La subsistencia de la coalición en realidad pasa por contar con líderes convencidos que existe otra forma de hacer las cosas. Ello implicaría una no menor redistribución de poder. Y aquí nos encontramos con el principal obstáculo: las resistencias instaladas en sus dirigencias, prácticas e instituciones para dejar de realizar las cosas que solían hacer. A eso denominaremos el síndrome del burro.
La Concertación padece de un curioso síndrome: sólo hace lo que desde sus orígenes ha acostumbrado hacer. La coalición prefiere las rutas conocidas a los caminos inciertos y desconocidos. Sus dirigentes van y culpan a otros por los errores cometidos; con tal de aferrarse a sus espacios de poder, arremeten contra otros buscando justificar la derrota.
El rito del duelo ha demostrado este tortuoso camino. Algunos dirigentes de partidos responsabilizan a la Presidenta por su supuesta incapacidad de conducir el proyecto concertacionista. Otros culpan a los partidos por encerrarse en disputas de poder y no haber escuchado el clamor ciudadano. No faltan los que acusan a los díscolos por su poca lealtad con la coalición. Están los que justifican la derrota en una mal planificada estrategia de campaña y no pocos piensan que la principal causa se asocia al candidato. Seguramente la respuesta esté en un poco de todo lo anterior.
[cita]Ni las personas ni las instituciones están dispuestas a redistribuir poder voluntariamente. Por eso los partidos e instituciones mueren y por eso las coaliciones se acaban.[/cita]
Pero como los dirigentes de la coalición están convencidos que la culpa fue de otros, entonces no existe ni la necesidad ni la convicción de hacer las cosas de otra forma. Como burros, siguen caminando por los senderos que conocen. Y aquellos caminos aluden a las viejas prácticas del clientelaje y la negociación sobre cupos de poder. Incluso si emergen caras nuevas, ellas también se asocian a los liderazgos de siempre. Como es ya tradición en el conglomerado, el control de los partidos se asocia a figuras más que ideas, operadores más que líderes. La antigua manera de hacer las cosas domina las actitudes y comportamientos de sus dirigentes.
Y viene el affair Tohá-Rossi. La conclusión vuelve a lo mismo: dirigentes históricos culpando a los jóvenes por no entender lo que son los principios de la lealtad y la cooperación. Ricardo Solari hace pocos días insistió en que a estas nuevas generaciones “les falta mucha deliberación y mucha vocación de cooperación. En mis tiempos, las lealtades eran cuestión de supervivencia”. La pregunta que se sigue es de dónde proviene esta supuesta racionalidad “desleal”. Caben dos conclusiones: o los nuevos dirigentes aprendieron tales comportamientos de sus propios líderes, o bien, aquellas actitudes son parte de un problema mayor de nuestra sociedad, un problema histórico que nos acompaña desde siempre.
Romper con cánones aprendidos resulta extremadamente difícil y costoso. Las instituciones y personas nos aferrarnos a lo que conocemos y si lo que hemos visto en el pasado es la polarización, la traición, la deslealtad, la fragmentación, ¿Por qué entonces hemos de esperar hoy otra cosa? ¿No fue deslealtad lo que sucedió con Allende? ¿No fue deslealtad lo que sucedió en la Democracia Cristiana cuando se ungió a Aylwin? Podríamos seguir.
Sin embargo, muy de vez en cuando emergen líderes que son capaces de romper con este peso de la historia. Líderes que desafían las estructuras de poder para transformar el modo de hacer las cosas. Volvamos la película atrás sólo por unos meses e imaginemos una historia distinta: el 17 de enero, después de la derrota de Frei, los presidentes de los cuatro partidos renuncian a sus cargos y convocan a reuniones urgentes de sus mesas directivas. Una semana después, las directivas firman un compromiso de cinco puntos con sus bases que estipula: 1) elecciones en todos los niveles y de todas sus autoridades, 2) nuevos mecanismos de inscripción de militantes y padrones, 3) convocatoria a un Congreso programático en un plazo de tres meses, 4) eliminar las limitaciones para acceder a cargos a nivel nacional, y 5) establecer paridad de género para las mesas directivas nacionales en todos los partidos. La coalición, además, en un hecho inédito establece una vocería coordinada, una sede, y una articulación con organizaciones sociales.
Despertemos del sueño. Nada de ello ocurrió. Y nada de eso ocurrió porque ni las personas ni las instituciones están dispuestas a redistribuir poder voluntariamente. Por eso los partidos e instituciones mueren y por eso las coaliciones se acaban.
El problema de la Concertación no es uno de brújula, pues el camino está más o menos acotado. La subsistencia de la coalición en realidad pasa por contar con líderes convencidos que existe otra forma de hacer las cosas. Ello implicaría una no menor redistribución de poder. Y aquí nos encontramos con el principal obstáculo: las resistencias instaladas en sus dirigencias, prácticas e instituciones para dejar de realizar las cosas que solían hacer. A eso denominaremos el síndrome del burro. Síndrome que no tiene cura médica, pero sí política.