Uno de los problemas que hay con la izquierda tradicional, aquella que busca conservar las tradiciones, es que permanece atrapada en su propia sombra. En efecto, se cree a sí misma más progresista de lo que es, más comprometida con las clases populares de lo que luego resultan sus propuestas y políticas, y más humanista en sus ideales y valores que los que promueve en la práctica.
Esta consideración se me vino a la mente leyendo la columna de Tomás Moulian, donde sostiene que la verdadero divisoria de aguas para los hombres y mujeres de izquierda es saber si suscriben la noción que «más importante que el crecimiento económico y su chorreo es que la sociedad pueda deliberar sobre sí misma, que pueda participar en forma real».
Esa dicotomía me parece falsa, además de cómodamente romántica. Y no sirve, a mi juicio, para distinguir el polvo de la paja en materias de izquierda, ante todo porque crecer y deliberar no se oponen, sino más bien se suponen.
La deliberación reclama al menos —como ya sabían los griegos— unos ciertos estándares de satisfacción de las necesidades materiales, una cuota no despreciable de libertad de acción y palabra, un determinado nivel de consumo, y sobre todo, una acumulación de capital educativo sin el cual no hay polis ni foro ni nada que se le parezca.
Es decir, la deliberación -y para qué decir la participación- suponen todo aquello que sólo el crecimiento asegura a las mayorías.
También puede haber deliberación sin crecimiento, sin duda, mas no bajo la forma de discurso público y debate vitalmente comprometido con posiciones ético-políticas en que (creo) está pensando Moulian. Por el contrario, ¿qué queda cuando se delibera en medio de la pobreza y la desigualdad? Bien lo sabemos: cenáculos donde fluye el poder, agitación de minorías, cerradas nomenclaturas, círculos de elegidos, oligarquías políticas, intelectuales que monopolizan la palabra, manipulación de las masas y los movimientos sociales, explotación del argumento en circuito cerrado.
De ahí que los pensadores clásicos del marxismo, con Marx a la cabeza, hayan insistido siempre en la necesidad del crecimiento, en empujar las fuerzas productivas, en los efectos generadores que tiene la acumulación de todo tipo de capital, en la superioridad del capitalismo frente a los modos de producción previos que apenas lograban sustentar el progreso material de las masas y la creación y difusión de la cultura.
A mí todo esto me parece de suyo evidente. La deliberación más generalizada —al menos como posibilidad— viene con el desarrollo, no con el estancamiento y el atraso. Algo similar ocurre con los derechos humanos, con la democracia, las libertades y la participación. No digo, estimado Moulian, que siempre y en toda circunstancia una sociedad con un ingreso per capita más alto tendrá mayor densidad cultural y riqueza de formas participativas y modalidades habermasianas de deliberación. Ä„Pero casi siempre ocurrirá así!
Intuitivamente sabemos que hay más deliberación y participación —mayor en volumen, calidad y efectos— en Italia que en Haití, en la República Checa que en Albania, en Malasia que en Gambia y Nepal.
Me excuso por tan escaso espíritu romántico, pero de verdad creo que deliberación y participación son términos contradictorios con altas tasas de mortalidad infantil y deserción escolar, con analfabetismo extendido y control por sólo una minoría de las oportunidades para argumentar en público, con desigualdades extremas y extrema pobreza.
¿Acaso mi contradictor no sabe todo esto, igual o mejor que yo? Ä„Claro que lo sabe! De ahí justamente mi sorpresa al leer su opción (políticamente correcta, por lo demás) en favor del discurso aparentemente alado y en contra de la aparente crudeza o vulgaridad de la economía.
Está de moda esa forma de pensar romántico-conservadora. Y la izquierda tradicional, ahora que se quedó sin norte, parece sucumbir a la tentación de hacerse eco de dicho engaño. Ä„Ahí está mi punto!
No es curioso, por eso mismo, que un segmento del progresismo termine confundiéndose con posiciones que reclaman crecimiento cero, defensa de la naturaleza contra la industria, el retorno a modos de producción más simples, la detención o reducción del progreso técnico o un localismo anti-universalista.
Al contrario, pienso que la nueva izquierda, o el nuevo progresismo, tendría que ir justo en sentido opuesto. Tendría que hacerse cargo de las dinámicas más creativas de la sociedad actual —globalización, revolución científico-técnica, uso intensivo de conocimientos, diferenciación de intereses, esferas crecientemente emancipadas de la represión— para ver cómo a partir de ellas es posible pensar el mundo de mañana.
Limitarse a una lucha en el sistema contra el sistema, como propone Moulian, es quedarse atrapado en algo más que la propia sombra. Es renunciar a cambiar el sistema y, a la vez, renunciar a aprovechar sus fuerzas más enérgicas al servicio de esa transformación.
Es necesario seguir conversando públicamente sobre estos temas, Ä„anticipar, pues, una sociedad más deliberativa! Eso sin perjuicio de privatizar la polémica, como propone Tomás Moulian, en un gesto que honra la amistad pero contradice su célebre espíritu discursivo.
Siga la polémica entre Brunner y Moulian:
Tradiciones de izquierda: ¿Monopolio de rocinantes? (por José Joaquín Brunner)
¿Que es ser de izquierda?: discutiendo con Brunner (por Tomás Moulian)
Conversando con Moulian (por José Joaquín Brunner)
Otro schop, don Manuel (por Tomás Moulian)
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