No hay cómo aventajar a los críticos oficiales. Vayan razonablemente bien las cosas de la nación, o vayan mal, en ambos casos lo que se revela a sus ojos (su mirada oficialmente crítica) son las limitaciones y perversiones del sistema o modelo y de las políticas en curso.
Los críticos oficiales —verdadera institución dentro de los sistemas capitalistas democráticos, como ya sabía Schumpeter— suelen seguir en sus afanes el ciclo económico. Cuando éste va en alza sus dardos se dirigen habitualmente al consumo excesivo, que sería alienante, al exceso de trabajo, que sería fuente de explotación, y a la desigual distribución de los beneficios, que sería un mentís para la capacidad integradora del sistema.
Por el contrario, cuando el ciclo va a la baja el crítico institucionalizado denuncia la parquedad del consumo, que sería motivo de hambre y desolación; la falta de trabajo, que sería motivo de anomia y dolor, y la desigualdad, que trae consigo el estancamiento, cuyo costo sería pagado ante todo por los pobres.
De este modo, no hay cómo aventajar a los críticos oficiales. Vayan razonablemente bien las cosas de la nación, o vayan mal, en ambos casos lo que se revela a sus ojos (su mirada oficialmente crítica) son las limitaciones y perversiones del sistema o modelo y de las políticas en curso.
Así le ocurre, por ejemplo, a Tomás Moulian. En su columna del 17 de octubre denuncia la incapacidad de generar empleo de la economía chilena. Ésta debería entenderse, según nuestro autor, no propiamente como una incapacidad (ay, las sutilezas del lenguaje) sino como una «disminución de la capacidad de generar empleo», la que Ä„oh sorpresa! sería independiente de las crisis, al igual como su contrario (el aumento en la capacidad de generar empleo, por ende) lo sería del crecimiento económico. De esta forma, empleo y desempleo se transforman en un misterio.
La verdad es que cuando Moulian argumenta como economista (crítico) le pasa lo mismo que a los demás economistas (no-críticos); esto es, sus aseveraciones resultan aparentemente contundentes pero son, en realidad, contrarias al sentido común y ajenas a un razonamiento que pondere mejor los datos disponibles.
Vayamos por partes.
En lo relativo al sentido común, a nadie escapa que existe una estrecha relación entre crecimiento y generación de empleo, así como hay una ley de bronce, también, que vincula estancamiento con pérdida de empleo. Son los dos lados de una misma ecuación que casi sin excepción se sostiene en el largo plazo del desarrollo de los países.
No se conoce el caso, efectivamente, de una sociedad que habiendo permanecido estancada desde el punto de vista del producto haya sido generadora de empleo. Ni tampoco se registra la situación contraria; es decir, países que habiendo experimentado un sostenido crecimiento destruyan más que creen empleo.
De modo que a mí no me resultan razonables, desde una posición de mero sentido común, afirmaciones tales como que «el crecimiento no es el remedio para resolver los problemas de la ocupación» o que, por circunstancias sobrevinientes, «el empleo no puede considerarse más como un simple resultado del crecimiento».
Ahora bien, vayamos al segundo aspecto de esta cuestión: ¿cuáles son los datos—puesto que Moulian sólo usa algunos, «a mayor gloria de sus argumentos»Â—, y qué nos dicen?
Nos dicen que durante el ciclo recesivo de 1998-1999, la falta de crecimiento trajo consigo, como podía preverse, una caída del empleo. Así se estima que en 1999 se destruyeron en promedio 120 mil puestos de trabajo, mientras que el año siguiente (2000) sólo se crearon 56 mil, sin considerar los programas especiales de empleo.
En consecuencia, la recuperación del empleo ha sido lenta. Según muestra un reciente estudio de Martínez, Morales y Valdés (publicado en la revista Economía Chilena, Volumen 4 Número 2; agosto, 2001, pp. 5-25), esto se debería no a una decreciente capacidad estructural de la economía de generar nuevos puestos de trabajo (la tesis oficial de los críticos institucionalizados), sino a una menor demanda de empleo para un mismo nivel de producto y precios relativos.
¿De dónde proviene dicha inestabilidad de la demanda si ella no se halla relacionada con una disminución de la «elasticidad empleo-producto», según la denominan los economistas en su jerga profesional?
Seguramente inciden diversos factores, tales como los niveles de salario, los cambios en la legislación laboral, los costos del capital y la incorporación de tecnologías que sustituyen trabajo. La economía misma del país en varios sectores se ha adaptado al entorno recesivo, volviéndose más ahorrativa en puestos de trabajo y más productiva, lo cual sin duda afecta también el nivel de la demanda de trabajo.
En suma, respecto de este segundo aspecto («manejo de datos»), los antecedentes aportados por el estudio antes citado desvirtúan la noción de que la economía chilena habría perdido «estructuralmente» su capacidad de generar empleo; más bien, la elasticidad empleo-producto, si se la calcula correctamente, se mantiene estable en el largo plazo, hallándose disminuida en la coyuntura por factores de demanda que necesitan ser analizados con mayor detención.
Para concluir, volvamos al punto donde se entrecruzan los argumentos económicos de los cuales dependemos (y que por lo mismo debemos usar sin tanta ingenuidad) con el sentido común, y volvamos a plantearnos la pregunta central, radical: ¿Hay manera de generar empleo que no sea a partir del crecimiento?
¿Qué ingenio, artilugio o política conocen Moulian y los críticos oficialmente consagrados para generar trabajo con «crecimiento cero», o sobre la base del estancamiento o la crisis? Y si el empleo ya no resulta del crecimiento, ¿de dónde habrá de venir? ¿Contratación temporal masiva e ilimitada por parte del Estado? ¿Municipalizar y pojizar la fuerza laboral, como a veces sugieren los líderes neoliberales? ¿Expandir el empleo público? ¿Disminuir la jornada de trabajo y repartir la escasez de empleos? ¿Trabajo voluntario, solidariamente no remunerado?
La verdad es que cuesta entender la lógica de economía política, y de la política lisa y llanamente, que subyace a la crítica de los críticos cuando se dejan llevar por el ciclo recesivo. Sus explicaciones se tornan misteriosas y sus soluciones mágicas. Cuesta menos entenderlos, en cambio, cuando el ciclo asciende, tal como volverá a ocurrir en algún momento, esperamos «más temprano que tarde».
En esos momentos los críticos oficiales adquieren y cultivan un tono moderadamente lúdico. Pasan a preocuparse de asuntos psicosociales como los excesos del consumo o las tarjetas de crédito en manos de las masas. Y de tópicos arquitectónico-morales, como los mall y sus vitrinas repletas de productos. O de temas que admiten un vuelo más imaginativo, tales como la abundancia de empleo, la necesidad de reprimir la líbido para incrementar la productividad o la conveniencia (paradojalmente a gusto de los críticos oficiales) de adoptar formas puritanas de vida.
Yo me sentaré aquí a esperar que vengan esos días.
Mientras tanto, y ahora que ha vuelto a esgrimir la pluma de la polémica, no necesita Tomás Moulian suponer que cuando yo digo «falso» respecto a alguno de sus argumentos lo nombro a él como «mentiroso», pues jamás cometería yo tal descomedimiento ni lo enfilaría contra quien es, antes que nada, mi amigo contradictor. ¿A qué viene entonces ver fantasmas donde no los hay? Este es un debate; no un torneo de sentimientos heridos.
Postdata: Se pregunta Moulian de dónde obtuve la cifra —1 millón— de empleos creados en Chile durante la década de los ’90, y la desestima por exagerada. Pues bien: los datos oficiales del INE indican que se crearon 941 mil empleos entre diciembre de 1989 y diciembre de 1999, 94 mil por año. Más interesante aún para el argumento contenido en mi columna es que, según la misma fuente, la creación de empleo entre 1989-1997 fue de 917 mil (115 mil por año).
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