Se puede excusar el lenguaje frívolo o la burocrática respuesta de La Moneda a la ayuda internacional que acudió generosa y se encontró con una puerta en las narices, pero no se puede excusar el retraso a la hora de garantizar la seguridad en las VII y VIII regiones.
La presidenta Michelle Bachelet ha respondido (el miércoles) a casi todas las críticas provocadas por el terremoto, excepto a una, quizás la más importante: ¿Por qué le tembló la mano a la hora de dictar el estado de excepción constitucional y de desplegar al Ejército en las ciudades más afectadas?
Esta incógnita no encierra una simple crítica política o periodística. Para mí, desde la distancia, es crucial y puede definir el futuro de Chile, porque demuestra cuál es el estado de su curva de aprendizaje. Tengo la sensación de que esta enorme catástrofe ha dejado al país en una delicada tesitura: puede suponer el inicio de una reconstrucción eficaz que lleve a Chile a un futuro próspero o abrir la senda de una pronunciada decadencia.
El terremoto del 27 de febrero y los maremotos posteriores destruyeron, según los cálculos mas optimistas, el 10% del Producto Interior Bruto de Chile (unos 17 mil millones de dólares). La organización de evaluación de daños Eqecat estimó que el coste material de la tragedia oscilará entre 15 mil y 30 mil millones de dólares. El presidente electo, Sebastián Piñera, ha manejado una cifra similar.
[cita]Desgraciadamente, las multinacionales ya han tomado nota de esta secuencia catastrófica que ha vivido Chile. Así es de frío el dinero.[/cita]
Pero el peor legado de esta catástrofe es que ha puesto en evidencia cuál es el verdadero riesgo-país de Chile. Este no reside en su sistema político o en su economía, sino en el castigo de una Naturaleza ingobernable que probablemente se vuelva a manifestar con esta misma crudeza dentro de 20 o 25 años. La única manera de neutralizar este factor o al menos aminorar sus efectos es demostrando que hemos aprendido algo de tragedias anteriores. Pero eso no ha ocurrido.
Cuando Amaro Gómez-Pablo comenzó a retransmitir el saqueo del supermercado Líder de Concepción recordé que debido al terremoto de marzo de 1985 comprobé que la legislación chilena del estado de catástrofe permitía el fusilamiento in situ de aquellos que fueran sorprendidos saqueando o en actos de pillaje. Me pareció una medida extremadamente severa y la atribuí a la arbitrariedad en que vivíamos en aquellos años. Sin embargo, pronto un jurista me hizo ver que esa ley databa del terremoto de 1939 y quizás de antes.
No pretendo promover el fusilamiento de nadie, pero esta norma jurídica era fruto de un aprendizaje práctico de la sociedad chilena. Quizás hoy la medida, por su exagerada dureza, nos parezca extemporánea, pero eso mismo debería hacernos ver que allí estaba la constatación de que nuestros abuelos ya sabían que hay una relación bastante frecuente entre catástrofe y pillaje. Por alguna razón esto, que fue aprendido dolorosamente en 1939, en 1960 y en 1985, fue ignorado esta vez por el Gobierno. No quisiera pensar que el Ejecutivo no quiso declarar el estado de excepción y desplegar al Ejército por temor a que se produjera un reflejo de hace más de 20 años. ¡Eso sí que sería vivir instalado en la ideología y en el pasado!
La Presidenta, que es médico, no supo diagnosticar la crisis con exactitud precisamente en un asunto que era de su exclusiva competencia. Salió el sábado ofreciendo aspirinas cuando tenía entre manos una grave fractura. No sólo una fractura tectónica, sino una fractura expuesta donde se veía el hueso de las desigualdades sociales y de las ligerezas con que Chile se ha ido haciendo trampas en los últimos años. La quebradura ha dejado a la vista la frivolidad de algunos ministros que jugaban minutos de descuento y la desvergüenza de quienes pusieron arena donde había que poner acero y después dicen que los edificios torcidos son como la Torre de Pisa.
Pero la gestión de la crisis estaba en manos del Gobierno. Se puede excusar el lenguaje frívolo o la burocrática respuesta de La Moneda a la ayuda internacional que acudió generosa y se encontró con una puerta en las narices, pero no se puede excusar el retraso a la hora de garantizar la seguridad en las VII y VIII regiones. Sobre todo cuando se acababa de comprobar en Haití que sin seguridad no hay ayuda humanitaria posible.
Como tampoco se puede excusar el diálogo obtuso entre la Marina y Onemi, utilizando medios de comunicación impropios, que condujo a la desactivación de la alerta de maremoto. No es serio que la Presidenta se limite a valorar la testosterona desplegada por el jefe marino para admitir un fallo. Estos errores se pagan con dimisiones. El Estado tiene la obligación de garantizar que estas instituciones funcionaran con los más altos estándares.
Desgraciadamente, las multinacionales ya han tomado nota de esta secuencia catastrófica que ha vivido Chile. Así es de frío el dinero. Es verdad que pese a los huracanes, Miami es una ciudad atractiva para el capital global. Pero también es verdad que temporada tras temporada mejoran las medidas de alerta temprana, la organización cívica y hasta los seguros, que viven de la desgracia ajena, se han refinado hasta extremos de gran complejidad. Hay un aprendizaje comprobado.
Entiendo que muchos chilenos estén hartos de la crítica. El estrés social y el sufrimiento ha sido extremo, pero ésta es la única forma de aprender de las tragedias y de que todas esas injustas muertes no hayan sido inútiles. Callar ahora sería irresponsable.