Como se recordará, el presidente Lagos le dio un plazo de 90 días a la ministra Bachelet para terminar con las colas en los consultorios de atención primaria municipalizada. Al parecer se confió en que esto podía lograrse con más recursos -se destinaron 8 mil millones de pesos adicionales- y con mejor gestión. Pero los médicos recién egresados muestran muy poco interés en postular a vacantes en consultorios.
Las condiciones no parecen atractivas: sueldos del orden de 450.000 pesos mensuales, con la obligación de permanecer por lo menos tres años en los lugares donde sean destinados, y con el compromiso de recibir una beca para ser médicos generales. Los egresados prefieren otro sistema, que otorga becas de especialización, o trabajos mejor remunerados en clínicas particulares. La especialidad, desde luego, abre perspectivas de ingresos más interesantes.
Esta situación se viene repitiendo desde hace ya algunos años. Se tiende a recurrir entonces a las soluciones propias de una economía de mercado: lo que falta en el país puede comprarse en otra parte. Por eso se han «importado» profesionales extranjeros, principalmente cubanos. El Colegio Médico se ha puesto en contra de esta opción.
Tarde o temprano, el proceso de globalización y la incorporación del país a tratados regionales, como el Mercosur, abrirá las fronteras a la libre circulación de profesionales. Pero hay aquí una cuestión más de fondo, que tiene que ver con la reducción de todo servicio a la lógica de la compra – venta.
La educación universitaria gratuita creó una clase media con una mística de servicio, que ahora se ha esfumado. Gracias a esa mística en el país pudieron realizarse campañas de salud pública que erradicaron epidemias y enfermedades endémicas, como la viruela, la poliomelitis y la malaria, en el norte. Se terminó también con el problema de la desnutrición infantil, con lo cual se rompió uno de los puntos del círculo vicioso de la pobreza. Se creó el Servicio Nacional de Salud que contribuyó de manera decisiva a la disminución de la mortalidad y a la salud materno infantil entre muchos otros logros.
Quienes recibían educación gratuita se sentían con la obligación moral de servir al país. Por el contrario, cuando un estudiante debe pagar por su formación profesional e incluso contraer deudas para costearla, la enseñanza universitaria pasa a ser una inversión que es necesario recuperar, y muchas veces una deuda que hay que pagar.
Por eso no es extraño que los médicos jóvenes, en lugar de ir a servir a la población en regiones apartadas, prefieran una consulta o una clínica climatizada, o aprender cirugías plásticas y liposucciones en vez de dedicarse a resolver los problemas de salud pública.
Nos habíamos acostumbrado a considerar la salud como un derecho y de pronto nos dimos cuenta que se había convertido -como todas las cosas de la vida- en un negocio. No sé si eso será bueno o malo. El hecho es que nos hace sentirnos más desprotegidos y expuestos. En el imaginario nacional, se ha perdido la confianza que antes teníamos en los médicos y en el sistema de salud, y cuando tenemos algún problema serio, nos sentimos al borde de la ruina. Vemos al sistema como un implacable negocio que nos va a succionar hasta el último peso y nos dejará no sabemos si sanos, tal vez enfermos, pero sí endeudados y en bancarrota