El delito de monopolio: reparar un error
Nuestras autoridades han cometido un grave error al despenalizar el delito de monopolio. El reciente caso de la colusión de las empresas farmacéuticas lo demuestra, pues la sociedad se encuentra desprovista de armas legales apropiadas para reprimir estos graves atentados, debiendo limitarse…
Por Sergio Monsalve*
Como es sabido, en Estados Unidos, desde 1890 existe el delito de monopolio, que sanciona con penas consideradas como crimen, es decir, como delito de máxima gravedad, ya sea con multas que alcanzan a un millón de dólares si se trata de una persona natural y hasta cien millones de dólares si se trata de una persona jurídica, o pena de prisión hasta de diez años o ambas clases de penas, según lo estime el tribunal de acuerdo al merito de las pruebas.
En Chile, hasta el año 1959, no existió en nuestro ordenamiento jurídico el delito de monopolio, el que fue introducido ese año mediante la ley 13.305.
El DL 211 del año 1973, derogó dicha ley, pero perfeccionó la definición del delito de monopolio y mantuvo sólo la pena privativa de libertad, establecida en presidio menor en cualquiera de sus grados, esto es, de 61 días a cinco años.
Se definió el delito de monopolio como cualquier hecho, acto o convención que tienda a impedir la libre competencia dentro del país en las actividades económicas, tanto en las de carácter interno como en las relativas al comercio exterior.
Se estableció una compleja institucionalidad para el cumplimiento de la ley, con cuatro organismos que operaban a lo largo del país: comisiones preventivas y fiscalías en cada capital de provincia y tres órganos centrales: la comisión preventiva nacional, la comisión resolutiva y la fiscalía nacional económica.
Estas dos leyes y sus órganos resultaron ser un completo fracaso, por cuanto durante toda su existencia no lograron ni una sola condena criminal que aplicara el delito de monopolio.
Por supuesto nadie en su sano juicio cree que en nuestro país, desde 1959, hasta el año 2003, no se cometieron esta clase de delitos.
Este impactante hecho sólo permite medir la absoluta falta de voluntad del Estado para perseguir esta clase de graves ilícitos penales.
En el año 2003 se presentó un proyecto para perfeccionar la institucionalidad de la libre competencia, mediante la instalación de un tribunal independiente y especializado en la materia.
Sin embargo, e increíblemente, para perfeccionar la defensa de la libre competencia, amenazada por el delito de monopolio, se propuso por el ejecutivo, y se aprobó por el parlamento, despenalizar este ilícito.
Como fundamento para esta decisión, se entregaron dos clases de argumentos. Por un lado, una cuestión de hecho: la completa ineficacia y falta de aplicación del delito y por el otro, que este delito tenía la forma de una ley penal en blanco, que la hacía inadecuada.
La primera razón constituía una falacia completa, toda vez que se conocía por todos los concurrentes al debate que la ineficacia de la institucionalidad se debía a la ausencia total de apoyo material y financiero a los órganos creados, lo que hacía de ellos una simple institucionalidad de cartón.
Algo equivalente a dotar a la policía con armas de juguete.
El segundo argumento, lamentablemente, es un grueso error jurídico. Como es sabido, la estructura de las normas penales se componen de dos partes: la definición del supuesto de hecho punible y la determinación de la sanción.
Las leyes penales en blanco son aquellas en que segmentos de esta estructura, generalmente parte del supuesto de hecho, no se contiene en la propia ley penal.
No obstante, las leyes en blanco existen y son plenamente aceptadas en todos los ordenamientos legales civilizados, mientras contengan el núcleo de la conducta definidos por la ley y no en la norma inferior de complemento. Sin ir más lejos, nuestra ley sobre tráfico ilegal de estupefacientes es una ley penal en blanco.
De esta manera, el derecho penal chileno es un aparato destinado a reprimir legítimamente, por supuesto, delitos cometidos por los ciudadanos comunes, pero es completamente inútil para la represión de los graves delitos que comenten los sujetos poderosos, como sucedía en la sociedad estamental antes de la Independencia en la que se excluía de sanciones penales a los Patricios o Hidalgos.
Todos los autores están contestes en que el derecho penal debe aplicarse cuando ciertas acciones conllevan una especial gravedad por cuanto afectan bienes jurídicos de particular valor e importancia para la vida colectiva y que, por lo mismo justifican el uso de sanciones máximas que afectan la libertad y otros derechos del infractor. Esto explica que el homicidio, la violación, el robo, sean castigados con sanciones penales.
Pues bien, esta es también la razón por la cual se debe penalizar la acción monopólico, pues estas conductas contienen un ataque extremadamente grave no sólo a una persona ni a un solo bien jurídico, sino que ponen en riesgo el funcionamiento normal de los mercados, crean peligro al bienestar colectivo de las personas e incluso pueden amenazar la vida de cientos o miles de personas.
Es por esto, que la doctrina penal denomina a esta clase de ilícitos como delitos de peligro abstracto, porque su sola posibilidad crea un riesgo intolerable para el funcionamiento de instituciones claves de la sociedad y también para grandes números de personas.
Nuestras autoridades han cometido un grave error al despenalizar el delito de monopolio. El reciente caso de la colusión de las empresas farmacéuticas lo demuestra, pues la sociedad se encuentra desprovista de armas legales apropiadas para reprimir estos graves atentados, debiendo limitarse a la aplicación de multas que apenas afectan a estos delincuentes poderosos.
Varias son las causas concurrentes que pueden explicar la situación. Entre ellas, sin lugar a dudas, se encuentra el lobby que hacen los poderosos, para no ser perseguidos penalmente.
Otra de las causas de este error es posible encontrarlo en el grave retraso de nuestra doctrina penal que no logra asimilar los nuevos criterios de imputación penal requeridos para enfrentar las amenazas creadas por las organizaciones, y se mantiene apegada a criterios del siglo XIX, que han sido sobrepasados por las nuevas realidades criminales.
Sin embargo, cualquiera sea la explicación, lo que queda claro es que conductas de tan alto riesgo para la vida y salud de las personas, tanto como para el normal funcionamiento de instituciones claves, como, por ejemplo, lo es el mercado, deben ser castigadas penalmente. Reparemos el grave error cometido por los legisladores el año 2003.
*Sergio Monsalve es abogado. Magíster en Derecho, mención Derecho Penal y Criminología. U. de Chile.
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