En marzo de 1996, la revista Rolling Stone envió al periodista David Lipsky a acompañar a David Foster Wallace en la última parte de su gira de promoción de la meganovela La broma infinita. Gracias a esa novela, Foster Wallace se había convertido en el escritor norteamericano más importante de su generación, y su fama trascendió los círculos literarios. Con su look atlético y la bandana de pirata, el editor de Rolling Stone sintió al escritor como «uno de los nuestros» y decidió asignar el perfil/entrevista a Lipsky. Así fue cómo Lipsky pasó cinco días con Foster Wallace, durmió en su casa, conoció a sus perros Drone y Jeeves, comió con él en restaurantes de carretera y tuvo conversaciones profundas sobre el sentido de la vida en terminales de aeropuertos. Al final, la entrevista no se publicó, pero por suerte Lipsky grabó todo. Although Of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace es la transcripción de esos cinco días: repeticiones y todo, trescientas páginas magníficas que son lo más cercano que tenemos a una autobiografía de este escritor.
Lipsky es casi de la misma edad que Foster Wallace, pero está genuinamente impresionado por él y lo admira: «escribía con una mirada y una voz que parecía ser una forma condensada de la vida de todos». Todos los escritores que conoce quisieran estar en su lugar (notas en Time, reseñas en Esquire, etc). Las primera horas en su casa en Bloomington, Indiana, descubre algunos datos curiosos: Foster Wallace está suscrito a la revista Cosmopolitan (leer sus artículos, dice, «calma su sistema nervioso»), y tiene en su habitación un póster de Alanis Morrisette (está obsesionado con ella) y una toalla con la imagen del insoportable dinosaurio Barney.
Foster Wallace se muestra cuidadoso al comienzo de la conversación, tiene miedo a ser devorado por la fama y quiere controlar su imagen y la entrevista. Sin embargo, no tarda en establecer una relación de camaradería con Lipsky y se va soltando. En el apogeo de su carrera, se muestra lúcido, divertido, autocrítico, constantemente autorreflexivo: leerlo es escuchar a sus personajes, ver una mente muy consciente de estar consciente, entender que no eran gratuitas las notas al pie de página que marcaban su estilo.
Foster Wallace habla de todo. Le fascinan las películas de acción con muchas explosiones, no soporta a Updike, piensa que Stephen King debería ser más valorado, entiende de política («Reagan permitió la fantasía de que los últimos cuarenta años no habían ocurrido») y de cine (David Lynch es lo máximo, ha llorado con Braveheart, Spielberg sabe cómo hacer que una película se te meta bajo la piel pero es un ejemplo vívido de cómo «Hollywood mata lo que adora»). Cree que nada se compara a la literatura, un arte que nos hace trabajar, que no nos da las cosas digeridas como la televisión, pero a la vez reconoce que hay mucha «belleza y profundidad» en la cultura popular más basura.
Dos temas que aparecen una y otra vez en sus conversaciones son los de la soledad y la adicción. Foster Wallace ha luchado varias veces contra la depresión, y ha concluido que el principal objetivo de los libros es lograr que nos sintamos menos solos. El gran tema de La broma infinita es la adicción de los Estados Unidos al entretenimiento fácil -el cine, la televisión– y la forma en que esta adicción puede llevar a la cultura a la muerte: todo está bien en dosis pequeñas, pero «nosotros no paramos con las dosis pequeñas». A la vez, Foster Wallace no tiene miedo de escribir en un tiempo tan superficial como este: lo que ha hecho la televisión, dice, «es darnos el regalo precioso de hacernos más difícil el trabajo».
Después de esos cinco días, Lipsky no volvió a ver a Foster Wallace. Pero la charla le cambió la vida, y hubo frases que se quedaron con él para siempre («Dame veinticuatro horas solo, y puedo ser muy, muy inteligente»). Este libro conmovedor hará lo mismo con muchos lectores.