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La comunidad celular

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Es por el duelo que una vive del lenguaje. Duelo que es más melancolía -carencia sin objeto: no necesariamente pérdida de algo que se haya tenido, no nostalgia- que extrañamiento. Es por el duelo que está en el centro del lenguaje, por aquello que éste persigue amoldar (como se amasa un terrón de arcilla, una esfera de mercurio, un puñado de arena), por la urgencia amorosa que esculpe, por la urgencia ciudadana que contiene, en fin, por su peso, por el peso desaquilatado que nos toca revertir, ampliar, proteger o corregir al inventar las palabras.



Es por los silencios que se han instalado en la discursividad pública, por la sonrisa sin dientes y la lengua que se come los dientes en los espacios comunes. Por ello se nos hace intolerable la masificación de la telefonía móvil. El pasajero del Metro que conversa a gritos con su sombra. La transeúnte que se reúne de manera estridente con su sombra, opacando las avenidas que la circundan. Los comensales que se concertan para ausentarse mutuamente, cara a cara sobre la mesa puesta, el oído extraviado en sus respectivos celulares. El soliloquio, que no es tal, del conductor. Del viajero. Del caminante. De la espectadora. De la paciente. De la paseante. No, no son soledades que maceran palabras en la boca anticipando encuentros, ni cuerpos rebalsados en el cuerpo de los vocablos, ni perseguidos por el afán de decir.



Esparcidos ahora por doquier -en un baño público, en la pista de despegue de un avión, en la micro, en un concierto, en una plaza, en la fila de espera de cualquier institución- son puntos de enlace de una enervada red que no se deja abandonar por el domicilio, que no abandona su negocio: son histriones del pavor al abandono.



Red comercial, red umbilical. No es azaroso que este país sea uno de los mayores consumidores de este producto comunicacional que juega con los lindes de la autonomía, con las fronteras de la expresión, con los cercos a la nomadía. ¿Respecto de qué viajan los viajeros y es acaso el paisaje sólo paisaje o la medida que extiende y antepone a lo familiar? ¿Qué decir si el decir es permanente, si dice borrando sus propios silencios? La ciudad telefónica parece conectar a los habitantes a una matriz que los mal alimenta: llaman, llaman en una ansiedad que no se sacia. Suerte de oralidad sin sueño, que regurgita sin digerir, que no logra, no logra establecer la conversación.



Quedó atrás la realidad que nombraba la expresión no estar ni ahí: con la telefonía móvil se trata de no estar ahí, a secas.



No estar presente al acontecimiento. No acusar recibo de la falla en el acontecimiento. No producir las palabras que nacen desde estas fallas.



El silencio ciudadano se escamotea en esta compulsiva oralidad tecnológica. La unicidad del pensamiento público dominante -el síndrome del monopólico Mercurio- se reviste de multiplicidad en esta aparente descentralización -telefónica, no política- que son los celulares.



Las soledades (no aquellas del cuerpo a cuerpo con la ciudad, con la ley, con el poder, con la madre; sino las soledades de la impotencia social, de la impotencia política) se disfrazan de comuneras, de activas hechoras de los acontecimientos, cuando de hecho el celular puede ser una nueva forma de sujeción -o de vigilancia- para las cadenas productivas (una nueva forma de suprimir lo que el capital considera tiempos muertos), para los disciplinamientos familiares (lo que las madres chilenas llaman tenerte cerca), para la retirada de los espacios públicos (lo que se ha dado en llamar Transición).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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