La muerte del escritor Enrique Campos Menéndez, la semana pasada, hizo de recordatorio de uno de los temas silenciados expresamente durante la asombrosa transición a la chilena: la colaboración de escritores e intelectuales con la dictadura militar.
Apenas conocida su muerte, arreciaron las declaraciones de pesar, las notas blandamente evocativas, los artículos o cartas a los diarios, con frecuencia de quienes fueron sus propios colegas. La reacción que prevaleció fue la habitual en estos años de ceniza: el blanqueo. Esa suerte de empate moral sustentado en la desmemoria y la manipulación. Se le hizo un homenaje en Punta Arenas, se evocaron pormenores de su vida con tono de nostalgia; alguien recordó incluso el «coraje» que tuvo al «salvar» a algún izquierdista tras el golpe militar (como una y otra vez se ha hecho con el apóstol Jaime Guzmán), sin que por cierto jamás se especificara un solo caso en concreto.
Todos, o casi todos, se apresuraron en perdonar a un hombre que jamás pidió perdón.
Este tipo de postura la sintetizó, tal vez, el texto publicado el viernes por la escritora y periodista Elizabeth Subercaseaux, en su momento una férrea opositora al régimen de Pinochet: «Campos Menéndez se distinguió por su honestidad y consecuencia (Â…). Respetó a los opositores al gobierno que apoyaba. Tuve el honor de conocerlo de cerca, y puedo dar fe de que si hubo alguien bien intencionado, fue él».
¿Honestidad y consecuencia? ¿Respeto a los opositores?
Autor de Chile vence al marxismo (1973), Campos Menéndez se ufanaba de ser el primer civil de la cultura. «Yo era el regalón de los militares. Fui el primero que entró el 12 de septiembre a La Moneda. Fueron a buscarme para escribir los primeros mensajes de la Junta Militar», recordó una y otra vez. Por si alguien hubiese olvidado el tenor de esos mensajes, el Bando NÅŸ 30, del 17 de septiembre de 1973, decía así: «Cualquier acción de resistencia de parte de grupos extremistas será pagado no sólo por los agresores, sino por quienes permanecen detenidos. Por cada inocente que caiga, serán ajusticiados diez elementos marxistas indeseables, de inmediato y con arreglo a las disposiciones del Código de Justicia Militar».
Coautor junto a Jaime Guzmán de la Declaración de Principios de la Junta Militar, más tarde nombrado director de la Biblioteca Nacional y luego embajador en España, Campos Menéndez redactó personalmente listas de libros que debían ser censurados, quemados públicamente o sacados de las bibliotecas. Convertido en el principal asesor cultural del régimen, hizo que el Premio Nacional de Literatura recayera en autores ignotos como Sady Zañartu (autor del himno del Regimiento Buin) y Arturo Aldunate Phillips (un ingeniero autor de Los robots no tienen a Dios en su corazón), en desmedro de escritores como José Donoso, Enrique Lihn o Jorge Teillier. Se opuso también a que le fuera otorgado el premio a María Luisa Bombal. «Reconozco sus méritos, pero ella ya dejó de escribir, está fuera de circulación», declaró. «Se dedicó al trago y eso la agarró fuerte. Da vergüenza verla».
Él sí obtuvo el Premio Nacional de Literatura, en 1986, con los votos del ministro de Educación de la época (un tal Gaete) y de sus amigos de infancia Tomás Mac Hale y Antonio Carkovic.
Dos detalles: Campos Menéndez no renegó de Pinochet cuando cayó en desgracia, como tantos otros como él. Y cuando llegó la democracia, en 1990, no fue premiado con un alto cargo o una destinación diplomática, como Liliana Mahn, Federico Willoughby y tantos otros como él.
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Pablo Azócar. Periodista y escritor