A pesar de ciertos eventos de violencia que pueden ser catalogados como significativos, no se puede distorsionar la realidad de las escuelas y particularmente la de sectores populares, como espacios peligrosos.
“Existe un alto nivel de alumnos que llevan armas a sus colegios” planteaba la alcaldesa de Huechuraba y apuntaba a un reportaje de televisión sobre una iniciativa que busca enfrentar la violencia en los colegios de la comuna, mediante la original idea de instalar detectores de metales para prevenir el ingreso de armas en los establecimientos y así también la violencia.
Lo primero que habría que señalar, es que debería hacerse una lectura más precisa de la encuesta que se aplicó a estudiantes de entre 5º básico y 4º medio del Centro Educacional de Huechuraba, porque se presta para malas interpretaciones por la falta de rigurosidad en la interpretación de las cifras. Lo primero, y considerando que el universo de la muestra fue de 362 alumnos, es que un 6% de los entrevistados reconoce haber llevado un arma al liceo. O sea, en números concretos, 21 niños.
[cita]A pesar de ciertos eventos de violencia que pueden ser catalogados como significativos, no se puede distorsionar la realidad de las escuelas y particularmente la de sectores populares, como espacios peligrosos.[/cita]
Por otra parte, un 4% reconoce haber usado un arma para pelear con un compañero. O sea, 14 niños. Entonces, no estamos frente a datos que permitan construir un discurso/espectáculo sobre la violencia con mayúscula en los establecimientos educacionales de la comuna. Tampoco se puede realizar un ejercicio donde se homologue el “visionado del porte de armas” que alcanza en la muestra a un 31% (“haber visto a un compañero armado dentro del colegio”), con “porte de armas”, cuestión que es algo totalmente distinto, y que sólo aumenta la alarma pública.
Supondremos que no ha sido mala intención y que todo es producto de una confusión a la hora de leer e interpretar cifras de porcentajes. Los números suelen jugar malas pasadas.
Habría que señalar también que no es que los porcentajes no sean significativos. De hecho lo son, en la medida que afectan a niños y jóvenes de carne y hueso, por lo tanto, no es un mero dato estadístico, sino que reflejan situaciones muchos más complejas, que deben ser leídas como indicadores o manifestaciones o síntomas de problemas muchos más profundos en la comuna en particular y nuestro país en general. Por lo tanto, se comete un error al considerar la violencia en los colegios como una causa. De hecho, entrevistado por CNN, el director del establecimiento en cuestión, señaló que las riñas entre los menores eran originadas por rencillas anteriores de sus familias, las cuales se reproducían en el espacio escolar.
La violencia ha comenzado a aparecer como un “hecho casi cotidiano” en la sociedad chilena, cuestión que se puede observar en las violencias ejercidas sobre los niños y jóvenes, que según datos de UNICEF alcanzan porcentajes sobre el 75%. Por otra parte, hablar de la violencia no es sencillo y definirla tampoco. La violencia en la sociedad siempre ha existido, por lo que es difícil afirmar si hoy en día existe más violencia o no. Al parecer sí se puede señalar que la violencia hoy asume diversas caras, o sea, han cambiado sus manifestaciones y de hecho hoy debemos pluralizar el concepto a violencias, ya que sus expresiones son múltiples.
Por otra parte, los jóvenes viven en un sistema que es muy restringido culturalmente, legal, social y político, donde precisamente la imagen que se tiene de ellos es que no son suficientemente capaces de administrar su vida. Por lo tanto, gozan de pocas libertades y recursos, que lleva a la construcción de un cierto malestar entre los jóvenes que puede desencadenar en hechos violentos y que paradojalmente van a ser utilizados para tratarlos con menos respeto y más castigo (ver los intentos de penalizar el graffiti o la aplicación de ley de responsabilidad juvenil). Tampoco se puede olvidar que en casi todos los países, son los adolescentes y los adultos-jóvenes las principales víctimas y perpetradores de dicha violencia, lo cual no es posible de enfrentar aislado de otros comportamientos problemáticos, como por ejemplo la deserción escolar, el abuso de sustancias psicotrópicas, la violencia intrafamiliar, el maltrato infantil, etc.
Los pocos estudios en nuestro país respecto de la violencia escolar, señalan que el ser violentos o expresarse violentamente proporciona a los jóvenes formas de relacionarse que conforman un fuerte lazo social; de formas de ser; de construcción de una cultura emergente que se construyen positivamente en la vida social de los sujetos, entre otras cosas. En el fondo, la violencia puede ser vista como una forma de interacción social mediante la cual se va construyendo realidad con los modelos culturales de los cuales se dispone, por lo tanto, está dotada plenamente de sentido y no de sinsentido como se pretende mostrarnos.
La experiencia en países como Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña o los países nórdicos, nos muestran que la instalación de detectores de metales no soluciona el tema de la violencia, al contrario se incurre en nuevas formas de estigmatización. Este tipo de aparatos se instala siempre en escuelas donde estudian niños y jóvenes pobres, haciendo insuficientes este tipo de intervenciones.
Las intervenciones en el “primer mundo” privilegian los enfoques integrales, más que la prevención física, situacional o basada en la exclusión escolar; privilegian los enfoques más preactivos que los enfoques reactivos y punitivos; privilegian las visiones de una escuela como un sistema, sin dejar de lado al individuo, pero enfatizando las relaciones escuela y comunidad, escuela y familia, escuela y necesidades de los docentes, entre otros. Esto supone también, los aportes de otros profesionales de las ciencias sociales (psicólogos, trabajadores sociales, sociólogos, etc.) para construir una mirada más interdisciplinaria a la hora de intervenir en realidades tan complejas como la violencia.
Hasta acá, está claro que estas realidades requieren ser abordadas de manera multidimensional y, por sobre todo, como un asunto de relevancia pública, donde deben estar todos los actores sociales (Estado, autoridades locales, policías, sociedad civil, los niños y jóvenes, etc.) involucrados y comprometidos de manera activa en la búsqueda de soluciones eficaces e integrales para superar este problema, que más que un problema de violencia debería verse como una situación de (in)seguridad, lo cual evidentemente cambia la forma de enfrentar esta situación.
Por último, habría que señalar que las escuelas siguen siendo un lugar seguro, por lo tanto, a pesar de ciertos eventos de violencia que pueden ser catalogados como significativos, no se puede distorsionar la realidad de las escuelas y particularmente la de sectores populares, como espacios peligrosos. Esta situación llevaría a un discurso negativo y estigmatizador sobre estos espacios y los niños y jóvenes que los habitan, que hacen que se demonicen ciertas prácticas juveniles y espacios, donde el uso de la violencia es un recurso más o menos recurrente a nivel societal, pero no exclusivo de estos segmentos de edad ni de estos espacios.
La demonización y el estigma sobre la violencia puede transformarse en la antesala del destierro para un grupo significativo de jóvenes, dado que este concepto es un atributo profundamente desacreditador, que hace a sus portadores ser y sentirse extraños a los ojos de quienes se sienten normales; es alguien que no es “apetecible socialmente”, lo que puede reducir a una persona –en este caso los niños y los jóvenes- en un ser menospreciado, profundamente desacreditado, cuestión que nuestra sociedad debe evitar a toda costa. Así, no hay niños ni jóvenes “malos”, como tampoco hay escuelas que sean “malas”. Son lo que hemos construido como sociedad, nada más ni nada menos.