Acapulco hay presencia de las siete divisiones de la Policía Federal. Son más 1.100 hombres, a cargo del comisionado José Antonio Cabrera Méndez.

Su explicación para lo que ocurre: «Si vamos al fondo, es la pugna entre las bandas delictivas, que por ganar territorio empiezan a tener enfrentamientos entre ellos mismos. No es contra la sociedad».

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La foto es desgarradora. En un recinto con paredes de barro yace una mujer abrazada a una niña. Cubiertas de sangre, los pies descalzos. En los muros se pueden ver agujeros de disparos. Tirada a un lado, una muñeca rubia.

Son una abuela y su nieta de seis años. Otra nieta, de sólo dos años, también fue asesinada.

La imagen la tomó Pedro Pardo, un fotógrafo mexicano que lleva diez años viviendo en Acapulco. Una década documentando lo que ocurre en esta ciudad, de lo banal a lo terrible. De un cadáver decapitado a Ana Sharapova jugando un partido de tenis.

Con ésta y otras cuatro fotografías de la violencia citadina, Pedro ganó el tercer puesto en el World Press Photo de 2012 en la categoría Historias Contemporáneas.

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Sus ojos privilegiados se escudan detrás de unas enormes gafas de marco colorido. Son pequeños y parecen adormilados, pero en realidad lo registran todo. Y en los últimos años han registrado especialmente la brutalidad.

«Me interesa sentirme responsable como comunicador, no dejar pasar la historia de México con los ojos vendados o censurados. El tema mismo se nos fue metiendo, poniendo en las narices. Sería bastante irresponsable no abrir los ojos y documentarlo».

Mirar las fotos que Pedro ha tomado para la agencia AFP -donde ahora labora- es hacer un recorrido por los bajos fondos del infierno. Un torso sin extremidades ni testa. Una cabeza desollada. Una abuela y una nieta confundidas en un abrazo final.

Habla de un trabajo estresante para él y sus colegas. De días de 25 muertos. «Llegaba a casa y decía que no podía haber algo que superara lo que había visto ese día. Que esa miseria humana había llegado a un límite. Y bueno: al otro día nos sorprendíamos y veíamos escenas más dantescas».

«Es un problema de la ciudad, no puedo cerrar los ojos, decir: esto no sucede».

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Las manos de Jazmín siguen inmóviles.

Al principio, ni ella ni su esposo querían hablar. Pero nos dejaron entrar a su casa y nos contaron su historia. De pronto, en un momento en el que hablábamos sobre justicia, ella se decide a hacerlo.

Mientras habla, mira al techo. Su rostro ya no refleja miedo, sólo una desazón insondable. Se expresa en frases cortas. Como telegramas.

«Mi hija se la llevan un día de diciembre de 2013. Ella gritaba. Los vecinos vieron quién fue. La fueron a dejar al mismo lugar al otro día, a las 9 de la mañana. Estrangulada con un cable de acero. Las manos amarradas hacia atrás, como si fuera una persona delincuente».

Fuera de cámara dice que un juez les pidió 25 mil pesos para enviar a la cárcel al asesino. Como no los tenían, lo dejó libre. Todavía lo está.

Al final, nos dice que quiere que le pongamos el nombre supuesto de Jazmín, una flor, en recuerdo de su hija.

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Todo el día hemos estado pendiente de casos de asesinato. En dos ocasiones estamos muy ocupados o lejos para arrivar a tiempo.

Es una sensación extraña. Esperar por el próximo homicidio y saber que, inevitablemente, llegará. No la sentía desde hace más de 25 años, cuando trabajaba en crónica judicial en Medellín, entonces la ciudad más violenta del mundo.

¿Sentirán la misma cansada resignación los médicos de urgencias, los expertos forenses?

¿Los buitres?

Entonces recibimos la tercera llamada de Clave 11.

Estamos muy cerca.

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Al día siguiente, todos los periódicos de Acapulco pregonan en su primera página «Matan a pasajero en un urbano».

La descripción es breve: complexión delgada, color moreno claro, 1,60 de estatura.

Su nombre: Lucas Torrencilla.

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Por Juan Carlos Pérez Salazar @JCPerezSalazar

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