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¿Qué sociedad, qué proyecto?

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Al terminar un año «bisagra» entre dos décadas y entrar de lleno en el nuevo siglo y sin caer en fetichismos de fechas, ¿qué es lo que nos preguntamos como humanidad, como colectividad histórica , más allá de la siempre presente pregunta por la naturaleza de la condición humana y de nuestra posición como personas en este mundo?



Al nivel más global, hay dos grandes cuestiones en juego, cuya respuesta muchas veces sentimos que escapa a nuestra voluntad y control . La primera es la pregunta por una humanidad que está empezando a discutir el cambio de la especie y de su naturaleza, donde están planteados todos los problemas de la bio-ética: clonaciones, uso de genes, eutanasia, eugenesia. El siglo en el que entramos tendrá este asunto como uno de sus ejes centrales.



La segunda, a la que nos referiremos, es la pregunta por la naturaleza de la sociedad humana, por la forma en que los habitantes de este planeta nos organizaremos en colectividades. Los dos últimos siglos tuvieron como como forma de organización preponderante a la sociedad industrial con Estados nacionales. Más atrasadas, más avanzadas, las sociedades tuvieron a la política y a la economía como ejes centrales de su estructuración. El modelo de desarrollo o de modernización fue sobre la base de los Estados movilizadores de recursos, en torno a los cuales se organizaban los grandes movimientos sociales y políticos para disputar sus beneficios y su orientación.



Los fenómenos de globalización y explosión de identidades, así como la revolución tecnológica, han dislocado profundamente la sociedad de los últimos siglos, dándole un carácter de post industrial y atravesando los Estados en una mundialización asimétrica y dependiente de potencias hegemónicas y poderes fácticos transnacionales. Los ejes de este nuevo tipo social, que no existe puro sino amalgamado con el anterior, son lo social y lo cultural, el consumo y la comunicación. El nuevo motor del desarrollo, que no reemplaza sino que se agrega al Estado, son las fuerzas trasnacionales del mercado. Ello significa que se desarticulan los actores clásicos políticos y laborales, aparecen los públicos, las audiencias, los actores identitarios y de la sociedad civil, enfrentados a los poderes fácticos. Se debilita así la sociedad y se expulsan de los procesos de desarrollo vastos sectores de la humanidad, a nivel global y en cada sociedad, los que parecen sobrar. Porque si el modelo industrial con presencia dirigente del Estado fue integrativo, aunque generara ineficiencias y relaciones de explotación y dominación, el modelo de mercado es intrínsecamente desintegrativo y separa drásticamente crecimiento de empleo e integración social.



El desafío planteado en este siglo es devolverle a las sociedades su capacidad de acción sobre sí mismas, regulando y controlando las fuerzas de la economía y del mercado, y devolverle al Estado su papel dirigente central en el desarrollo y en la economía, sin absorberlos, integrando las diversidades socio-culturales en un proyecto nacional que a la vez las promueva y las trascienda. La alternativa es un mundo que queda a merced de poderes que terminarán por destruirlo, por mucho avance científico y tecnológico que haya.



Las sociedades latinoamericanas viven esta misma situación, pero agravada por el hecho de que nunca lograron constituirse como verdaderas sociedades industriales de Estados nacionales integradas internamente. Su fragmentación y el aplastamiento de su diversidad cultural, las hace hoy más vulnerables al desafío de reconstruir sociedades que puedan decidir sus destinos. Los procesos de democratización de las últimas décadas han dejado como tareas pendientes el de la reconciliación entre sus miembros, la reformulación de su modelo de desarrollo desestructurado por la globalización dependiente y por la orientación neo-liberal de sus reformas económicas, la inclusión de masas humanas pobres y miserables que en algunos casos alcanzan a dos tercios de un país, y, en el plano político, la calidad y relevancia de las democracias para resolver estos problemas. Hay que reconocer que en el mundo globalizado que enfrentamos ningún país por sí solo podrá insertarse plenamente, si no lo hace, primero, como Estado integrado internamente y, segundo, en cuanto bloque de países, tal como como lo hacen los asiáticos, los europeos y los norteamericanos. Las sociedades latinoamericanas enfrentan no sólo el desafío interno a cada una de ellas, sino también el de integrarse como bloque o espacio cultural conjunto de todas ellas .



El caso chileno no es distitnto al resto de las sociedades latinoamericanas. Después del término de las experiencias democratizadoras e integradoras, que culminaron con la Unidad Popular, y sin dejar de reconocer los vacíos y problemas de fondo que ellas involucraron y que afectaron el desarrollo del país, el intento de imponer un modelo socio-económico a sangre y fuego por parte de los militares y la derecha fue derrotado por una sociedad que quería volver a formas democráticas de convivencia. Esa fue la tarea de los dos primeros gobiernos democráticos. Pero la dictadura había sido exitosa en destruir una sociedad, una comunidad nacional y en imponer ciertos elementos básicos de un modelo económico. Embarcados en la tarea de consolidar una transición y corregir parcialmente algunos defectos de un modelo con capacidad de crecimiento pero muy lejano del desarrollo y la integración social, los dos primeros gobiernos democráticos dejaron pendientes las tareas mencionadas para el conjunto de América Latina, agravadas aquí con un predominio institucionalizado de poderes fácticos, con la ausencia de reconciliación y de resolución de los problemas de verdad y justicia, con el aumento de las desigualdades y con la falta absoluta de consenso sobre la institucionalidad democrática (Constitución) y sobre un proyecto nacional.



La pregunta, entonces, es por nuestra viabilidad como país, como comunidad histórica con sus diversidades internas, que no se extingue en las fuerzas de mercado ni se reduce a un agregado de individuos y poderes fácticos. En este sentido el primer año del primer gobierno de este siglo, el del Presidente Lagos, arroja un resultado incierto. Por un lado se mantiene plenamente vigente el horizonte fijado por el Presidente en su discurso del 21 de mayo de hacer de Chile un país desarrollado en el 2010 y hacer de la cultura el eje de su gobierno. También se mantienen vigentes la legitimidad y capacidad de su liderazgo y su calidad humana, intelectual y política para cumplir estas tareas. Ello no es poco, después de un año complicado. Pero están pendientes la respuesta concreta a qué significa ser desarrollado en el 2010 y cómo eso se traduce en políticas efectivas de Estado. También estan pendientes una menor ambigüedad en los temas éticos desde una perspectiva laica y progresista. Y sobre todo, una postura más sólida en la cuestión de los Derechos Humanos, donde no basta que funcionen las instituciones sino que hay que asegurar que hagan justicia y terminen con la impunidad. Asimismo debe reponerse en la práctica la preocupación por la igualdad y no sólo por el crecimiento y la estabilidad económica. Todo ello exige rectificaciones profundas en la conducción política, porque se corre el riesgo que los cálculos inmediatos y los problemas del momento pueden desdibujar la gran promesa del Presidente: hacer viable un proyecto de país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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