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Una era de compensaciones

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Eduardo Saavedra Díaz
Por : Eduardo Saavedra Díaz Abogado y profesor universitario. Mg. en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, U. de Talca.
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[cita]Esta valiosa faceta de nuestro tiempo es la que “Gran Torino” enfoca con incomparable belleza, especialmente en su inesperado y emotivo final.[/cita]


Pese a no haber ganado siquiera una nominación al Oscar, “Gran Torino” de Clint Eastwood fue para mí la mejor película estrenada en 2009. A diferencia de su magistral “Río místico”, Eastwood además protagoniza esta producción, interpretando su avezado papel de hombre rudo y políticamente incorrecto, como el cowboy de su memorable western “Los imperdonables”.

Pero aquí la acción transcurre en pleno siglo XXI, donde un veterano de la Guerra de Corea, viudo, racista y de temperamento ultra conservador, vive rodeado de inmigrantes asiáticos, a los que por cierto detesta y a los que no cesa de manifestarles su desdén cada vez que los ve mientras arregla el antejardín de su casa, ubicada en un antiguo e inseguro barrio de clase media, que alguna vez gozó de mayor tranquilidad cuando era habitado exclusivamente por hombres blancos.

[cita]Esta valiosa faceta de nuestro tiempo es la que “Gran Torino” enfoca con incomparable belleza, especialmente en su inesperado y emotivo final.[/cita]

La violencia callejera incita al veterano a usar nuevamente su rifle de combate para expulsar de su antejardín a una pandilla armada de asiáticos que agredía a un joven vecino de esa misma etnia, que anteriormente había corrido la misma suerte de sus pares tras haber intentado robarle su lujoso automóvil, un “Gran Torino” de 1972, bajo presión de los mismos antisociales. Esta circunstancia motivó al resto de los vecinos a regalarle flores en señal de gratitud al displicente hombre, quien las rechaza arrojándolas al tarro de la basura.

Hasta que un día la hermana del accidental amparado, una encantadora joven a la que este jubilado combatiente también había salvado, esta vez de una pandilla de negros, lo invita a un almuerzo familiar, donde él por primera vez disfruta el olor y el sabor de la comida asiática que los comensales le ofrecían, para después recibir a regañadientes las atenciones de sus odiados vecinos. Situación que le permite asumir su arrepentimiento por sus actos cometidos durante la guerra por la que su país lo había condecorado, pero que no se atrevía a confidenciárselos a nadie, menos al joven cura confesor de su difunta esposa, quien por encargo de ésta infructuosamente intentaba redimirlo de su cargo de conciencia.

A instancia de sus vecinos, el veterano comienza a brindarle ayuda al joven asiático, enseñándole a trabajar en labores de albañil y a relacionarse con los demás hombres blancos, sin percatarse que él también penetraba en un mundo que tanto repugnaba, y que ahora consideraba tan humano como el suyo e incluso más cercano que su alejada familia. La inmensa frontera que tanto lo distanciaba de sus vecinos comenzaba a desdibujarse, sobreviniéndole un inmenso deseo de compensar con actos de fraternidad aquellos males que había cometido y que tanto se reprochaba.

Podrá argüirse que el argumento de esta película resulta demasiado cándido para una peligrosa época de fanatismos de la identidad, guerras por el control de los recursos naturales, extrema pobreza en la mitad del planeta, inestabilidad de los mercados mundiales, destrucción indiscriminada del medio ambiente, influencia del comercio de la droga en la vida de los países más pobres, difusión de una denigrante pornografía infantil asociada a la trata de blancas, entre otros males que suelen atribuirse a la astucia de los más poderosos o al egoísmo de la naturaleza humana.

Sin embargo, también asistimos a una era de compensaciones, donde las actuales generaciones nos invitan a compensar con actos de solidaridad el irreparable daño que nuestros antecesores hicieron en nombre de justificaciones tan absurdas como la ideología política, el origen racial, la pertenencia nacional o el credo religioso. Esta valiosa faceta de nuestro tiempo es la que “Gran Torino” enfoca con incomparable belleza, especialmente en su inesperado y emotivo final.

Contra ese discurso “políticamente correcto” de la “unidad nacional” como requisito suficiente para compensar las experiencias traumáticas de un pasado que todavía nos divide trágicamente, esta película nos dice que ninguna compensación es posible si no desarrollamos primero la empatía: nuestra capacidad de penetrar en ese otro que identificamos como enemigo, de intentar comprender por qué lo detestamos y de esforzarnos por tolerarlo e incluso de reconocerlo como un legítimo otro. Más aún cuando la práctica de su modo de vida o forma de pensamiento que tanto repudiamos, no se traduce en conductas dañinas.

La empatía nos abre la posibilidad de sonreírnos frente al prejuicio, y así convivir más libremente con nuestras diferencias tratándonos como iguales, desterrando esa discriminación negativa que fomenta el trato desigual subyacente en la arbitrariedad jurídica y los crímenes de lesa humanidad. Como dijo el célebre escritor mexicano Octavio Paz, “aprender a ser libre es aprender a sonreír.” Porque sólo la sonrisa de un espíritu libre de anteojeras es capaz de compensar en forma solidaria las graves injusticias que ocasiona la búsqueda de una sola gran meta colectiva, cuyo rostro amable precisamente se denomina “unidad nacional”.

En este sentido, sería fantástico para Chile que el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, del que tanto se ha comentado en estos últimos días, fuese una gran oportunidad para que comprendamos aquella experiencia traumática que todavía divide trágicamente a muchos chilenos, introduciendo el recuerdo del horror en nuestra conciencia, y así podamos desarrollar esa empatía que nos permita resolver cómo compensar fraternalmente a quienes todavía les resulta imposible el aprendizaje de una sonrisa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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