El primero en acuñar el concepto de ecología, Ernst Haeckel (1834-1919), definió a esta ciencia como «la economía de la naturaleza», estableciendo desde el origen una relación que hoy se pretende desconocer. Si se piensa que la naturaleza es nuestra casa común y reserva de los elementos fundamentales para la
reproducción de la vida, entre la economía y la ecología se presentan similitudes notables: mientras la ecología se preocupa de la inter-retro-relación de todos los sistemas vivos e inertes entre sí y con su medioambiente, la economía se ocupa, en esencia, de cómo la humanidad asegura su supervivencia material,
lo que depende de la interrelación entre la sociedad humana y otros sistemas vivos e inertes y el medio natural.
A pesar de esta nítida similitud, hoy la economía aparece más que nunca distante y desterrada de cualquier preocupación ecológica, contradiciendo su naturaleza misma. Incluso parecen enemigas, o al menos así lo plantean hombres de negocios y autoridades, que
desvirtúan las inquietudes del desarrollo sustentable en nombre de la inversión y la bonanza.
Esas personas «respetadas» aprovechan su tribuna para apuntar con el dedo a quienes no quieren el desarrollo, acusándolos de conductas irresponsables y marginales. Habría que esperar el veredicto que da el paso del tiempo, tal como dictaminó con las empresas pesqueras agobiadas por la sobre explotación que ellas
mismas causaron.
Este ejemplo demuestra que los intentos por vulnerar la naturaleza difícilmente pueden tenerse bajo control, y que los perjuicios, si bien recaen injustamente en comunidades inocentes, también pueden afectar a los empresarios que hoy claman por la
desregulación. Si eso sucediera, las consecuencias en desempleo y falta de inversión pueden ser incluso peores que lo que se intenta remediar en la actualidad.
Lo que ha ocurrido es que la economía actual, hija de la modernidad, ha asumido en propiedad la fe en el progreso ilimitado, el que se alcanza mediante la utilización y explotación de toda fuerza y energía proveniente de la naturaleza y de las personas. Como lo decía Bacon, uno de los padres fundadores del paradigma moderno, debemos «subyugar a la naturaleza, presionarla para que nos entregue sus secretos, atarla
a nuestro servicio y hacerla nuestra esclava».
No es extraño, entonces, que en Chile se hayan olvidado las restricciones físicas del mundo real, ni tampoco que el debate sobre el actual pie de la economía no de cuenta de lo que pasa con los recursos naturales, sobre los que se apoya nuestro modelo de desarrollo. Los indicadores del mundo empresarial se fundamentan en que los recursos naturales no son parte del capital productivo del país ni de la riqueza económica, sin considerar que parte importante de esas cifras se explican por la pérdida de nuestra riqueza natural y por el impacto adverso sobre el medio natural de la contaminación.
El no considerar el costo de la depredación es una falencia decisiva de la noción económica actual, con consecuencias lamentables en la pesca, en los bosques y en la atmósfera. Es como si un jefe de familia generara sorprendentes resultados financieros en el presupuesto familiar, vendiendo los muebles, las
ventanas, las puertas y los ladrillos y porque no gasta en lavar la ropa, sacar la basura ni limpiar la casa. Así los indicadores relucen, pero como no tienen olor, ni sabor, ni color, es posible esconder muchas de las carencias categóricas del modelo.
Cuando algunos economistas asumimos la tarea de incorporar en estos indicadores los costos de mitigar el deterioro de los recursos naturales y del medio ambiente, no nos convertimos en ecologistas ni activistas verdes, sino que hacemos nada más que
economía de la más pura y de la más leal. Este es el mejor modo de optimizar en el tiempo los beneficios proporcionados por la naturaleza, garantizando el dinamismo de la actividad económica un poco más allá de lo que ven nuestros ojos.