Nuestros neoliberales de tomo y lomo o los más matizados liberales sociales afirman que ellos no podrían afirmar el fin de la historia, porque este capitalismo globalizado tiene como propiedad el cambio incesante de las fuerzas productivas y de las condiciones sociales. Pero esa es historia pasiva, limitada a la reproducción adaptativa del orden. Creer en el fin de la historia no significa abolir los cambios, sino abolir las transformaciones.
Georges Steiner dice en uno de sus lúcidos ensayos que la relación del hombre con el entorno social y natural cambia cuando el lenguaje humano encuentra la manera de trabajar con el tiempo. El lenguaje debe acomodar en su gramática una nueva forma de la experiencia humana del tiempo, el tiempo como fluencia.
Dice Steiner: para acompañar esa necesidad de la naciente razón de la especie que empezaba a discernir la temporalidad, aparecieron los verbos en tiempo pasado y los verbos en tiempo futuro. Esos «hallazgos lingüísticos» instalaron en la escena la posibilidad de pensar lo que fue, y especialmente de pensar lo que no ha sido pero puede ser.
Me parece interesante la idea que como especie estuvimos impedidos de pensar el pasado y el futuro hasta que construimos los instrumentos lingüísticos que nos abrieron los espacios de la memoria y los laberintos del futuro. Pero más interesante me resulta pensar que estas conquistas no constituyen avances fijos ni un progreso inalterable.
Hay épocas en las que pese a que existen los instrumentos lingüísticos para pensar el futuro, no existe el impulso, la motivación, el deseo de hacerlo. El presente se ha naturalizado y ha pasado a constituirse en un lugar cristalizado. Fuera de allí, de esa forma «natural», está el mundo de la sinrazón, de la utopía, de lo imposible. Se trata de tiempos conservadores, pese al movimiento febril que se observa en la superficie. Esa matriz no es tradicionalista, no adora el pasado, no vive de la nostalgia. Vive del presente idealizado o considerado como necesidad.
La idealización es el deslumbramiento con los avances vertiginosos del mundo técnico, cuyos significantes máximos son la internet, los teléfonos móviles polivalentes, los satélites de comunicaciones. Se admira a Bill Gates como si fuera Cristóbal Colón, el descubridor de un nuevo mundo, olvidando los lados oscuros. Más bien sin querer ni siquiera preguntar por los lados oscuros.
La racionalidad que introduce el capitalismo con sus principios de cálculo abrieron paso al mundo técnico que conduce a la multiplicación de posibilidades y a la mayor felicidad humana. La idealización es el retorno a la visión ilustrada del progreso.
La referencia a la necesidad es la manera pesimista de negar el futuro y de permanecer en el útero cómodo del presente. Tiene como fundamento la naturaleza irredenta del hombre y la necesidad de articular un orden que concuerde con las pasiones narcisistas, con el egoísmo natural. La utopía es perniciosa porque no acepta la maldad intrínseca de la especie. Se hace ilusiones que son castillos en el aire, pues sueña con la virtud.
El capitalismo, mientras tanto, aparece como una forma de usar esas pulsiones narcisistas en la creación de riqueza, de manera que la motivación individualista produzca el bien de todos. Aceptando el egoísmo es posible su transmutación en bien, y negándolo se cae en la irracionalidad.
Esta suposición que lo real es racional no es un mero facticismo. No todo orden es válido por el solo hecho de existir: es válido el que está en la dirección del progreso. De esta manera, muchos que de palabra critican la tesis del fin de la historia, están en realidad afirmándola. Su idea normativa del orden se expresa en la ecuación economía de libre mercado + democracia representativa de baja intensidad. ¿Qué más podemos desear?
Pero nuestros neoliberales de tomo y lomo o los más matizados liberales sociales afirman que ellos no podrían afirmar el fin de la historia, porque este capitalismo globalizado tiene como propiedad el cambio incesante de las fuerzas productivas y de las condiciones sociales. Pero esa es historia pasiva, limitada a la reproducción adaptativa del orden. Creer en el fin de la historia no significa abolir los cambios, sino abolir las transformaciones.
Por eso los creyentes de este llamado «pensamiento único» abominan de la crítica, a menos que sea técnica, que respete los límites estructurales del orden.
La crítica radical, o la pregunta respecto a la validez o legitimidad de las finalidades, no tiene ninguna función positiva porque habla de lo imposible, de un mundo no natural. Turba la paz del fin de la historia. Como he dicho, ese momento es muy turbulento. Al contrario de lo que se cree, el fin de la historia no es una sociedad sin cambios, sino una en la cual éstos se multiplican justamente para que la necesidad de transformación no tenga hueco ni espacio, para asegurar que el futuro sea pensado como prolongación de lo actual y no como una brecha.
Por ello los críticos deberían guardar silencio. Sus argumentos contienen el peligro de crear ilusiones, que de nuevo el futuro se plantea como una producción colectiva de transformaciones. Que de nuevo se vuelva a creer que el capitalismo debe ser superado y que es una etapa del progreso, pero no la síntesis.
Ä„Peligroso! Métanse en la cabeza que no hay futuro. El mañana no es repetición de esto mismo. No, nada se repite. Pero es la reproducción perpetua del par economía de libre mercado + democracia representativa de baja intensidad.
Si los críticos hablan y turban la laboriosa tarea de reproducir lo actual, hay que liquidarlos solapadamente con la razón irónica. Hay que hacer lo posible para mostrar que hablan puras tonteras. Esa es la misión de la anticrítica.
Siga la extensa polémica entre Brunner y Moulian
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