La solidaridad en cámara
Es una necesidad de autobombo que da a entender que para muchos la solidaridad debe ser mediática, en una nueva confirmación de que la política, en su sentido más amplio, se hace a través de los medios de comunicación.
¿Cuándo fue que la solidaridad se convirtió en un espectáculo? La pregunta es pertinente en estas horas, cuando miles de chilenos necesitan con urgencia una ayuda solidaria para sobreponerse a los desastres causados por los temporales y cuando tanta figura -política, empresarial o de la farándula- convierte su gesto de ayuda en una acción de autopromoción.
Como parece que para algunos un gesto solidario sin televisión pierde su sentido, el fin del gesto es, entonces, que sea un producto televisivo. Lo hemos visto en autoridades de gobierno y de oposición, cuyos «encargados de prensa» (muchas veces encargados de que sus jefes salgan en la prensa) han mortificado sus dedos llamando con insistencia a los medios para que cubran la entrega de un centenar de frazadas, unos cuantos paquetes de mercadería, bolsas de pañales, leche en polvo y cosas así.
Es una necesidad de autobombo que da a entender que para muchos la solidaridad debe ser mediática, en una nueva confirmación de que la política, en su sentido más amplio, se hace a través de los medios de comunicación.
Y la televisión, cuyos escuderos la defienden argumentando que simplemente es fiel a sí misma, ha dado de nuevo susto por dar nuevas muestras no de lo que es, sino de lo que está siendo.
Un ejemplo: una mañana -¿o fue en la tarde?- un programa de Televisión Nacional conducido por Ivette Vergara (pero pudo haber sido el programa de cualquier canal, conducido por cualquier otro profesional) se realizó en directo desde la hospedería del Hogar de Cristo. El set era un comedor, con mesas largas y ancianos con platos enfrente. Un set tristón, de esos que, dicen los expertos, tienden a bajar el rating.
El programa se inició con un llamado en cámara de la animadora -suponemos que a los ancianos del comedor, porque si lo hizo a un público invisible a las cámaras la cosa sería peor- para que aplaudieran. ¿Por qué ese llamado? Simple: porque se trataba de un programa de televisión. Un programa como los que se entienden hoy día: animoso, optimista, alegre y farandulero, obligado a «partir arriba», como se dice.
Ante esos pobres viejos -evidentemente tratados de «abuelitos», de acuerdo a esa hipócrita «cercanía» que siempre en casos así pretende crearse- se hizo un programa de televisión clásico (el clasicismo actual, hay que subrayar), con humoristas, cantantes y gente de la TV.
Los ancianos seguían sombríos frente a sus platos. El decorado era distinto, pero la programación no variaba en lo sustancial: se trataba, por cierto, de hacer un programa de televisión, pero ésta, en los últimos años, se ha vuelto tan monocorde, tan similar y monótona, que es incapaz de generar un tono distinto al del show permanente.
Se comprenderá, entonces, por qué los personajes de la televisión parecían como empepados al lado de los ancianos (personajes que probablemente al relacionarse personalmente con esos ciudadanos caídos en desdicha lo hacen en otro tono).
Se argumenta que sólo así, con esa publicidad, se despierta el sentido solidario en la ciudadanía. Es probable, pero no necesariamente cierto. Lo que irrita es el afán por figurar, por sacar rédito de una acción loable pero que, por lo demás, tantos otros hacen desde el anonimato.
En este punto habría que preguntarse por la responsabilidad de los shows televisivos de la Teletón en generar la transformación de la solidaridad en espectáculo. Y también en publicidad política, asumiendo cómo la política se ha convertido en pura publicidad.
Llama un asesor de prensa. «Fulano de tal a una hora determinada va a entregar una ayuda a cierto campamento. Se ofrece entrevista, se pide cobertura». ¿Y? ¿Dónde está la gracia? Parece, por la insistencia, que lo importante no es tanto el gesto de socorro como la necesidad que se sepa de ese gesto.
De esta forma, hemos visto a tantos personajes repartiendo sus bolsas. Una fauna carnavalesca que de tanto hacer morisquetas terminan desvirtuando su gesto humanitario, el cual, por cierto, terminan poniendo en entredicho. Y sólo por el apetito voraz por figurar.
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