Al reflexionar sobre la columna de ayer de mi amigo Tomás Moulian me preguntaba si acaso no estará leyendo demasiado a la ligera a su contradictor o si acaso está escribiendo más rápido que lo habitual. No tengo como saber la respuesta. Pero claro está que su última contribución a nuestro debate no lo deja bien parado a él ni hace avanzar la conversación.
En primer lugar, Moulian parece estar confundido respecto de con quién polemiza. Efectivamente, en la columna que comento lanza una serie de mandobles verbales a Sergio de Castro, supongo que para facilitarse a sí mismo las cosas y así poder sostener la visión—tan de moda en la deliberación política—del blanco y negro. En suma, equivoca el blanco.
En seguida, Moulian insiste en atacar con gruesos perdigones al «modelo» (a diferencia de cuando suele hacer análisis más o menos sutiles), sin siquiera reparar en mis argumentos, en las cifras públicamente disponibles, ni en la experiencia histórica. Ergo: se ha vuelto impenetrable.
Por último, la debilidad de su posición y declaraciones lo obligan a elevar la voz, a ver si con eso la razón consigue en emociones lo que no da de sí en demostraciones. En esa vena me acusa, Ä„ay!, de haber «perdido los códigos que permiten la comunicación entre personas» y de ser «un fanático apasionado del modelo», adjudicándome una nueva suerte de «fundamentalismo». Este es Moulian el lobo feroz.
¿Y qué queda después de que se deposita la nube de polvo multicolor? La verdad sea dicha: casi nada.
Sin aportar antecedentes nuevos ni refutar los míos vertidos en columnas anteriores, Moulian insiste en que el modelo es un fracaso y sus efectos una larga secuela de desastres.
¿Valdrá la pena hacer un nuevo esfuerzo para llevar la polémica a un terreno más firme o será que ya no hay idea ni cifra ningunas, por contundentes que sean, que logren penetrar tras el velo ideológico con que mi contradictor cubre sus luces?
He aquí, con esperanza contra toda esperanza como solía decir San Pablo, un nuevo intento.
– Bajo los gobiernos de la Concertación, sus políticas han deteriorado el nivel de vida de las personas. Falso. Durante la década pasada, el consumo por habitante—que mide la cantidad de bienes y servicios consumidos en promedio por la población—aumentó a una tasa anual de alrededor de un 5 y medio por ciento, en tanto que bajo el gobierno militar, entre 1973 y 1989, permaneció estancado.
– El modelo genera oportunidades decrecientes de empleo, al margen incluso de la crisis recesiva. Falso. Según muestran los datos disponibles, durante la década pasada se crearon alrededor de un millón de empleos, en estricta correlación con el crecimiento económico del país. Una vez que éste se desaceleró, decayó también la creación de empleo y aumentó el desempleo, especialmente entre los jóvenes.
– Las políticas concertacionistas en vez de reducir la pobreza la aumentan. Falso. Ya mostramos en nuestra columna anterior que, en términos generales, entre 1990 y el año 2000, los pobres disminuyeron en 2 millones, pasando del 39 por ciento al 21 por ciento de la población. Más aún: los grupos más beneficiados por este salto adelante han sido los niños y los adultos mayores; es decir, los dos grupos más vulnerables de la sociedad.
– El modelo de políticas aplicado aumenta la desigualdad en la distribución del ingreso. Falso. Por el contrario, los subsidios proporcionados por el Estado incrementan los ingresos familiares del primer decil en un 22,4 por ciento y en el segundo en un 6,8 por ciento. Como resultado, la distancia entre el 20 por ciento más pobre y el 20 por ciento más rico se redujo de 15,5 veces a 13,9 veces entre 1990 y el año 2000. No es un avance espectacular pero, unido a la disminución de la pobreza, son adelantos que el país no había conocido en períodos anteriores.
Otra forma distinta de evaluar el «modelo» o políticas aplicadas por la Concertación es analizar sus resultados sociales bajo una óptica internacional comparada. El mejor instrumento para cumplir este objetivo es el prestigioso Índice de Desarrollo Humano del PNUD. Allí Chile aparece entreverada entre las naciones calificadas como de «alto desarrollo humano», ocupando el lugar 39 entre 162 países, a pocos puntos de distancia de Hungría, Portugal y Corea del Sur, que poseen un mayor ingreso per cápita.
Esto significa que los indicadores chilenos de desempeño en materias como esperanza de vida al nacer, tasa de alfabetización de adultos y tasa bruta de matriculación de la población en edad escolar son razonablemente buenos, ubicándose lejos por encima del promedio de los países en desarrollo y más bien cerca del nivel de los países de alto ingreso.
¿Puede todo lo dicho esta vez, y en columnas anteriores, rectificar la visión blanco / negro de mi amigo Moulian y llevarlo a un terreno menos enjundioso pero más sensato y sutil de análisis? No lo sé. Tal vez tengamos que continuar intercambiando puntos de vista antes de encontrar un terreno común donde las discrepancias finalmente se vuelvan más fructíferas.
En cambio, tomarse para sí «el terreno moral de arriba» (el moral high ground de los anglosajones), como suelen hacer los rocinantes de izquierda y Moulian rara vez pero sí a veces, es extremadamente fácil y cómodo por ende. Desde allí, desde esa plataforma auto-conferida de (aparente) superioridad moral, el crítico puede entonces disparar en nombre de los valores y las buenas intenciones, sin preocuparse ni de cifras ni argumentos, ni de hechos ni experiencias.
¿Para qué si habla a nombre de la justicia pura, de las manos limpias, de los valores más altos, del principio de humanidad, de los desheredados de la tierra, de los humillados y derrotados, de la anti-burguesía y el contra-comercialismo?
Confieso que a mí ese expediente me exaspera pero no me impresiona. Más me interesaría conocer hacia dónde los rebeldes quisieran llevar la economía, cómo obtendrían que la pobreza se siga reduciendo, cuándo y dónde aumentarían el gastos social, de qué forma proponen relacionarse con la empresa privada que genera el 80 por ciento del empleo nacional, cómo mejorarían la distribución del ingreso entre el 2002 y el 2005, qué harían con la educación secundaria, cómo harían frente al ciclo recesivo, o bajo qué régimen de intervenciones gubernamentales imaginan posible una economía de mercado más dinámica que la actual?
Quedo a la espera, mi estimado Tomás.