En la continuidad infernal de la coyuntura y en la rápida obsolescencia de las noticias globales, la brecha entre ricos y pobres nuevamente se transforma en un frágil titular.
La insoportable desigualdad sabe confesar a sus promotores, van a la iglesia los días domingos y planean extensas familias. Se suben a una obra social específica y enseñan a sus hijos a conocer la pobreza pero no a vivir en ella. En la caridad depositan lo que enajenan de la justicia. A los campamentos les suelen llamar aldeas y a los delincuentes acostumbran a buscarlos en las poblaciones populares pero no en los exclusivos condominios. Son buenos samaritanos, empresarios prestigiosos, demócratas a la fuerza y ciudadanos de un país global llamado capitalismo.
Ahora que son gobierno, se indignan con lo que promueven todos los días. El Ministro Lavín ha estrenado formas verdaderamente conmovedoras de examinar las brechas educacionales que separan a ricos y pobres. Su performance mediática ha sido soberbia, su asombro con los resultados y esa perfecta elocuencia técnica parecen tan reales y auténticas, si no fuera por su pasado de obras pirotécnicas y programas sociales para la galería: botones de pánico, canchas de golf en parques públicos y piscinas públicas sin permisos sanitarios.
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Esa fábrica comunicacional para construir mensajes en vez de políticas, ha continuado con la innovadora idea de “semaforizar” los colegios según su rendimiento escolar. Se ha propuesto utilizar ese color rojo que tanto le fascina –antes lo usó en sus guardias del centro de Santiago- para identificar a los malos colegios públicos que no saben ofrecer una educación de calidad con una subvención que resulta ser la décima parte de las mensualidades de algunos colegios privados. En estos días propone la gratuidad de las carreras de pedagogía “con ciertos requisitos” y cruza los dedos para que la revolución pingüina 2.0 no arruine su ranking como el ministro mejor evaluado.
Pero la insoportable desigualdad se sabe abrir camino. Parece un destello programado cada tres años cuando la Casen nos regresa al país tercermundista que somos, muy lejos de las naciones OCDE que admiramos. Pero esta vez, la Casen se juntó con la crisis financiera global y el díscolo Simce, entonces la conmoción ha sido más honda y perturbadora. No sólo aumentaron los pobres e indigentes, sino que la desigualdad –medida con el índice de Gini- también se incrementó. Es más, el decil más rico en medio de las crisis más importantes del capitalismo en las últimas décadas, aumentó generosamente sus ingresos.
Sobre una democracia aturdida por sus logros económicos y la estabilidad política más obscena entre tantas inequidades dando vueltas, la insoportable desigualdad siembra por algunos segundos un signo de interrogación en las cavidades institucionales del modelo económico. Las elites más ilustradas del país difieren en las causas y profundidad de estas brechas, incluso suelen lucir pasiones verídicas en esos debates, pero coinciden en horas de la mañana dejando a sus hijos en los exclusivos colegios privados que los ponen a salvo de la educación pública que no saben –no quieren- cambiar.
En la continuidad infernal de la coyuntura y en la rápida obsolescencia de las noticias globales, la brecha entre ricos y pobres nuevamente se transforma en un frágil titular. Una sonda lanzada al debate caprichoso de la opinión pública; un indicador más que viene a sumarse a tantos otros. La gradualidad en las políticas que se les ofrece a los más postergados, contrasta con la rápida integración que consiguen los emprendedores que asimilan muy rápido el arte de la competencia. La insoportable desigualdad, pronto se tornará una explicación técnicamente impecable y éticamente deleznable, sobre una democracia que sabe guardar silencio y sembrar moderación allí donde debiera irrumpir la más perturbadora indignación.
A los fríos números de las encuestas, a esas enigmáticas y abstractas brechas entre ricos y pobres que revelan tantos estudios, se añade la imagen estremecedora de 33 mineros atrapados en una mina y 32 mapuches en huelga de hambre. Ambos acontecimientos parecen convertirse en la mejor postal bicentenaria de un Chile partido en dos y de una sociedad democrática que ha elegido la espectacularización mediática de sus inequidades y la solemne estabilidad de sus instituciones.