Esté consciente de ello o no, Warnken intenta hacer con Víctor Jara lo que antes otros le hicieron a Allende. Primero acorralaron al presidente hasta dejarlo sin aire y sin salida, y después, cuando pasó el tiempo y vieron que no podían matar su imagen, le colgaron el epíteto de «consecuente»…
Por Roberto Castillo*
Cristián Warnken confiesa en una columna de El Mercurio que él mató a Víctor Jara. A confesión de parte, relevo de pruebas, y a la capacha, debería ser, aunque sospecho que no se trata de una confesión en serio. Como todo vate columnista, Warnken tiene licencia poética. El problema es que no le basta con cargar solito con la culpa de su crimen. Sólo por echarle una mirada a su columna tan truculentamente titulada (un «yo acuso» al verres), a uno le llega la admonición: «Lo maté yo y lo mataste tú, lector», dice. Cuando Warnken tutea, suena a tuteada bíblica o por lo menos mística, así que de primera, uno casi agradece la confianza. Pero después de la primera impresión, a mí me dan ganas de responderle «¿me tutea usted?» Y a lo mejor porque no soy lo que él llamaría una blanca paloma, a la tuteada respondo con una puteada y acto seguido paso a defenderme.
Sin hueveo. Porque la verdad es que hay pocas cosas que van quedando en pie como dignas de recuerdo en la historia pueril que hemos ido armando desde los años 70. Lo pueril no es la historia misma, sino la narrativa que se ha asentado a partir de olvidos y silencios por conveniencia. Entremedio de esos silencios de repente han aparecido sainetes en los que sale a escena algún presidente o algún general con la papada temblando, o se arman comisiones de verdad, campañas de pensamiento positivo, y una buena cantidad de «sucesivas y contrarias lealtades», para decirlo con una frase de Borges. Esta seudomemoria, rebosante de lugares comunes y arrepentimientos vacíos es lo que Warnken ejemplifica en su mea culpa. (Una mea culpa que es culpa nostra, según él, pero a eso vuelvo más tarde).
La figura de Víctor Jara y su obra incandescente se habían salvado hasta ahora de la corrosión amnésica o de los manejos de imagen que han caracterizado a la eterna transición chilena. El cariño del público y la constancia leal de generaciones de artistas han mantenido el brillo de sus canciones y preservado el recuerdo de la manera en que fue asesinado. El informe de la Comisión Rettig, en su caso, sólo vino a confirmar los detalles horrendos de una historia conocida: la gente no sabía que habían sido cuarenta y cuatro los balazos, pero sí sabía de sus manos quebradas a pisotones y culatazos.
Esté consciente de ello o no, Warnken intenta hacer con Víctor Jara lo que antes otros le hicieron a Allende. Primero acorralaron al presidente hasta dejarlo sin aire y sin salida, y después, cuando pasó el tiempo y vieron que no podían matar su imagen, le colgaron el epíteto de «consecuente» para poder seguir acomodando la historia, quitándole de paso el acento al contenido de su visión política, a lo más potente de su sueño igualitario y socialista. Como fue «consecuente», según este modo Reader’s Digest de ver la historia, Allende tenía que morir en La Moneda en llamas. Siguiendo esta lógica retorcida y manipuladora, el presidente derrocado disparó primero -metafóricamente, claro-al ser tan excesivamente consecuente. Poco menos que atacó con su consecuencia a los Hawker-Hunters que iban pasando por encima de La Moneda y los obligó a soltar sus rockets. Lo que se subentiende de toda calificación de consecuencia, es que la gente que la asigna póstumamente posee un conocimiento íntimo de esta cualidad. Entre consecuentes nos vemos la suerte, parecen decir, y no se sonrojan. De manera análoga, Warnken destaca la calidad de la poesía de Víctor, como si fuera una revelación o un reconocimiento antes escamoteado, pero distingue su belleza del aspecto que considera «panfletario», maravillándose ingenuamente de que lo político y lo estético pudieran coexistir en las canciones del «trovador», o periférico «ruiseñor urbano», como lo llama, mostrando que no capta del todo la diferencia entre, digamos, Víctor Jara y Benjamín Mackenna.
Como para justificar lo tardío de este reconocimiento, Warnken aplica con soltura y sentimentalismo el rasero con que la derecha (y muchos que nunca aceptarían ser llamados derechistas) ha interpretado la historia chilena de las últimas décadas: si no mataban unos, mataban los otros; todos consecuentes de lado y lado, al parecer. En su caricaturesco resumen de la historia del golpe, el poeta de «La Belleza de Pensar» cita el Libro Blanco del Cambio de Gobierno en Chile con la devoción que reserva para Nietzsche o para Miguel Serrano. Siendo justo, hay que reconocer que también intenta echar mano a la poesía de Oscar Wilde, sacando fuera de contexto un par de versos de ésos que aparecen en «Citas Citables». Nadie diría, al leer la columna de Warnken, que la extensa «Balada de la cárcel de Reading» de Wilde es una meditación crítica sobre la pena de muerte y no una guía para interpretar los dilemas morales de la historia de Chile. Me imagino la sonrisa burlona del escritor irlandés -preso por homosexual en la cárcel de Reading-al saberse mencionado como autoridad por un columnista-poeta germanófilo que habla, sin una pizca de salvadora ironía, sobre «el atávico impulso asesino que espera agazapado al fondo del alma humana».
Repito, para no seguir, que yo no maté a Víctor Jara. No maté a nadie, tampoco, a menos que se cuente a los que haya matado de aburrimiento. El mea culpa de Warnken se aplica a los que él denomina «los de nuestro propio bando», y tal vez por eso su nostra culpa suena tan vacuo, tan descarado, y tan tardío como las condolencias que ofrece la Cosa Nostra en las nietzcheanas novelas sentimentales de Mario Puzo, ésas donde la muerte nunca importa mucho, en el fondo, si bien sirve de excusa para escribir.
*Roberto Castillo es profesor de Literatura en Haverford.