Quizás una de las relaciones más difíciles que podamos encontrar en nuestra historia reciente es la que se da entre los Derechos Humanos y las Fuerzas Armadas.
No hay que ser muy perpicaz para constatar que los hombres de armas se sienten incómodos cuando escuchan esas dos famosas palabras y que incluso algunos no pueden evitar mostrar su evidente molestia cuando alguien osa preguntarles sobre el tema.
Lo más notable sucede cuando algún uniformado cae víctima de un atentado: entonces no falta el colega -normalmente ya en retiro- que reclama por los derechos humanos del caído, y reprocha porque a él no se los reconocieron. Alza airadamente la voz para protestar por la ausencia de los organismos de derechos humanos en ese caso y se aleja rumiando su desencanto y frustración auto convencido que los derechos humanos son un tema de agitadores políticos monitoreados por el comunismo.
Sin duda, el tema de los derechos humanos no es santo de devoción de los uniformados.
Recuerdo, cuando la Mesa de Diálogo se encontraba en pleno desarrollo, que uno de los participantes de las FF.AA. informaba con vehemencia que ellos estudiaban en sus academias el tema de los Derechos Humanos y que, a pesar de nuestras miradas escépticas, era una materia de mucha importancia en su formación. Cuando consultamos quien era el profesor de esa signatura se nos respondió: el abogado Carlos Cruz Coke. Sin comentarios.
Pero, más allá de la anécdota, la mala relación entre los Derechos Humanos y las Fuerzas Armadas debería ser un problema que nos preocupe a todos.
Nos parece demasiado simplista explicar este fenómeno solamente con la experiencia de la dictadura militar y el activo rol que jugaron las Fuerzas Armadas en ella, sin perjuicio que ese régimen ayudó a acentuar el divorcio entre los hombres de armas y los Derechos Humanos.
La irrupción fuerte del tema de los Derechos Humanos a nivel planetario es un fenómeno relativamente reciente, que sin duda, marcó con mayor intensidad a Europa a raíz de la experiencia nazi. Sin embargo, en nuestro continente esta materia no ha logrado permear a las fuerzas armadas, las que, ideologizadas por la doctrina de la seguridad nacional inculcada por Estados Unidos, se cerraron herméticamente a las lecciones dejadas por la II Guerra Mundial.
Por cierto, fue más fuerte la idea del «enemigo» que les delineó el Pentágono, que el conocimiento de los horrores del nazismo o el militarismo japonés, para citar los ejemplos más conocidos. El comunismo soviético se transformó, de esta forma, no sólo en el enemigo militar por excelencia, sino que en la amenaza a todo un sistema de valores y forma de vida que ellos estaban llamados a defender. El asunto se transformó en una virtual cruzada en la que se luchaba en contra de las fuerzas del mal.
En ese contexto, todo lo que sirviera a las obscuras fuerzas del mal, pasó a ser estratégicamente un peligro. Así, los Derechos Humanos fueron puestos bajo sospecha y uno de tantos pretextos bajo los cuales el enemigo intentaba socavar nuestra cultura cristiana y occidental. Nuestras Fuerzas Armadas no escaparon de esta forma de mirar el mundo.
Queda mucho de estos resabios aún en nuestras instituciones armadas, y es por ello que, a pesar de lo traumática que ha sido nuestra historia reciente en materia de violaciones a los Derechos Humanos, cuya responsabilidad se encuentra radicada, en parte importante, en las Fuerzas Armadas, pero no sólo en ellas, les cuesta mucho entender y aceptar algo tan simple como que los asesinos tienen que ser juzgados y encarcelados, vistan uniforme o no.
En los próximos días apreciaremos en forma muy clara este fenómeno cuando constatemos la incapacidad que aún presentan, en grado importante, las Fuerzas Armadas de comprender lo que está ocurriendo con el general Pinochet.
Se construirán los más artificiosos argumentos para tratar de descalificar su encausamiento, pero probablemente las varias decenas de chilenos que fueron asesinados por orden suya por la llamada Caravana de la Muerte no serán el eje de la discusión.
Y será precisamente ese comportamiento la principal demostración de que el problema de las violaciones a los Derechos Humanos sí fue un asunto institucional y no hechos aislados de algunos descontrolados que actuaron al margen del mando.