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El General y el Presidente

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Fernando Thauby
Por : Fernando Thauby Capitán de Navío en retiro
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Ahora tenemos al General Mc Christal en Afganistán. Parece evidente que el método empleado para dejar patente su disconformidad con la conducción política y estratégica de la guerra fue descalificatorio respecto a altas autoridades políticas, y también parece evidente que se trata de un gran soldado que estaba haciendo su trabajo tan bien como lo permitían las circunstancias.


La reciente crisis producida en el Gobierno y FF.AA. de los EE.UU. respecto a la dirección superior de la Guerra en Afganistán, recuerda, una vez más, lo necesario y  difícil de una relación armónica entre el líder político y el líder militar siempre, pero particularmente en guerra. Las conveniencias políticas apuntan a una supremacía civil total y las conveniencias militares pugnan por una distribución del poder más equilibrada.

Antes de rendirnos a la emocionalidad y tomar partido, revisemos la historia reciente.

La Guerra de Viet Nam se inició con Eisenhower, pero comenzó a escalar con Kennedy a partir de la Crisis de los Misiles de Cuba. En esa crisis, el prestigio, la credibilidad y la soberbia de Robert Mc Namara se elevaron meteóricamente. El Secretario de Defensa de Kennedy, transformó mediáticamente un modesto empate con la URRS, en una gran victoria personal y para su país.

Mc Namara dejó establecido dos elementos: primero, que dado el equilibrio nuclear, las fuerzas militares habían perdido su valor como instrumento de combate real y se habían transformado en instrumentos con los cuales “enviar señales políticas” al enemigo. Segundo, que la Teoría de Juegos y en general la lógica del Análisis Operacional había reemplazado a la estrategia tradicional.

[cita]Estos ejemplos nos llevan a concluir que Clausewitz tiene razón. El primer y más importante problema que tiene que resolver el Líder Político y el Líder Militar es identificar correctamente el tipo de guerra.[/cita]

El “éxito” ante la URRS y la personalidad arrolladora de Mc Namara conquistaron la confianza de Kennedy y luego del Presidente Johnson, quien sucedió al primero cuando fue asesinado en Dallas. A partir de esta credibilidad y confianza es que el tonelaje de bombas lanzadas y el “body counting” se constituyeron en la medida de las victorias militares. La sistemática eliminación del servicio activo de todos los militares que discreparon de esta curiosa estrategia permitió al Secretario de Defensa alcanzar la condición de “unanimidad” político – militar.

Como Ho Chi Min y Giap habían estudiado a Mao, quien a su vez leyó cuidadosamente a Clausewitz, entendieron la guerra como había sido siempre: una lucha de voluntades que emplean las armas para resolver un conflicto. Pero no solo emplearon las armas, emplearon todo, particularmente la voluntad política del pueblo. Y ganaron.

Terminada la guerra, en EE.UU. se efectuaron muchos y serios estudios para identificar qué falló. Uno de los puntos críticos fue la detección de la incapacidad y falta de valor moral de los militares para argumentar frente a Mc Namara y poner en evidencia sus gruesos errores de juicio frente al Presidente. El epílogo de esta introspección fue la llamada “Doctrina Wainberger”, que establecía las condiciones políticas y militares mínimas que debían existir para que EE.UU. entrara – y pudiera salir – de una guerra.

En este caso, la completa supremacía civil llevó a la derrota y a la muerte de aproximadamente 50 mil soldados y una gran cantidad de heridos físicos y síquicos, inútilmente.

El ataque a las Torres Gemelas fue el pretexto para que el Presidente George W. Bush desatara la guerra contra Irak que ya había decidido hacer, tal como consta en el documento de Doctrina de Seguridad Nacional hecho público los primeros meses de su mandato. El pueblo norteamericano, al igual que muchos otros pueblos, marchó jubiloso a la guerra. Que no se diga que Bush llevó a EE.UU. a la guerra, fueron en masa, por voluntad propia y felices.

El entonces Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, se había encaprichado con un modelo de FF.AA. de alta tecnología, poco contacto personal entre los bandos en lucha y poca dotación de militares. Ya en el planeamiento los militares le hicieron ver que faltarían hombres en el terreno. El retiro de la autorización por parte de Turquía para transitar por su país para entrar al norte de Irak agudizó el peligro. Afortunadamente Sadam no era comparable a Giap ni menos a Ho Chi Min. Trató de enfrentar simétricamente a los EE.UU. y fue derrotado rápidamente. Luego vino la guerra asimétrica, que todos los militares del mundo sabían que vendría. Y la falta de soldados en el terreno se hizo crítica. Rumsfeld porfió que estaba en lo correcto y comenzó a echar a los militares que discrepaban de su idea. Esta vez los militares emplearon otra táctica, los generales que se retiraban o eran echados por Rumsfeld, en vez de guardar silencio, escribieron publicaron y dieron entrevistas. Bush y muchos más se dieron cuenta que iban por mal camino y Rumsfeld fue reemplazado. Esta vez la “resistencia militar” impulsó una profunda revisión estratégica que evitó seguir avanzando hacia el desastre.

Ahora tenemos al General Mc Christal en Afganistán. Parece evidente que el método empleado para dejar patente su disconformidad con la conducción política y estratégica de la guerra fue descalificatorio respecto a altas autoridades políticas, y también parece evidente que se trata de un gran soldado que estaba haciendo su trabajo tan bien como lo permitían las circunstancias y que ya había manifestado reiteradamente su disconformidad y falta de fe en la estrategia política de la Administración Obama, particularmente con su compromiso con una fecha de retirada de Afganistán. Esa declaración de Obama era una señal a los Talibanes de que debían resistir solo unos pocos meses más para ganar la guerra, con lo que invalidaba todas las acciones militares de las tropas de EE.UU.

Nuevamente, la relación político–militar fue disfuncional y produjo la inutilidad del esfuerzo militar, con sus muertos y pérdidas materiales.

Estos ejemplos nos llevan a concluir que Clausewitz tiene razón. El primer y más importante problema que tiene que resolver el Líder Político y el Líder Militar es identificar correctamente el tipo de guerra (la naturaleza de la guerra) que van a acometer y estar de acuerdo en los lineamientos generales para hacerla. Esta falta de comunión explícita de ideas es la base de todos estos desastres.

No hay reglas fijas para estructurar esa relación, se trata de establecer un esquema de relación entre dos personas, uno de los cuales, el Líder Político es el que establece los objetivos, provee la visión, la inspiración, la capacidad organizativa, la dirección y el ímpetu personal necesario para que la guerra se lleve a cabo en una forma cohesionada y enfocada. El otro, el Líder Militar, es el ejecutor que transforma las directrices políticas en acciones que produzcan el éxito. El segundo subordinado al primero, pero siempre obligado a decir reservadamente mientras esté en servicio y a quienes corresponda cuando ya no lo esté, lo que piensa y cree en el fondo de su conciencia respecto a la conducción de la guerra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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