La privatización sólo sería aceptable, por ejemplo, si se concordara una profunda reforma tributaria que asegurara que el Estado se fortalece como agente de redistribución y no al revés.
Todo indica que, de aquí a fines de año, el gobierno iniciará un proceso de reducción de dotación en CODELCO. Las palabras del Vicepresidente de Administración y Finanzas de la empresa, Thomas Keller, no dejan espacio para muchas dudas: «Vamos a ajustar la dotación a los niveles que nos permitan ser competitivos en el largo plazo. En varios de los procesos de Codelco Norte, por ejemplo, hay una dotación mayor a aquellas operaciones que exhiben las mejores prácticas. Pero esto también se da en muchas otras áreas de la corporación».
Probablemente, varias autoridades del actual Gobierno podrían complementar la última frase, agregando “pero esto también se da en muchas otras empresas del Estado”. Por razones estrictamente políticas, evitarán decirlo públicamente, como también lo evitaron muchas de las autoridades de los gobiernos de la Concertación que compartían esta opinión.
La discusión sobre la eficiencia de las empresas públicas tiene hoy el gran riesgo de entramparse en las redes de la desconfianza, impidiendo así un debate serio y abierto. Esa desconfianza gira en torno a “la verdadera intención” del Gobierno de Piñera en esta materia: ¿se está preparando el ambiente para iniciar un proceso masivo de privatizaciones? La sospecha se nutre de varias fuentes.
[cita]La privatización sólo sería aceptable, por ejemplo, si se concordara una profunda reforma tributaria que asegurara que el Estado se fortalece como agente de redistribución y no al revés.[/cita]
Una fuente es ideológica: “por convicción y doctrina” el sector político que apoya al Gobierno cree que la gestión privada es, por definición, más eficiente que la del Estado. La segunda fuente es histórica: en dictadura, este mismo sector político llevó a cabo un profundo proceso privatizador. Pero no fue sólo eso; quedó en el recuerdo que dicha privatización no buscó precisamente proteger el Patrimonio del Estado, sino que el pago que éste recibió estuvo muy por debajo del verdadero valor de las empresas privatizadas. Derechamente, el Estado se empobreció a la par del enriquecimiento de agentes privados.
Una tercera fuente de “sospecha” es política y surge de la constatación de que, en estos seis meses de gobierno, Piñera ha tomado varias decisiones que le han atraído popularidad a costa de intereses empresariales: el alza de impuestos para financiar la reconstrucción, las “gestiones” para evitar despidos sin indemnizaciones amparadas en un artículo de la propia ley laboral y la intervención “pro medio ambiente” en el caso del proyecto de la termoeléctrica Barrancones. El silencio que hasta ahora ha guardado el empresariado ante estas decisiones, ¿se debe a que está dispuesto a pagar ese costo a cambio de que se inicie la largamente postergada privatización de las empresas que aún quedan en manos del Estado?
Finalmente, la cuarta sospecha es simplemente pragmática. La agenda social del discurso del 21 de mayo es difícil de financiar con la actual estructura tributaria, por más que se diga que los recursos “extra” serán asegurados por una mayor recaudación derivada de un hipotético crecimiento del PIB a tasas de 6% por cuatro años. Ante este déficit, no sería extraño que el Gobierno planteara al país, derechamente, que los recursos serán obtenidos por la venta de estos activos. Muy en la línea ideológica de los economistas más liberales, “empobrezcamos al Estado para enriquecer a las personas”.
Independientemente de las diversas posturas que surgen ante esta posibilidad, creemos necesario que el actual gobierno muestre sus cartas, es decir, sus intenciones, para abrir este debate que, más allá de los gustos personales, es absolutamente legítimo y necesario. La discusión debería darse con la calculadora en la mano, con cifras concretas y no con declaraciones etéreas. En un país de desigualdades tan aberrantes, sería impensable que se llegue a fórmulas de privatización que signifiquen disminuir la capacidad real del Estado, en el corto y mediano plazo, para financiar el gasto y la inversión social. La privatización sólo sería aceptable, por ejemplo, si se concordara una profunda reforma tributaria que asegurara que el Estado se fortalece como agente de redistribución y no al revés.
Si se llegara a despejar el tema de la “intención”, sería mucho más fácil debatir con altura de miras sobre la eficiencia de las empresas públicas. El exitoso caso de BancoEstado ha servido para destruir el mito de que las empresas públicas no pueden ser eficientes. Por el contrario, este y otros ejemplos nos permiten hoy llegar a un amplio consenso sobre la urgencia económica, política y ética de exigir un desempeño de excelencia en las empresas del Estado.
A todos los sectores nos interesa que en ellas se impongan las mejores prácticas de gestión, que se les libere de los procedimientos burocráticos y las presiones políticas que les impide alcanzar altos estándares de eficiencia. A mayor eficiencia, mayores utilidades y mayor patrimonio para todos los chilenos. También mayores aportes al erario nacional, lo que permite aumentar el gasto social.
Siguiendo este criterio, no existe ninguna justificación para mantener una dotación de trabajadores o un nivel de remuneraciones por sobre lo estrictamente conveniente desde el punto de vista de la rentabilidad económica y social de cada empresa, es decir, del beneficio del “dueño” que somos todos los chilenos.
La historia reciente muestra que esos cambios, muchas veces dolorosos para ciertos sectores de trabajadores, pueden ser realizados en un clima de colaboración con los propios dirigentes sindicales. Así lo vivió BancoEstado, ENAP y la propia Codelco en determinadas circunstancias. La clave, en esos casos, fue el diálogo permanente y el respeto y reconocimiento por el rol que juegan los distintos actores: los trabajadores, la administración y los representantes del dueño.
Pero para que el diálogo sea fecundo hay que partir por mostrar las intenciones.