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Caso Karadima ¿secta o fe?

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Tomás Jocelyn-Holt
Por : Tomás Jocelyn-Holt Candidato presidencial liberal independiente
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Hemos pasado los últimos treinta años cultivando una disputa idiota entre sectores racionalistas con una espiritualidad centrada en la liturgia versus sectores que han optado a vivir su fe con una impronta más social, sin abrirnos a una antropología cristiana que forme católicos más maduros y reflexivos. La lucha política implícita en estos dos estilos pastorales nos ha cegado respecto de realidades que hemos querido creer aisladas y que hoy cuestionan por igual la lógica que le dispensan unos y otros.


Algunos amigos se ríen cuando saben que solía asistir a retiros del Opus Dei –hasta fui a misiones con ellos en el sur- o que frecuentaba misa en la Parroquia del Bosque. Eran los últimos años del colegio y los primeros en la universidad. Una buena etapa, por lo demás. Conocí a varios de los protagonistas del caso Karadima, aunque sólo tangencialmente. Nunca fui parte del círculo interno. Probablemente mis opciones políticas me salvaron. Pero guardo buen recuerdo de varios. Un hermano de Juan Pablo Bulnes me ayudó a entrar a los SS.CC de Manquehue. Hice mi preuniversitario en la calle Suecia, en la misma sede que hoy tiene la UDI y con profesores que fueron los mismos que siguen morando esa casa hasta hoy. Fue una etapa que me marcó y me relacionó a un grupo humano con el que sigo ligado de muchos modos y en el que tengo amigos hasta hoy.

Pero nunca fui muy hincha del culto de la grey que rodeaba cada uno de estos grupos. Es más, nunca me han gustado los curas taquilleros. A Baldo Santi le rechacé una propuesta de asociar la FEUC con CARITAS. Luis Eugenio Silva había sido compañero en Derecho de un hermano de mi mamá, pero nunca lo vi mucho como el rector de mi colegio o el cura de la tele, sino como un sujeto de salón, bueno para conversar y el diente. En alguna otra oportunidad –ya de diputado– el cura O’Reilly se me acercó efusivamente en la Cámara preguntándome “tanto tiempo, ¿cómo has estado?”, ante lo que no me quedó otra que decirle “Señor, yo no lo conozco a usted”. En otra, cuando mi primera mujer me dijo que Renato Poblete quería casarnos le dije que ¡sobre mi cadáver!

Esa ceremonia la celebró un monje benedictino e historiador. Uno con voto de silencio. Que hablaba poco, pero que aún escribe y reza mucho. El cura Guarda, junto a Manano Puga habían sido compañeros y amigos de mi papá en Arquitectura. El otro cura con el que mantuve cercanía fue Alfonso Puelma que me confirmó. También Luis López en una casa de numerarios universitarios del Opus Dei en calle Lota. Quien me hizo la Primera Comunión fue un monje franciscano –el P. Milton– que solía impartir misas dominicales en la casa de mi bisabuela y que me alegró reencontrármelo por casualidad en Angol cuando estuve de candidato el año pasado. Al P. Silvio de Schrijver, un franciscano que escribió un libro sobre vida espiritual lo había conocido de niño en una hacienda textilera del abuelo de mis primos, Julio Sterverlynck en Luján, Argentina y que tenía la particularidad de ser una empresa moldeada en el catolicismo social de las encíclicas. Los trabajadores eran formados para rezar todas las mañanas antes de comenzar a trabajar. Aún así había salarios familiares, jornadas de ocho horas y acceso a vivienda antes de que se legislara sobre ellos. Hoy sobrevive una banda musical, “Rerum Novarum”, formada por ese inmigrante flamenco condecorado en su momento por el rey de Bélgica.

Como los muertos en mi familia fueron siempre velados en la casa, en esas oportunidades alterné con el cura polaco Bruno Rychlowski que gustaba de misas tradicionales en latín. Me producía risa ver al cura Florencio Infante disfrazado de militar, haciendo saludos marciales y fanático de Pinochet cuando había sido tan contrario de Ibáñez. Mi papá ya había sufrido su retórica de niño en los SS.CC. de Alameda. A mis padres los casó Monseñor Manuel Larraín. Al P. Gustavo Le Paige S.J. lo conocí en los ’70 cuando ya había alcanzado prestigio como arqueólogo en San Pedro de Atacama.

Los demás curas son los que conocí en la universidad mientras ellos y yo estudiábamos. Antonio Delfau, Petaco Silva, Eduardo Ponce, Felipe Berríos, todos jesuitas. Alfredo Soiza bautizó a mis hijas. Le tenía simpatía personal a Osvaldo Lira SS.CC., sin concordar para nada con él, pero mantuve buenas conversaciones y disfrutaba de su agudeza y franqueza. A otros conocí ya como político. Juan de Castro, Pierre Dubois, Carlos González, Jorge Medina, Fernando Ariztía, Sergio Contreras, Jorge Hourton, Tomás González, Juan Barros. Al cura Gerardo Whelan C.S.C. lo conocí en Peñalolén para una huelga de hambre del Poder Popular en 1984, anticipo de la elección de FEUC, pero muy lejos del Saint George y de ese Chile descrito en la película de Andrés Wood.

Nunca canturrié en la parroquia universitaria. Nunca comencé una comida con el “Pan de la Palabra” de Miguel Ortega. No fui del entorno de Cristián Precht y mi contacto con Percival Cowley SS.CC. ha sido cordial, pero más social que por cercanía política.

Tuve alguna vez una polola que frecuentaba la parroquia Santa Elena en época del cura Tato, pero yo ¡ni a misa!… ¡Para qué decir del cura Hasbún! No fui parte de la CODEJU ni alcancé a conocer bien a Monseñor Enrique Alvear. Ni tampoco de la CVX o de Schoenstatt. Siempre me parecía curioso que se haya exiliado al cura José Kentenich a Milwaukee. De todo el mundo ¿Milwaukee?

Conocí personalmente al cardenal Silva cuando ya había dejado de ser arzobispo. Lo mismo a Roger Vekemans –otro jesuita – muy disminuido y pronto a fallecer. Nada que ver con ese flamenco avasallador que alienaba tanto a la izquierda y que marcó a muchos en DESAL. Armando Bridaroli, cura italiano murialdino, siempre me recordaba en La Reina «l’importanza di essere cristiani e democratico». Martín Panero, aunque religioso español pequeño y altivo, tenía la peculiaridad de poder recitar de memoria El Quijote desde la página que uno le indicara. También el cura Cerna, del Verbo Divino, una congregación con vocación misionera. Monseñor Oviedo me infundía respeto como mercedario y su vocación por los presos. Monseñor Fresno era afectuoso conmigo pero tenía una persistente preocupación de cuándo me recibiría de abogado, lo que yo siempre respondía sólo con una sonrisa.

Con Monseñor Sodano alcancé mejor trato en Roma de Secretario de Estado del Vaticano, más que mientras estuvo en Chile. Hijo de diputado DC en Italia, me estimuló a conocer a la gente de Fidesz – Hungarian Civic Union y tomar contacto con los noruegos, cosa que hice. A pesar de ello, el New York Times esta semana lo culpa a él de suspender la investigación al fundador de los Legionarios, el P. Marcial Maciel.

A quienes hubiera querido conocer más: Juan Bagá, Beltrán Villegas, Josee Van Der Rest (un cura mal hablado, compañero de Boduin y de una familia dueña de una fortuna en pizarreño pero que prefirió hacer vivienda social lejos de Bélgica).

Para provenir de una familia liberal y con todos mis tíos educados en colegios laicos, he conocido a muchos curas en Chile. Gente interesante pero siempre a una discreta distancia. Probablemente la misma que ellos cultivan con los políticos. Siempre me reía que las alumnas del Villa María rindieran tributo a una tal Sister Peter Claver del Holy Heart of Mary (may God rest her soul…) que -según más de alguna amiga mía- tenía la mala costumbre de castigar a las alumnas metiéndolas en tarros de basura en el medio de un patio. Otra amiga me la justificaba diciendo “¿qué tanto escándalo? Eso se los hacían a todas”, como si con ello me dejaran más tranquilo. ¡Lo que yo la haría a una monja – o quien fuera – que osara hacer algo parecido con alguna de mis Pirigüinas (que es la manera cómo yo menciono a mis hijas)!

O sea, el clero chileno era vasto y a veces extravagante, pero era mucho mejor que el de otros lugares como Argentina, por ejemplo. Por cierto, tuvo tanta mayor sensibilidad para empatizar con el temor y sufrimiento durante el gobierno militar. No era extremista y era más secular – por no decir chileno- en el sentido de fiel expresión del mosaico de una religiosidad popular, cazurra y carbonera, a pesar de la influencia de las congregaciones y de los extranjeros. Además, un clero que no estuvo ajeno a las transformaciones sociales que experimentó el país.

Dos cosmovisiones eclesiales

Por eso no es de extrañar que buena parte de la comunidad católica chilena esté perpleja ante una realidad que por muy comentada, siempre se pensó como algo ajena a nuestro entorno inmediato. Las acusaciones al P. Fernando Karadima no sólo generan efectos como tales, sino cuestionan el modelo pastoral que predominó en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de El Bosque durante todos los años en que estuvo bajo su influencia. Una iglesia a la que concurre –hasta hoy– un segmento muy claro del catolicismo conservador y más tradicional y que, durante mi adolescencia, representaba un núcleo espiritual para la formación de jóvenes que estaban al margen de las preocupaciones predominantes del clero chileno ante a la realidad que le tocó vivir en el gobierno militar. Se trataba de un grupo reacio al compromiso social de años previos y que miraba mal el distanciamiento y crítica pública hacia el gobierno. No sólo porque sus miembros eran predominantemente partidarios del régimen sino porque rechazaban una Iglesia que veían manipulada políticamente, alejada de verdades fundamentales de la fe y derechamente equivocada en sus carismas y opciones. “A la Iglesia se va a rezar”, decían con la misma intensidad que decían lo mismo de la universidad y del estudio. No eran un grupo cismático ni al margen del clero diocesano.

Eran respetuosos de la autoridad episcopal –a lo menos en la forma– pero definitivamente no les gustaba y aspiraban reemplazarlos con “buenos curas”, esos que se alejaran del estilo de años anteriores y devolvieran una impronta más espiritual y sacramental a la labor pastoral. Una mirada al conjunto de sacerdotes que salieron de esa experiencia muestra el carácter marcado de esta impronta, muy distinta del todo a la que habían impuesto obispos como Jorge Hourton, Tomás González, Fernando Ariztía, Manuel Santos o Raúl Silva Henríquez.

Ninguno de estos religiosos eran militantes de izquierda a la usanza de los que firmaron la carta de “Cristianos para el Socialismo”, pero contrastado con el estilo predominante en la parroquia eran vistos con recelo, sino con franco rechazo. Hoy se presenta al P. Karadima como un “fiel discípulo del padre Hurtado”, pero esa tarjeta de presentación no tenía nada que ver con una pastoral parecida al estilo que rodeó la fundación del Hogar de Cristo. Tampoco tiene que ver con el hecho de estar ubicada en el barrio alto. La Parroquia Universitaria también lo estaba y aún así eran como el agua y el aceite. Aquí hablamos de una vida parroquial que tenía la clara intención de ser distinta y cultivar otro estilo espiritual. Estaban muy orgullosos de ser una reafirmación contestaría de una Iglesia a la que querían salvar. Misas repletas de jóvenes universitarios y profesionales, dónde habían confesionarios con fila para usarlos.

[cita]Estos excesos no son sino las manifestaciones últimas de la neurosis por forzar la realidad y moldearla según las fantasías que algunos quieren vivir. ¿Cómo alguien puede creer que ese estilo pastoral puede atraer a una generación más escéptica y abierta a experimentar?[/cita]

Por eso hoy las acusaciones al cura Karadima despiertan reacciones según en qué lugar uno estaba frente a esa “misión evangélica”. Para quienes los veían como un reducto ultra derechista, la caída de Karadima refuerza el desprecio a todo lo que salió de ahí y la misma influencia que han alcanzado aquellos que lograron la birra episcopal. Para quienes siguen como parte de su feligresía, el caso Karadima es una acusación infame que debe ser rechazada colectivamente, advirtiendo a la jerarquía del daño que hace por admitir un caso contra el símbolo de una comunidad tan prolífera. Para qué decir de las autoridades mismas que llevan el caso. Una papa caliente que mejor se la hubiera tirado a otro.

Una jerarquía que actúa descolocada y profundiza el desconcierto

Basta escuchar a tres de los posibles nuevos arzobispos de Santiago –Monseñores Goic, Ezzati y González– para sentir que hablan como si estuvieran arriba de un trapecio, respecto de un caso bajo un procedimiento canónico que es muy cuestionable. Goic justificando la demora para resolver el caso de un cura condenado y en la cárcel con que “no hay demora, si es inocente, saldrá de la cárcel santo y si no lo es, habrá cumplido su condena”. Olímpico, Ezzati sentado en un sillón afirmando con extrema amabilidad que a los obispos les llega “de todo” para justificar que se tengan por acusaciones bajo una suerte de sobreseimiento temporal. Y, el más conservador de todos, González diciendo que le parecían “verosímiles” las acusaciones en Informe Especial. O sea, ni si hubieran sido candidatos a parlamentarios.

Los tres juntos hubieran sido más entretenidos que el debate presidencial. Por otro lado, Orozimbo Fuenzalida –el más cazurro de todos- acusando a los jesuitas de ser “extremistas” en este tipo de casos y que no todos los casos son iguales.

Un proceso que comienza con denuncias en el 2003 por dos vías distintas, para luego ser “suspendido a la espera de nuevos antecedentes”, que no es más que un reconocimiento que no pudieron seguir manteniéndolo en secreto e inactivo. Consultas al Vaticano, víctimas que dicen no haber recibido respuesta en años de parte de la autoridad eclesiástica y acusados que afirman no conocer los cargos en su contra.

Expertos que afirman que existe un plazo de siete meses para la tramitación y otros que dicen que “no es tan claro”. Si incluso leemos entrelíneas las reformas que nos anuncian, no son más que reafirmar la discrecionalidad para hacer cualquier cosa. Ni una sola palabra sobre el deber de denunciar los casos a la autoridad civil. Lo que ahonda la perplejidad porque nadie puede a ciencia cierta decir a dónde quiere ir la Iglesia en casos como éstos. Su apelación a la “verdad” está tan imbuida de dilaciones, explicaciones y justificaciones que nadie tiene capacidad para discernir, ni nadie queda satisfecho por la forma cómo parece manejar una crisis que la descoloca y la demuestra muy poco preparada para este tipo de temas.

Si tomamos en cuenta que –hasta ahora– la curia chilena ha optado por relocalizar a curas acusados de abusos dentro y fuera del país sin siquiera advertirle a las diócesis receptoras de los antecedentes que motivan el traslado, queda la duda de si este caso ¿ayudará o no para generar credibilidad de que se pueden hacer denuncias responsables con nombre y apellido, con la esperanza de que alguien haga algo? o ¿si estaremos ante un caso más en que terminamos barajando una situación para que quede donde mismo? Y no me refiero tan solo a la curia y su forma de proceder.

La misma defensa del acusado -enfatizando que los acusados eran mayores de edad y ansiosa por querer pasar los antecedentes lo antes posible a la justicia civil para beneficiarse de la prescripción y un procedimiento inquisitivo antiguo, lento y dónde todo quedará enredado en papeles-, deja a los católicos con la sensación de que en este tipo de temas cualquier resquicio vale. ¿Cuántas personas sabrán que la imputación de un delito prescrito es una injuria grave? (artículo 417 n°2 Código Penal). ¡Qué mejor defensa que un buen ataque!

La esperanza de poder convertir este caso en “tú palabra contra la mía” y cuestionar el equilibro emocional de víctimas que – curiosamente, quiénes hoy los descalifican como tales – no tuvieron reparo alguno en fijarse en esos desequilibrios cuando los nombraron presidente de la Acción Católica o les dieron la visibilidad para actuar en nombre de la comunidad. Por otro lado, el abogado de los denunciantes –Juan Pablo Hermosilla- que poco menos que invita a acercarse a cualquiera con antecedentes de casos más recientes, como presagiando una estrategia contra la prescripción, deja entrever que por la vía de los tribunales –con los antecedentes actuales- es poca la reparación que se obtendrá. Esto amenaza con ser el reino del cinismo y si bien resulta lógica que la tarea principal del abogado defensor sea evitar que su cliente termine en la cárcel, para pretendido liderazgo religioso que ha representado Fernando Karadima resulta curiosa su estrategia de limitarse a insinuar que tuvo relaciones consentidas con mayores de edad.

Ya el hecho mismo de derivar este caso al tema de la abolición del celibato es como tirar la pelota fuera de la cancha. Pocos parecen apuntar al problema central que requiere reparación y no serán precisamente los tribunales civiles los llamados a dilucidarlo.

Incluso, si tenemos el estómago para meternos en el detalle de los abusos, pocos comprenden que no todos son iguales. Si bien en 1999 la legislación equiparó múltiples conductas al grado de violaciones y que hasta entonces no eran más que abusos deshonestos, alguna de las conductas denunciadas no dan siquiera para ello en el tenor de la ley actual ni la anterior, por mucho que algunos se escandalicen. Parte de la doctrina penal sigue sosteniendo que –aún con la reforma penal del ’99 y más allá de la intención del legislador- sólo hay violaciones en caso de penetraciones a mujeres (believe it or not) y en todo caso, siempre de que exista dicha penetración. Lo demás, son abusos sexuales genéricos.

A menos que los hechos -relatados por James Hamilton – y que transcurrieron durante un lapso de veinte años, incluso en el segundo piso de su hogar sean algo más que lo que conocimos en el programa de televisión, es posible que estos hechos no sean más que abusos sexuales menores.
Además, están los cambios entre el sistema antiguo y nuevo de cómo se pondera la prueba. El sistema anterior dependía de una “prueba tasada” sujeta a reglas matemáticas de cómo interpretar. El nuevo sistema cambia la lógica a una convicción más allá de una deuda razonable. El viejo sistema que –aplicable a este caso- somete los hechos a un sistema mucho más capcioso y tinterillo. Aún en el régimen nuevo, meterse a discutirle a un panel de jueces sus criterios de interpretación de hechos es mucho más difícil que la labor de un patólogo tratando de identificar un linfoma.

Para un país que a principios del siglo XX reservaba la pena de muerte tan solo para robos con homicidios, puede resultar difícil satisfacer el deseo de la opinión pública, que hoy poco menos quisiera comerse vivo al autor de los hechos que conocimos en el programa Informe Especial de esta semana. La ley tal vez no dé para eso y podría perfectamente dar pretexto procedimental para darle una patente de corso a personas que merecen un reproche. OJ Simpson hoy puede caminar las calles de Los Ángeles gracias a que no le cupo un guante en su mano y que la televisación de un caso judicial permitió construir un “reasonable doubt” sobre su rol, pero hasta entre abogados norteamericanos ese caso en EE.UU. develó taras que dejó mal parada a la justicia de ese país y una persona vanagloriándose en muchas oportunidades de las ventajas que se le dispensaron.

Lo que quiero decir es que podemos terminar en el peor de los cinismos. Con misas de desagravio al P. Karadima y elocuentes agradecimientos a la Virgen del Carmen por un proceso penal que termina prescrito o testimonios que no forman plena convicción o por hechos que no revisten el carácter que las víctimas dan o que no logra cerrarse antes que el denunciado fallece. No me extrañaría que algunos incluso consideren algo semejante como un triunfo de la “verdad”. Con Pinochet se hacía lo mismo, se apelaba que estaba senil, que el tribunal era incompetente, que no sabía, se descalificaba a los testigos, que había prescripción o que la ley decía otra cosa que lo que cualquiera entendía. Pero nunca se hizo una estrategia en base a la falsedad de la acusación. Como que era tiempo perdido e innecesario.

Cuando escucho al ministro de Justicia llamar a tener confianza en los tribunales o al Fiscal Nacional o al mismísimo fiscal Almendáriz –nuestro Inspector Javert chileno- sería tanto mejor si partieran por tratar de explicarle a la población los límites del estrecho marco legal y despejen de si eso corresponde o no a su propio ideal de justicia en casos parecidos. Porque podemos terminar con el efecto inverso. Casos como éstos desprestigian a la prescripción. Es obvio que las denuncias vendrán cuando la víctima se sobreponga de los efectos profundos del daño causado y eso con certeza puede ser mucho más que el tiempo que la ley concede para extinguir acciones penales. Hoy la prescripción –gracias a cierta forma de interpretar la supremacía de los tratados internacionales- ya no vale para delitos de lesa humanidad.

Tampoco a delitos de tracto sucesivo (secuestros). Es probable que –mientras más se centre este caso en procedimientos– menos respeto habrá a instituciones que ciertas personas consideran casi como un dogma de fe y mayor sea la necesidad de modificarlos. Incluso si hoy un periodista le pregunta al senador Patricio Walker (un parlamentario que ha hecho del tema de abusos sexuales su razón de ser parlamentario) por la necesidad de modificar los plazos de prescripción en este caso, no me extrañaría que haga cualquier filípica para no quedar como defendiendo una modificación legal que no haga sino evidente que EN ESTE CASO procede dictar el sobreseimiento ante la inexistencia de esa protección futura y sujeta a trámite legislativo. Aquí los tribunales se van a enredar y la Iglesia ya está enredada. La Iglesia puede expresamente obviar la prescripción en un caso puntual, lo que la obliga inevitablemente a tener que fundar cualquier decisión que adopte (sea que la afirme o no y fije pautas para cómo evaluar sus excepciones). Por eso me pareció prematuro y temerario el llamado de confianza que nos invitó el ministro Bulnes. Lo mismo de Sabas Chahuán y Xavier Almendáriz.

Demanda de indemnización por daños evidentes

Por eso, es probable que el tema de los abusos pronto pase a segundo plano. Me atrevería a decir que incluso la dimensión penal. Desde los tribunales civiles, es probable que la única forma eficaz de establecer alguna reparación eficaz y reconocimiento de estos hechos sea vía una demanda de indemnización de daños civiles y ya no hecha contra un curita popular de la socialité -pero sin bienes propios- sino contra la misma Iglesia por el deber de cuidado frente a denuncias que conoció y no puso en antecedente de los tribunales y/o no dio protección eficaz en su momento.

Cualquiera sea la opinión que se pueda tener de los testimonios o de la credibilidad de los acusadores, es un hecho que el programa Informe Especial refleja bien a cinco personas profundamente dañadas –por las razones que sean– por el padre Fernando Karadima, a quien recurrieron por una cuestión de confianza y para recibir apoyo de un modo totalmente distinto del cual finalmente fueron objeto. Daño hay y es obvio. Discutirlo es de mal gusto y suponer que cinco personas con educación van a mostrarse vulnerables en prime time TV -un gastroenterólogo, un abogado, un ejecutivo, dos ex seminaristas- y dando a conocer toda la mugre que han llevado por dentro por años, con el talento de ser todos actores eximios concertados para engañarnos, es simplemente llevar esto a la mala fe.

El arzobispo de Santiago reconoce en su carta pastoral leída la semana pasada tener denuncias desde el 2005 ó 2003 según consideremos un caso u otro. No tiene argumentos para haber “suspendido la causa”. ¿A la espera de qué “nuevos” antecedentes que lo llevó a parar entonces y hacer público hoy? ¿Credibilidad de las acusaciones? ¿Qué hay nuevo ahora que no había entonces? Es obvio que casos que dependen de testimonios se van debilitando con el correr del tiempo y no lo contrario. Afirmar que había un promotor de justicia que poco o nada hizo y hubo que reemplazarlo cinco años después, no resuelve el problema para los denunciantes sino más bien refuerza su causa contra la Iglesia misma y su peculiar procedimiento.

Por lo demás, da lo mismo cómo se conciba el estatuto jurídico de la Iglesia y su clero, no hay nada en nuestra ley que exime al clero del deber de denunciar hechos constitutivos de delitos. Ni un cambio de política del Vaticano, ni consultas con la Santa Sede son argumento aceptable que exime al arzobispo de Santiago de haber denunciado a los tribunales estos hechos para su investigación penal en el 2003 ó 2005, según el caso, apenas tuvo conocimiento de ello y cualquiera hubiere sido su propia ponderación en su momento.

La Iglesia puede tener un tratamiento tributario especial en Chile pero no tiene una excusa legal absolutoria en materia penal. Puede amparase en el secreto de confesión como un secreto profesional, pero estos casos no fueron interpuestos en esa calidad y dejaría muy mal a la Iglesia que se excusara con ese recurso. Ni siquiera que se afirme que antes la denuncia no era la práctica habitual puede empecer a las víctimas hoy para no hacerla responsable. Es más, el daño – en este caso – ya no tiene que contabilizar su plazo de prescripción desde la fecha de los abusos (por Fernando Karadima) sino desde la fecha en que ella (la Iglesia) debió ejercer un deber de cuidado eficaz respecto de un subordinado y al que las víctimas acudieron en el entendido que lo tendrían. Se trata de otro daño, independiente de los abusos sexuales denunciados. Uno que somete a discusión el mismo procedimiento que la Iglesia exhibe hoy para explicar lo que hizo o dejó de hacer cuando conoció de estos hechos.

Me podrán decir que es mucho, pero nadie puede desconocer que –más allá del caso Karadima – hay, con toda probabilidad, más casos por conocer. La misma prensa especula hoy con tener antecedentes de otro caso por darse pronto a luz y hace algunos días en twitter algunos amigos se sorprendían que yo afirmara que en el 2005, Adolfo Zaldívar me haya dicho que venían “más casos en la Iglesia” (aludiendo a lo que ya había pasado con el cura Tato y el obispo Cox). En esa oportunidad, es evidente que el arzobispo conversó el tema con el mundo político.

Sin conocer el detalle, no me extrañaría que haya pedido respaldo por lo que podría haber sido en su momento la voluntad de castigar e investigar hechos que hubieran encontrado incomprensión o crítica. Nuestro arzobispo es sensible a la opinión pública y no me extrañaría para nada la necesidad de pedir respaldo. Supongo que ese fue el tenor de lo conversado entonces y nada más (me refiero a detalles de nombres o la intención de echar tierra sobre ellos).

Pero es un hecho que las denuncias por casos semejantes se han multiplicado y son verosímiles o al menos la Iglesia los consideró como tales. Entonces, es del todo lógico que víctimas puedan controvertir el proceder de la Iglesia ante el incumplimiento del deber de cuidado y de denuncia a que la ley los obligaba. También poder discutir si estos procedimientos canónicos se condicen o no con nuestra legislación o más bien entorpecen y hacen inviable hacer valer responsabilidades en los tribunales, tratándose de personas sometidas a la tutela de la misma Iglesia que debe asumir responsabilidad por ellos.

Ahí el doble filo de la carta del arzobispo en las parroquias la semana pasada y – supongo – la advertencia que el abogado del acusado hizo a la Iglesia por su propio proceder. La carta reconoce la fecha en que la Iglesia de Santiago toma conocimiento de los hechos y detalla su accionar. Será la piedra angular de cualquier acción civil. Le es muy difícil lavarse las manos, sobretodo por el tiempo transcurrido. En Chile, los dueños de los automóviles son responsables de los daños ocasionados por sus vehículos, los hayan conducido o no. La Iglesia no puede afirmar autoridad sobre sacerdotes diocesanos, llamar a la calma, oración, prudencia y paciencia en denuncias por abuso sexual y después decir que no tiene nada que asumir respecto de sus subordinados que languidecieron en sus propios procedimientos dilatorios. Veremos si la Iglesia está dispuesta a sincerar este tema y no de un modo “piola” sino de un modo que invite a una auténtica prevención general y nueva actitud que evite la comisión futura de estos hechos.

La manipulación e idolatría de una secta y la necesidad de una nueva antropología cristiana

Todo lo anterior me lleva al tema de fondo, que es lo que echo de menos en todo este barullo. Algunos le ponen el acento a la dimensión sexual de los abusos. Otros en la necesidad de afirmar verdad y transparencia.

Fernando Montes dijo que este caso es simplemente la “vuelta de la tortilla” de una Iglesia que es percibida como muy dura en el tema sexual y en casos de moral familiar (como el divorcio) y, cómo ahora la ven en contradicción, le aplican su propia medicina. A él le parece que esto le hará bien a la Iglesia porque la obligará a ser más “humilde”. Yo sigo marcando ocupado con argumentos parecidos. El cardenal Bertone hizo una relación entre pedofilia y homosexualismo y tuvo que desdecirse. Si las acusaciones al padre Karadima fueran por relaciones consentidas con adultos, seguramente moverían a escándalo en la Iglesia y a más de un comentario para explotar el bochorno, pero no merecerían un juicio civil, ni canónico (más allá de solicitar su dispensa), ni un Informe Especial (más allá del morbo), ni yo gastaría tiempo en este artículo.

Tampoco si el remedio fuere terminar con el celibato. Sea que se termine o no el celibato, casos de abusos en muchas oportunidades involucran a personas casadas. Los casos recientemente conocidos en Austria involucran, en uno de ellos, al padre que secuestra a su hija por más de 18 años. ¿En qué resolvería – el fin del celibato – un caso semejante?

El tema que a mí me deja perplejo y que aún no escucho a NADIE decir pío, es el poder y manipulación detrás de estos testimonios. El narcisismo de un cura que cultiva la priva de un grupito de muchachos, a los que comparte su intimidad y va cultivando con ellos un grado de ascendencia y control total al punto de anularlos. Se aprovecha de la vulnerabilidad de algunos al punto de generarle culpas. Les fomenta una adhesión casi rayana en la idolatría.

A los dos seminaristas los insta a no confesarse con nadie más que él, ni siquiera con superiores en el mismo seminario. A los otros, después de cada abuso, los hace ir a confesarse a ellos (nuevamente el juego de la culpa ajena) con algún cura de claustro fuera de Santiago y les dice que no mencionen nombres. ¡Los pautea y dirige la confesión! Un acto tan íntimo y personal. A uno de ellos le advierte que “tiene tejado de vidrio” para manipular la culpa por su propia homosexualidad. Le pregunta reiteradamente a uno “¿quién es tu padre?” Para escuchar su nombre y después los usaba. Sé que amigos míos se enojarán (yo soy de los que tuve buena experiencia en el Opus Dei), en el libro de M. Carmen Tapia “Tras el Umbral” se menciona el caso del uso de las imágenes de la madre y hermana del Fundador de la Obra en las sedes en diversos países y la práctica de celebrar su respectivos cumpleaños en la década del ’50.

El mismo libro dice que esta práctica se terminó, pero ¿qué tiene que ver una vocación determinada con la familia del fundador de una sociedad de personas consagradas?

Jimmy Hamilton menciona que quería hablar de su propia vocación sacerdotal y de si Karadima lo veía con aptitudes y termina con las manos del cura en sus pantalones (eso dice). Se le cae la imagen de un tipo que casi miraba “como Dios mismo”. Años después, el acusado finge dolencias para que el doctor lo “examine” a solas en el segundo piso de su propia casa después de un almuerzo familiar. Un cura que -aparte de este control- sabe su poder cada vez que le consulta de si debe casarse o no y que, aún al día de hoy, dirige espiritualmente a los hijos del acusador.

¿Qué pasa por la mente de alguien que sabe la autoridad que ejerce sobre otro, lo fomenta, lo adorna de una impronta divina para -¡bazinga!– a reglón seguido y reiteradamente, destruírsela al punto de remecerle la propia autoimagen a varios de sus pupilos? ¿Por qué esa patología?

La destrucción de la imagen forjada. La transgresión de la confianza. El culto de la admiración para después, hacerla literalmente trizas. ¿Por qué hacer algo así? ¿Será que no puede lidiar con su propio prestigio? ¿Será que haya podido ser él mismo abusado en su propia infancia y que detrás de una supuesta superioridad aparente se esconde un ser que se desprecia a sí mismo y no sabe cómo manejar eso sin destruir la autoestima ajena? Si no lo fue, ¿qué hace a un sujeto hacer algo semejante?
A lo menos, el capítulo de Informe Especia retrató esto muy bien. Pero nadie procesó el tema. A nadie escandalizó esto. Como que era más importante una masturbación ajena o que les pidiera un beso “y que sacara la lengüita”, que la destrucción de la propia autoimagen de seres vulnerables y que buscaban en la religión un refugio y un medio para redimir problemas comunes y normales. O este país resuelve sus problemas con el sexo o entenderemos muy poco de este caso. El problema ya no es solo la Iglesia, sino nosotros mismos.

Podrían no ser abusos sexuales. Uno de los testimonios cuenta que Hamilton recibe la visita del actual párroco de El Bosque para rogarle que no continúe con esta denuncia. La conversación termina con “porque creo que puedes estar diciendo la verdad, te ruego que tengas piedad”. ¿Hasta dónde llega la lealtad? El Opus Dei siempre se queja de que el Código Da Vinci haya elegido un cura asociado a La Obra para caricaturizar al sicario – Silas – un albino fanatizado y capaz de asesinar por su fe. En este caso no hay abuso sexual, sino la disposición de hacer una gestión para disuadir la presentación de una denuncia de una víctima ¡¡¡porque puede ser cierta!!! El fanatismo, la idolatría, las lealtades mal entendidas pueden terminar en cualquier cosa. Tratándose de personas vulnerables y manipuladores inescrupulosos, no hay límite, ni siquiera la comisión de un delito por cuenta ajena o su encubrimiento.

Es cierto que estoy suponiendo que estas acusaciones son ciertas y alguien podría reprocharme que ese sea el juicio de tan solo algunos afectados. Haya saber uno cómo ponderaron cosas que fueron dichas o hechas en otro contexto o con otra intención. O si están mintiendo. Eso es cierto. Mahatma Gandhi solía dormir con mujeres desnudas para poner a prueba sus votos de castidad –brahmacharya. Aunque –al parecer– nunca hubo acceso carnal, se permitía juegos, frotes, sin llegar al clímax para poner a pruebasu temple. No sé si alguien será tan audaz para sugerir algo parecido aquí.

¡Pero algo pasó con estos muchachos para generar un efecto tan devastador! Lo hayan mal entendido o no, me sorprende que la Iglesia sólo los toma como unas cuántas personas que han hecho denuncias (previa firma, timbre y compromiso de silencio) y que se les dispensa “respeto”.

Fuera cierto o no, la Iglesia debería estar interesada en saber qué les pasó a estas personas, su daño, su origen, sus consecuencias profundas. El impacto en las familias, hijos. Cómo recomponer la autoestima de estas personas, que por lo visto, eran católicos comprometidos. No sólo nombrar un “promotor de justicia” o reemplazarlo cuando simplemente no hizo nada o sacar alguna resolución sobre el sacerdote bajo acusación. Es de toda lógica una revisión o control de los métodos de proselitismo y reclutamiento en Iglesias “taquilleras” (o masivas), el rol de curas que abusan de su “carisma” o la excesiva personalización del ministerio pastoral. ¿Cómo no ponen alerta en un cristianismo que no cultiva adhesiones reflexivas y muestran señales de culto personal y mal sano?

Fue Max Weber quien hizo el paralelo entre iglesias/sectas y misticismo para distinguir tradiciones culturales distintas entre el oriente y occidente, ya hace más de un siglo.

También distinguió entre liderazgos carismáticos, aquellos que dependen del magnetismo y ascendencia de una persona sobre otros. Este caso es casi de libro y va mucho más allá del mero relato del detalle puramente sexual. Las adhesiones a las sectas son opciones individuales, mucho menos inclusivas que una iglesia. Imponen un compromiso radical y más que anulan la capacidad reflexiva de sus integrantes para discernir. Un modelo completamente distinto a lo que uno supondría de una comunidad formadora de personas con conciencia cristiana.

Agreguemos el narcisismo del cura-líder que enfatiza la cohesión del grupo sobre la base de su propio rol personal en ese grupo y uno se pregunta ¿cómo no se dieron cuenta de esto antes? Esto no requería mucha observación o detalle morboso. Ocurrió a vista y paciencia de toda una comunidad católica embobada por la retórica del P. Karadima. El propio monseñor Goic afirma que él mismo usa las grabaciones de los retiros espirituales de Fernando Karadima y en los que le sorprendía el número de veces que acudía a la figura del P. Hurtado.

Partí este artículo afirmando que –casos más, casos menos– el clero chileno siempre me produjo respeto. Es Sol Serrano quien ha publicado recientemente un trabajo extenso sobre “¿Qué Hacer con Dios en la República?”, un trabajo sobre la secularización en Chile y la influencia de la Iglesia como una organización auténticamente comprometida con la sociedad civil, a pesar que nuestra historia institucional se haya dado con una marcada impronta laica. La apuesta por la educación, la religiosidad popular y la influencia gravitante sobre lo social son características que la han distinguido para bien.

Pero hemos pasado los últimos treinta años cultivando una disputa idiota entre sectores racionalistas con una espiritualidad centrada en la liturgia versus sectores que han optado a vivir su fe con una impronta más social, sin abrirnos a una antropología cristiana que forme católicos más maduros y reflexivos. La lucha política implícita en estos dos estilos pastorales nos ha cegado respecto de realidades que hemos querido creer aisladas y que hoy cuestionan por igual la lógica que le dispensan unos y otros. Si alguien afirma que esta crisis es una oportunidad, lo dice como parte de la disputa a la que hago mención. Como un bando se impone sobre otro. Pero fanáticos hay en todos lados y personas perturbadas que se aprovechan de vulnerabilidades ajenas pueden usar con la misma eficacia la estética de una misa llena de ritos e incienso, tanto como el magnetismo del compromiso social en terreno.

Esta nueva realidad compromete la misma influencia que la Iglesia ha cultivado por décadas – de un modo aún más radical- porque le exige un cambio de actitud que no sabe cómo hacer. Su primera tentación es cerrarse y negar el tema. Esconderlo, minimizarlo. Presa de pánico por los efectos devastadores al prestigio colectivo, se lo termina entregando al manejo de tinterillos y burócratas que lo enreden en procedimientos oscuros e incomprensibles.

Una de las cosas que siempre me ha atraído del cristianismo es su apelación a la voluntad humana. A tal punto, que hace algunos días lo dije en un comentario por Twister, solo para ser respondido severamente por alguien de que me “recuerde de San Agustín”. El comentario me dejó perplejo porque, acudiendo a la naturaleza “caída” del ser humano –me decía– no podemos sino centrarnos en la figura de Cristo como el único factor que nos redime, como un factor externo, ajeno a nosotros mismos. Me dejó helado el comentario. ¿Cómo después de dos mil años seguimos leyendo a filósofos cristianos como si fueran un manual? ¿Cómo no somos capaces de integrar otras disciplinas o culturas en una nueva síntesis cristiana? ¿Cómo algunos siguen repitiendo sus lecciones adolescentes como si tuviéramos que optar entre tomistas u cualquier otro carisma histórico? Nada de raro que así terminemos por lamentar estos excesos que no son sino las manifestaciones últimas de la neurosis por forzar la realidad y moldearla según las fantasías que algunos quieren vivir. ¿Cómo alguien puede creer que ese estilo pastoral puede atraer a una generación más escéptica y abierta a experimentar?

Fue el judaísmo que nos entregó un Dios con el cuál dialogamos. “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3, 6). También “Yahveh hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Manifestaciones del Antiguo Testamento que denotan un diálogo interior directo con Dios. Dios deja así de ser una fuerza meramente externa. Una causa última, la sala de máquinas de la naturaleza. También es el judaísmo el que introduce la salvación en relación con otros, la alteridad (Martín Buber).

Somos seres gregarios y es en esa comunidad que desarrollamos nuestra fe y la fuente misma de nuestra ética. Nadie se salva sólo sino en relación con otros. El cristianismo tomó esta tradición. Sin embargo, a veces sonamos como si nuestra relación con Dios – incluso entre creyentes – es sólo una negociación con Él para apaciguar sus molestias o buscando aprobación por nuestras conductas. Aquí no es la introspección o la contemplación divina que agudiza nuestros sentidos para sacar lo mejor de nosotros mismos, sino el juego de la culpa y su enorme poder de dominio psicológico. Es tan infantil esta forma de concebir la fe que resulta chocante verla expresada como la pedagogía de centros cristianos al que acuden profesionales hechos y derechos.

Cuando alguien se siente parte de un grupo pequeño con tan sólo 5 mil años de historia -y pueblo elegido, más encima- es lógico que Dios responda el teléfono. Si en cambio, uno se considera una ameba en una humanidad de siete mil millones de seres, con 4,54 mil millones de años de evolución y con un mensaje con pretensión universal, no es verosímil una central telefónica con Dios como si fuera un número 600. Es necesario replantear la intimidad con Dios de un modo distinto, mucho más introspectivamente y acudiendo a la lógica de los espejos (“imagen y semejanza de Dios”) para que la vida adquiera sentido desde una dimensión de fe y permita entender la intervención divina como un ingrediente para sacar lo mejor de nosotros mismos.

Profundizar los niveles de conciencia, aceptar el dolor, permitir que la vulnerabilidad propia desarrolle la sensibilidad y nos permita empatizar con el resto de la creación que nos rodea. Pero todo esto a partir de nuestras propias potencialidades, no del vudú o de la magia. Tampoco con la mentalidad del fresco que se cree creyente eximio porque le tira a Dios todo lo que lo supera. A Dios le molesta los majaderos y esparció suficientes recursos y elementos al universo como para que el hombre abuse de Él como un valet.

Esta “teología de los manuales” (James F. Keenan, S.J.) se presenta a los fieles chilenos con la cara de que si seguimos una serie de ritos externos, casi por regalo divino, tendremos una vida exitosa, llena de plata, sin enfermedades y garantía de vida eterna. Lo único que queda es contemplar la estética de la liturgia, que en el caso de la parroquia de El Bosque contaba con murales coloridos pintados por Fray Pedro Subercaseaux y un campanario enorme que recuerda la del palacio ducal en la Plaza San Marco en Venecia. ¿Cuándo Cristo siquiera insinuó algo parecido? El Sermón de la Montaña es casi una oda al fracaso. El cristianismo no es un aval bancario ni un seguro.

La inmanencia de Dios en la vida humana y la ansiedad de desarrollar nuestras potencialidades es la clave para evitar el error de caer en el fatalismo de que nada podemos hacer frente a seres tan contaminados por sus propios estigmas (the unaccomplished ideal), así como el fanatismo de creer que la mera proclamación de un ideal o arquetipo basta para lograrlo (“The Lord hath risen”). Por eso puede resultar curioso contrastar los destinos de dos afirmaciones: la sola proclamación de “libertad, igualdad y fraternidad” terminó en el reino del terror en Francia y después en Napoleón, mientras que la más modesta formulación del “life, liberty and the pursuit of happiness” permitió a los norteamericanos una constitución que toleró la esclavitud y se abrió a su evolución. El tipo de misticismo que algunos fieles en Chile han buscado –para sólo terminar decepcionados y frustrados– es uno basado en una verborrea de curas que se escuchan a si mismos y lanzan por el micrófono una prosa repetida de recetas.

Esa retórica ensimismó a muchos, adultos y jóvenes, profesionales y con formación. Fue cultivada por la Iglesia local que veía en teólogos europeos y norteamericanos tentaciones cismáticas y peligros de desviación. Para qué siquiera insinuar la búsqueda de terreno común entre religiones de tradiciones diferentes, del ecumenismo o tratar de descifrar la fascinación de experiencias espirituales orientales y su popularidad, incluso entre católicos y cristianos. Este afán de ser “distinto” ha terminado por colocar una brecha cada vez más grande entre la población católica y la creciente población protestante en Chile.

Ya Thomas Keating, un monje trapense (que no es sino un franciscano aún más severo) y especialista en contemplación religiosa, criticaba este carisma espiritual alimentado de meditaciones discursivas y afectación religiosa. En su método de “centrar la oración” toma experiencias en el budismo y tradiciones místicas orientales para volver la oración cristiana en un instrumento de introspección y análisis. Un medio que ayude a la formación progresiva de conciencias maduras.

Ahora, más allá de si éste sea un método más entre tantos otros o no, valga la necesidad del cristianismo de volver a valorizar la vida como aprendizaje. Donde nos demos espacio para el ensayo y error. Donde dejamos atrás esas visiones tan decadentistas sobre la modernidad, el excesivo racionalismo o el moralismo legalista. O esas apelaciones a la gracia divina como si fuera magia o el excesivo culto a la debilidad humana para excusarnos del desafío de superarnos. El hombre contemporáneo se aproxima al fenómeno religioso en tanto lo ayuda a la transformación de su interior y lo ayuda a construir un espacio de confianza para sí y con los demás en la vida que le toca vivir.

No es una experiencia para levitar o salirse del mundo a la espera de gozar de la vida posterior, sino para vivir aquí y ahora de mejor manera. No es un pasaje a otro mundo sino un instrumento al servicio de una vida feliz. Lo demás viene “por añadidura” (Mt. 6, 33). Busca resaltar a las personas y su relación recíproca y no terminar agobiándolos de un modo que convierta el vivir en un recetario de preceptos y procedimientos. Fue Cristo quien dijo “El Shabat fue hecho para el hombre, y no el hombre para el Shabat” (Marcos 2:27). También Éxodo 23:12 sobre el descanso del séptimo día e incluso en la tradición talmúdica “El Sábado se te da a ti, pero tú no estás entregado al Sábado”.

La alteridad es lo que le ha permitido a la tradición judaica el desarrollo de una filosofía de la experiencia de las relaciones. Un enfoque mucho más inductivo que aquella escolástica que tomó de los griegos esa separación racional tan tajante entre ética, física y metafísica. Los judíos no hacen esa separación. Todo es metafísico. La aproximación al logos es integral y no admite preciosismos racionalistas para distinguir esto de aquello, retórica a la que está tan acostumbrado el beaterío del tomismo chileno. Los cristianos primitivos tampoco hacían estas segmentaciones. No había una vida espiritual y otra civil. Una política separada de lo privado. O una salvación fuera de la vida cotidiana y en relación con otros (responsable de otros).

Pero algunos chilenos son tan dogmáticos que necesitan de guías dogmáticos y personalistas. Necesitan y buscan la receta o el decreto. Han convertido a la Iglesia en la enorme burocracia de papeles, excepciones y contra excepciones que solo unos cuantos frailes pueden manipular. Y no tan solo si el cura párroco los autoriza a comer carne en Viernes Santo, sino que en la más variada gama de experiencias sociales. No sólo en la religión. Me dedico a la política y el síndrome es el mismo. Tipos que espeten la última palabra. Que nos dicen cómo hemos de vivir. No se cultivan las preguntas sino que nuestros líderes están llenos de puras respuestas.

Aquí un Dios a imagen y semejanza de los modelos que algunos han cultivado en la niñez, sin ninguna de las herramientas para lidiar con temas nuevos y más complejos. Hoy China Popular cuando reprime al movimiento espiritual Falun Gong está reconociendo que el fenómeno religioso es un fenómeno propio de la creciente urbanización de ese tremendo país y de su modernización acelerada. Lo mismo ocurre en el resto del mundo. A mayor complejidad social, mayor es el surgimiento de movimientos espirituales, sectas y grupos parecidos y no al revés. Pueden influir para bien o ser un lastre social, que llame a reaccionar frente a ellos. Una secta en Pirque, tribus urbanas, pandillas… you name it, el germen que las alienta es el mismo.

La foto de un gastroenterólogo conocido, quebrado y destrozado, describiendo veinte años de abusos de alguien que él consideraba un guía espiritual y con la encrucijada de que su familia aún vive bajo el control y dominio de la persona que él considera un victimario, es demasiado fuerte como para que alguien crea que esto sólo atañe al P. Fernando Karadima. Al otro extremo, el católico fanático que le dice a unos camarógrafos que está “alterado” por las acusaciones contra del cura acusado y que afirma “no responder por sus actos”, mientras dos señoras lo tratan de calmar diciéndole que los camarógrafos son “sólo unos mandados”. Es toda la Iglesia chilena la que está cuestionada, porque ese tipo de adhesiones irreflexivas han sido la tónica fomentada por moros y cristianos.

Esto no ocurre en una villa perdida en el mundo rural, sin educación y entre gente humilde. No… ocurre en medio de la crème de la crème de Santiago y no hay forma de esconder esa tragedia en tan sólo decir que los acusadores están perturbados. Estas son las élites que estamos formando. Unas élites que lo único que tienen que decir cuando ocurren estos hechos es “esta crisis nos hará más humildes” (¡y ojo que lo dice un jesuita!) o “confiamos que el Espíritu Santo sabrá intervenir en esta crisis para fortalecernos”. ¿Por qué importunan tanto a Dios para arreglar embarradas que algunos mortales han hecho en su nombre? ¿Por qué no son más hombrecitos y hacen un mea culpa y después manos a la obra para limpiar la Iglesia que invoca el nombre de Dios?

Si nuestro enfoque fuera distinto podríamos distinguir entre el padre Karadima y su prédica. Nadie se sentiría que se le destruye un modelo de su propia autoimagen. ¡Cualquiera termina asesinando antes de permitir algo semejante! Entenderíamos que los curas no son chamanes y sería más fácil lidiar con sus flaquezas y también con las nuestras. Tampoco tendríamos un séquito de seguidores tratando de tapar cualquier cosa que destruya el pedestal en el que algunos han puesto a su mentor. Nadie se convertiría en un arquetipo per se (el “padre”, la “estrella en nuestro camino” o no-sé-qué otra jaculatoria querrá alguien escuchar junto a su nombre), ni tendría el stress de aparentar ser alguien poco menos que sobrenatural. Tendríamos un séquito de personas reflexivas y críticas, que en un caso como éste, estarían perplejos por el impacto que ese estilo ha tenido en algunos de los más destacados exponentes de esa comunidad y preocupados por tratar de repararlo más allá de hacer cuánta misa dable invocando a Dios y tirándole la pelota.

¿Y nos horrorizamos cuando Sinead O’Connor rompe violentamente una imagen del Papa Juan Pablo II en cámara? Recientemente, en un artículo notable al Washington Post, ella explica su acción 18 años atrás como un grito para motivar un debate y fustiga cómo en Irlanda pudo cundir un “catolicismo brutal que giró en torno a la humillación de niños” y la “relación disfuncional de católicos (irlandeses) con una organización abusiva”. Destaca los informes que develaron la falta de investigación de los casos de abusos sexuales como consecuencia directa del estatuto preeminente que tenía la Iglesia en Irlanda hasta el 2004 (algo muy parecido a Chile). También el sinsentido que se llame a las víctimas a tener consuelo en una Iglesia que les niega lo único que les daría consuelo real: un sinceramiento auténtico de lo que les ha pasado. Y dónde termina cerrando el alegato con lo que buena parte de los creyentes irlandeses terminaron por creer la mejor descripción de su autoestima “sólo porque no nos atrevemos a decir que merecemos mejor, debemos ser tratados como si mereciéramos menos”. Para un católico, la crudeza del relato es más elocuente que cualquier retiro que abuse de citas del Padre Hurtado.

El Padre Hurtado alguna vez preguntó si Chile ¿era o no un país católico? Esa pregunta no tuvo por objeto sólo amedrentar a adolescentes impresionables. Tuvo por objeto hacer reflexionar respecto de lo que algunos sienten como su identidad propia. Es más radical en tanto en algún momento estuvo asociada a la cuestión social, pero que hoy bien puede referirse a la esencia de la propia fe desprovista de tanta lesera. Pero por muy radical que sea, Dios no castiga a palos e invita a una reflexión más serena e inteligente.

En Chile hemos querido construir un catolicismo tipo “Men of Boys Town” con Spencer Tracy y un séquito de huerfanitos abandonados que se hacen hombres recios bajo el afecto y compañía de un cura irlandés choro y rudo. Pero esa imagen idílica ha terminado por ser más parecida a esas monjas brujas de las “Magdalene Sisters” que durante años abusaron (psicológica y sexualmente) y torturaron con castigos corporales a adolescentes embarazadas o mujeres “desadaptadas”.

¿Qué otra cosa puede uno pensar cuando uno de los acusadores relata cómo el sacerdote acusado le advertía que tenía “tejado de vidrio”? Bastaba ver a Juan Carlos Cruz en Informe Especial para darse cuenta que esa advertencia le produce impacto hasta el día de hoy. ¿Quién responde por eso? ¿Sólo el P. Karadima? ¿O, mejor la del cínico, démosle esa pega a Dios? Agradezcamos a Dios que algunas personas no reaccionen como lo harían en cualquier parte del mundo y que aún estas víctimas se sigan declarando católicas. Pero si la jerarquía chilena cree que se encuentra ante una feligresía pasiva y plana, está muy –pero muy– equivocada. Es su propia credibilidad la que está en juego y tendrá que hacer algo más que castigar a un cura para resolver su propia encrucijada.

Cuando pienso en el Papa Benedicto XVI, pienso que la Iglesia chilena no aprovecha el estilo que el pontífice actual ha querido que lo identifique. Más allá de si es considerado parte del problema o de la solución en los casos de abuso sexual en la Iglesia, Joseph Ratzinger es un intelectual comprometido en promover una cristología que revaloriza la humanidad de Cristo. Todo su libro “Jesús de Nazaret” es una alegoría a Cristo hombre de carne y hueso. No es una retórica para producir un transe místico sino un libro agudo de un autor que se presenta con su nombre y apellido (aún cuando se publicó ya siendo Papa) para motivar un diálogo entre iguales y en búsqueda sincera de una nueva antropología cristiana acorde con una modernidad, que no se compra una religión animista y supersticiosa.

En vez de llenar el Vaticano de consultas y cálculos en un caso como éste, el clero chileno haría mejor en leer esas 447 páginas y tratar de construir sus convicciones y práctica a partir de esa lógica. Tal vez descubra una dimensión cristiana nueva y tal vez ayude a una sociedad como la chilena a encontrar en su identidad religiosa una herramienta para lograr un clima de confianza y madurez como pueblo y como individuos. Total, se vaya o no a misa, se comulgue o no, para eso sirve el cristianismo y para eso lo queremos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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