Lo que ciertamente debe ser superado de inmediato, sin discusión alguna, es un grave error teológico: nadie puede seguir creyendo que el sacerdote es “sagrado” y que todos los demás son “profanos”. Debido a este juicio falso, algunos sacerdotes han podido manipular la conciencia de sus fieles y otros se han puesto por encima del derecho canónico y de los sistemas jurídicos contemporáneos.
Los grandes escándalos de abuso espiritual, psicológico y sexual en la Iglesia Católica, ejecutados por clérigos, exigen cambios de diversa índole.
Estos escándalos no han sido causados, pero sí han podido ser facilitados, por un modo de relación que el actual orden de las cosas ha posibilitado entre los sacerdotes y los fieles. Es este sistema de interactuar el que necesita transformaciones importantes.
Hoy se pide, al menos, discutir y revisar con mucha profundidad y seriedad la obligatoriedad del celibato, evaluar en qué medida el célibe pudiera estar encausando mal la libido, llevándolo esta opción a la posibilidad de crear dependencias malsanas con hombres y mujeres, incluso con menores.
En otras latitudes se ha propuesto la ordenación sacerdotal de varones casados, de vida ejemplar. ¿Por qué no aprovechar la oportunidad que nos brinda esta crisis para revisar un asunto que no es un dogma? La escasez de clero, y el hecho de que no exista un impedimento teológico, hacen, al menos, razonable estudiar este planteamiento.
[cita]En países del Primer Mundo se ha vuelto a plantear la posibilidad de la ordenación sacerdotal de las mujeres.[/cita]
En países del Primer Mundo se ha vuelto a plantear la posibilidad de la ordenación sacerdotal de las mujeres. No sólo la falta de clero, sino un imperativo de reconocimiento cultural mínimo y la necesidad de que las mujeres participen en las decisiones de la Iglesia, también estaría aconsejando atender esta proposición. ¿Cuán determinante es que Jesús haya elegido entre los doce apóstoles sólo varones y una tradición eclesial invariable en la materia?
Sin embargo, los escándalos que remecen a la Iglesia parecen exigir cambios de gran envergadura. Pero lo que ciertamente debe ser superado de inmediato, sin discusión alguna, es un grave error teológico: nadie puede seguir creyendo que el sacerdote es “sagrado” y que todos los demás son “profanos”. Debido a este juicio falso, algunos sacerdotes han podido manipular la conciencia de sus fieles y otros se han puesto por encima del derecho canónico y de los sistemas jurídicos contemporáneos. La consecuencia es dramática y está a la vista: víctimas que después de largos años, tras descubrir las perversas lealtades con que se habían apresado sus conciencias, han tenido el coraje de perseverar en la búsqueda de justicia pese al muro de despectivo silencio que se interpuso durante tanto tiempo.
El “endiosamiento” del sacerdote es un error teológico. Para la Iglesia, el Verbo divino se hizo uno de nosotros, y, como uno de nosotros -no como un privilegiado, ni como un semi-dios- pudo desentrañar en los demás su libertad y su discernimiento para conocer personalmente el amor de Dios. Cristo viene a “liberar” al hombre, no a hipnotizarlo y a subyugarlo.
Este error va de la mano de otro: la idea de que el sacerdocio ministerial es superior al sacerdocio real de todos los bautizados. Todo lo anterior se potencia al punto de oprimir la dignidad de los fieles y favorecer la emergencia de un clero omnipotente. Fue justamente lo contrario lo que estableció el Concilio Vaticano II, que sostiene que los sacerdotes están al servicio de un pueblo sacerdotal. La “sacralidad”, si de ésta se trata, corresponde al Pueblo de Dios en su conjunto. En el mismo Concilio Vaticano II, la Iglesia tuvo conciencia de ser sacramento de la unión de Dios con un mundo del que ella es parte. La “con-sagración” del mundo a Cristo realizado por la Iglesia le impone a ella, tal como al Hijo de Dios, asumir y amar su propia mundanidad, en vez de reclamar al resto de la humanidad un tipo de “sacralidad” que ni siquiera fue la del Verbo encarnado.
Estamos ante una situación tremendamente vergonzosa. Se trata de un anti-testimonio de grandes proporciones que los católicos hemos de asumir con humildad. Pero no podemos abatirnos, pues una dimensión decisiva del Evangelio es reconocer que solo Dios es Dios, que Él es el único Padre, solo Él quien nos reúne y reconcilia como hermanos y hermanas en una misma familia, lo cual constituye precisamente la Buena Nueva que la Iglesia tiene que anunciar a las mujeres y los varones de hoy.