Porque aquí todavía es posible encontrar alguna farmacia que no se colude para aumentar artificialmente los precios, emulando a sus pares del barrio que en el siglo 19 «ostentaban vistosos letreros en los cuales se leía: ‘Médico gratis a cualquiera hora ofrece esta botica'», según nos cuenta…
Por Vólker Gutiérrez*
Caminar a las nueve de la noche por la plaza Yungay de Santiago, por ejemplo un jueves o un lunes del presente otoño, es un ejercicio de sanidad y reencuentro que puede llevar, si se ha vivido la experiencia, a un espacio provinciano de hoy. Paseantes que se refrescan en la previa al recogimiento diario; niños que en sus patinetas apuestan a la última destreza antes de ser llamados a preparar los útiles escolares del día siguiente; el almacenero que vende los panes que le quedan o el tomate que acompañará la cena del vecino; jóvenes que discretamente flirtean o comentan las vicisitudes de la jornada que acaba. Las luces son tenues, igual que los decibeles emitidos por los conversantes de las pocas bancas ocupadas de la plaza. Sólo el motor de un auto, cada tanto, o las risas de los muchachos rompen la bucólica escena. Sí. En la tarde-noche, parece una plaza alejada de la capital.
Durante las horas laborales la situación cambia bastante, pero la también llamada Plaza del Roto Chileno mantiene la fisonomía de otra latitud más serena. Parece que no quiere asumir que está a pocas cuadras del centro de la ciudad más grande y traqueteada del país; y que le corresponde ser el portaestandarte de un barrio no pequeño y con una historia señera, iniciada hace exactamente ciento setenta años.
Consolidada la independencia del imperio español, en la década de 1820, tras el gobierno de O’Higgins vino una serie de apuestas institucionales sobre el tipo de país que sería Chile. Triunfantes los sectores más conservadores, con José Joaquín Prieto se iniciará el llamado período de los decenios. Importante papel jugó en esos momentos Diego Portales, quien también impulsó la participación del país en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. La batalla decisiva de este conflicto, el 20 de enero de 1839, se libró en el poblado peruano de Yungay y las autoridades prepararon un gran recibimiento a quien comandó las tropas nacionales, el general Manuel Bulnes, acompañado de sus oficiales y «rotos». El país hervía de patriotismo.
Por la misma época, la población de Santiago bordeaba poco menos de ochenta mil residentes y seguía creciendo. El viejo triángulo que limitaba a la ciudad (con vértice en el cerro Santa Lucía y que se enmarcaba entre el río Mapocho, la Alameda de las Delicias y la Acequia de Negrete, actual calle Brasil), se hizo estrecho. La capital, absolutamente consolidada en su primacía sobre otras ciudades, requería nuevos espacios habitables. Las miradas se dirigieron hacia el poniente. Y el gobierno de Prieto, en ese contexto, en 1839, decide crear, por primera vez en la historia independiente, un nuevo distrito planificado. Nace así el primer barrio republicano de Santiago.
Los ecos patrióticos de la guerra recién ganada llevaron a la autoridad, de seguro, a que se escogiera el 5 de abril, en recuerdo del triunfo independentista de Maipú, como la fecha en que se oficializa la creación del nuevo barrio. Y la batalla decisiva del mismo conflicto del norte hizo que el nombre fuera indiscutido: Yungay. Los límites estaban dados por la Alameda, el río, la Alameda de San Juan (actual Matucana, nombre que también alude a una batalla de la guerra contra la Confederación) y la ya mencionada Acequia de Negrete (Brasil).
La mayor parte de este terreno pertenecía a la numerosa familia del extinto Diego Portales, la que obtuvo importantes dividendos con la venta del predio. Pingüe negocio también para los primeros compradores, quienes la subdividieron y la delinearon: los ingenieros Jacinto Cueto y Juan de la Cruz Sotomayor (y que en el barrio son recordados con sendos nombres de dos calles paralelas, una de las que, equivocadamente, tiene en su señalética la denominación oficial de Rafael Sotomayor, uno de los políticos encargados de la Guerra del Pacífico).
Si consideramos que por los mismos años el Estado compró una gran predio más al poniente, a fin de destinarlo a la experimentación agrícola (la Quinta Normal de Agricultura), tal como señaló el historiador Armando de Ramón, nos encontramos aquí con un excelente ejemplo de cómo el mecanismo de la renta de la tierra juega un rol importante en la expansión y la especulación urbana. Claro, los precios de los terrenos del barrio Yungay, paso obligado entre el centro de la ciudad y la naciente Quinta Normal, tuvieron un alza sostenida que atrajo a segmentos de la aristocracia, de la intelectualidad y a muchos representantes de la creciente capa media, a la vez que lo despojó pronto de su estigma de arrabal extramuros y que llevó al intendente Vicuña Mackenna, tres décadas después, a incluirlo dentro de los límites de la «ciudad propia y cristiana».
No es menor señalar que en el nuevo barrio vivieron el sabio de origen polaco, y tercer rector de la Universidad de Chile, Ignacio Domeyko (su casa todavía se puede apreciar en el número 572 de la calle Cueto), el educador y político argentino Domingo Faustino Sarmiento o el poeta y político chileno Eusebio Lillo. Tampoco es baladí decir que en su interior se alzaron, por ejemplo, los edificios de la Escuela Normal de Preceptores (y su par femenina, hoy Museo de la Educación Gabriela Mistral); de los teatros Zig-Zag y Novedades (este último aún en pie); de las iglesias de San Saturnino y de Nuestra Señora de Andacollo; de la primera iglesia metodista de la capital; de la sede del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, y de los liceos Amunátegui y Cervantes. Estos apretados ejemplos dan una idea de la impronta cultural e intelectual de Yungay. Pero no es lo único destacable.
Si hemos dicho que Yungay es, en Santiago, el primer barrio de la República, por ser creado tras la independencia, dicha connotación republicana se reafirma con otros hechos. Como acoger permanentemente a la población migrante, nacional o extranjera. Porque en su interior se han mezclado espacios obreros (como los retratados por Nicomedes Guzmán en su clásica «La sangre y la esperanza»), al lado (o «atrasito») de aristocráticas construcciones (como las del sector de «Concha y Toro»). Porque aquí, antaño, tuvo cabida la tertulia literaria de Rubén Darío y, hogaño, la creatividad de Mauricio Redolés. Porque cada 20 de enero, en la plaza principal, se expresa la pomposidad oficial que recuerda el triunfo en la batalla y, al mismo tiempo, el pueblo hace llover la challa con que se autofesteja. Porque aquí todavía es posible encontrar alguna farmacia que no se colude para aumentar artificialmente los precios, emulando a sus pares del barrio que en el siglo 19 «ostentaban vistosos letreros en los cuales se leía: ‘Médico gratis a cualquiera hora ofrece esta botica'», según nos cuenta el cronista Fidel Araneda.
Este carácter republicano del barrio Yungay, refrendado por su patrimonial historia, es en parte lo que motivó al Consejo de Monumentos a declarar recientemente «Zona Típica» a un espacio de casi 120 hectáreas de su interior. Este carácter republicano es el que, al caer la noche, se puede respirar apaciblemente bajo la figura del campesino-soldado que, obra de Virginio Arias, preside la Plaza del Roto Chileno. Este carácter republicano es el que saludamos en los 170 años del Barrio Yungay.
*Por Vólker Gutiérrez es periodista, Presidente Cultura Mapocho