Brunner dedicó su columna de la semana pasada al tema de la izquierda, planteando la validez de una identidad basada en la adhesión a ciertas tradiciones. Para mí, una de las maneras más efectivas de respetar a un intelectual es polemizando con él, pues es una forma de interesarse por lo que plantea.
Estoy de acuerdo con Brunner en varios puntos, pero en particular en uno. Ser de izquierda no es una esencia fijada o cristalizada para siempre. Es perfectamente legítimo y además necesario preguntarse qué significa aquello que en el siglo XX tuvo contenidos que creíamos precisos, la revolución socialista o la política socialdemócrata clásica. El primero de esos contenidos hoy día está en crisis por su derrumbe en la mayoría de las sociedades en que existía. El otro está en jaque porque casi nadie lo practica.
Sin embargo, discrepo de Brunner en un punto para mí esencial: su postulado de la muerte del socialismo. Creo que al hacer esa afirmación se desliza hacia las propias posturas que critica. Una cosa es decir que los socialismos existentes han fracasado y producido despotismos en vez de liberación o afirmar que han subordinado la igualdad material a la libertad política, y otra muy distinta es afirmar su muerte.
Esta última proposición es un razonamiento fundamentalista. Para formularlo sin vicio lógico necesita de una teoría de la historia. Sin ella ¿cómo se puede adivinar lo que depara el futuro?
Cuando se afirma la muerte del socialismo, lo que se está afirmando es la eternidad del capitalismo. ¿Y por qué éste va a ser eterno? ¿Es acaso la única forma racional de organizar la sociedad y la economía? Esa afirmación debería ser imposible para alguien que está tan cerca del pensamiento postmoderno.
En ese tipo de discurso no se puede afirmar que el socialismo es en sí irracional, sino sólo que lo han sido los existentes, en cuanto dejaron de realizar los fines que se proponían y los valores que postulaban.
Para evitar de verdad el fundamentalismo político no sólo hay que deshacerse de la afirmación del socialismo como necesario. Tambien hay que evitar considerar de esa manera al capitalismo. Me parece que Brunner cae en esa tentación, puesto que ve en la economía de mercado el nicho por excelencia de la libertad.
El único modo de evitar recaer en el fundamentalismo político, pasando de ser adoradores del socialismo a adoradores del capitalismo con economía de mercado, es renunciar a cualquier teoría de la historia como fundamento de la política. Y para ello el único camino es afirmar los proyectos políticos sólo como opciones por valores; basarlos en preferencias respecto, por ejemplo, a la libertad, y no en una teoría de la historia que los postula como encarnación de lo natural, de lo racional, de lo científico.
El socialismo pasa entonces a ser criticado como una sociedad que tiene menor probabilidad de ser adecuada para realizar ciertos valores, los del individualismo, pero no todos los valores.
Con razones fundadas puede decirse de las sociedades socialistas que sólo satisfacían los valores materiales, sacrificando la libertad individual, y que en sus momentos críticos incluso perdieron la capacidad de satisfacer necesidades básicas según las expectativas de fines del siglo XX. Pero no se debería, usando ese tipo de discurso, pronosticar su muerte o su extinción. En ese registro yo tampoco podría pronosticar la necesidad de la muerte del capitalismo.
En realidad, no lo necesito. Para criticar al capitalismo me sirve tanto Marx como Jack London. Cuando éste relata el hambre de Tom King y su familia, en su notable cuento Por un bistec, parece referirse a lo que ocurre hoy día en las zonas marginales de Santiago, Río de Janeiro o Lima. Pero ocurre que el texto lo escribió a fines del siglo antepasado.
Existen razones de más para desconfiar de la probabilidad que una economía de mercado desregulado favorezca la justicia social, aunque es indudable que permite el libre acceso a bienes diversificados de los que tienen ingresos.
La pobreza y el hambre no han sido resueltas por el capitalismo y, sin embargo, no se puede declararlo muerto porque ese no es su principio de racionalidad. Como Weber advirtió, el capitalismo se guía por el principio de la racionalidad formal (cálculo de capital) y no por el principio de la racionalidad material (satisfacción de necesidades).
Sin embargo -y en esto Brunner tiene razón- una sociedad que absolutiza un único valor puede ser coherente o totalizante, pero también casi con seguridad será asfixiante. Por eso, lo que define el ser de izquierda es la búsqueda incesante de una democracia fluyente y por ello radical. En ella las finalidades y los valores no se cristalizan, están siempre abiertos a la polémica. Una sociedad dialógica, pero con acuerdos sustantivos que se rehacen en la lucha cultural y política.
En ese tipo de sociedad, cuya misma búsqueda nos hace ser de izquierda, representamos efectivamente ciertas tradiciones. La principal es la defensa de los no tienen capacidad de disposición sobre cosas o personas, de los que no tienen poderes, de los indefensos y desposeídos.
Vea la columna de Brunner que motiva la respuesta de Moulian:
Tradiciones de izquierda: ¿Monopolio de rocinantes?
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