Nuestra realidad semeja la de un país, una sociedad, unos ciudadanos profundamente privatizados. Como sabemos, su punto de partida fue también algo impuesto a la sociedad chilena mediante una férrea dictadura cívico-militar.
Como se sabe la primera colonización que sufrió el continente y el territorio después llamado Chile, fue la española (muy rápido llegaron los portugueses a tierras hoy brasileñas). Bastante tiempo llevó a los nativos de estas tierras y a quienes no siendo nativos se desembarcan del dominio virreinal, para avanzar hacia la conquista de un preciado bien político: la independencia de la metrópoli. A pesar de lo que se cuenta en algunos textos de historia escolar, el impacto de esa invasión europea –llamada también “descubrimiento”-, será ambivalente: por un lado, destrucción para las civilizaciones amerindias; por el otro, la emergencia del filosofar moderno, entre otras cosas.
Por una parte, una motivación basada en la conquista de territorios, usurpación de riquezas (oro y plata), uso de los nativos como mano de obra barata a expoliar y exportar. Por la otra, la llegada del cristianismo, bajo diversas expresiones y facetas. Esa situación generó a poco andar algunas discusiones importantes, entre las cuales destacó aquella que se preguntaba por el estatuto humano de los indios, “bárbaros” distintos de aquellos de Grecia, China o el mundo musulmán. El dominio sobre nativos y la usurpación de sus riquezas naturales, fue justificado –en el debate de Valladolid (1550)- porque según Ginés de Sepúlveda (m.1573) “será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes (bárbaras) se sometan al imperio de príncipes y naciones más cultas y humanas, para que por sus virtudes y la prudencia de sus leyes, depongan la barbarie y se reduzcan a vida más humana (…)”. Pero no solo eso. Estaba también presente –como hoy-, la “falacia desarrollista”. Según Ginés, las instituciones aztecas o incas tienen un modo institucional de república “pero nadie posee cosa alguna como propia, ni una casa, ni un campo de que pueda disponer ni dejar en testamento a sus herederos (…) todo esto (…) es señal ciertísima del ánimo de siervos y sumisos de estos bárbaros”.
[cita]Nuestra realidad semeja la de un país, una sociedad, unos ciudadanos profundamente privatizados. Como sabemos, su punto de partida fue también algo impuesto a la sociedad chilena mediante una férrea dictadura cívico-militar.[/cita]
Rasgos entonces de la primera colonización sufrida por el continente: el interés por el oro y la plata; por la fuerza de trabajo de los nativos; por la conversión espiritual y expansión del cristianismo –impuesta si era necesario-, como justificación de esa “conquista”. En el Bicentenario da la impresión que tendremos que “celebrar” la consagración de una segunda colonización: aquella acometida por las fuerzas del mercado, el capital desregulado y global, por un Estado achicado y debilitado, por unos medios de comunicación manejados por muy pocas manos que –curiosamente- son las mismas que acumulan enorme poder económico o financiero dentro y fuera de Chile.
Nuestra realidad semeja la de un país, una sociedad, unos ciudadanos profundamente privatizados. Como sabemos, su punto de partida fue también algo impuesto a la sociedad chilena mediante una férrea dictadura cívico-militar. Las consecuencias están a la vista: el país se ha convertido en un gran mercado; un gran bazar; uno en el cual todo puede ser motivo de subasta, venta y compra, oferta y demanda en busca de rentabilidad: aire limpio; educación; protección social; ideales políticos; conciencia moral; calles y autorrutas; el trabajo; el mar; el cuerpo; los bosques; la felicidad o la salud mental, todo puede ser objeto de negocio, de un interesante emprendimiento. Un país en el cual la bandera misma sobre algunos territorios no significa mucho frente al poder de unas suculentas inversiones extranjeras.
En la primera colonización, el mensaje del auténtico cristianismo – el de la solidaridad y fraternidad igualitarias-, pudo hacer –mediante algunas voces (B. de Las Casas)- de rasero crítico de la violencia ejercida o del desmesurado interés material y de acumulación. Pero, ¿y en esta segunda colonización? Da la impresión que las almas han sido colonizadas por el interés mercantil; por la lógica del cálculo costo-beneficio corto placista; que muchos viven con la ilusión de que hacerse ricos es lo único que de veras importa, por el camino largo o el corto. Nuestra conciencia moral ha sido pre-convencionalizada, orientando su acción en función “del palo o la zanahoria”.
En la orfandad de ciudadanía tenemos ahora “recursos” humanos y “recursos” naturales. Estupendo negocio, por cierto, para las elites más poderosas: no tenemos un pueblo-ciudadano que moleste o exija sus derechos; nos va quedando poca naturaleza. 33 mineros prisioneros de una mina la cual sus “emprendedores” dueños la hacían trabajar en condiciones deficientes; por otro lado, 32 mapuche en ya larga e incomunicada huelga de hambre, negados por un prensa que posa de apolítica e independiente. Qué curioso, ¿no le resuena similar a las palabras de Ginés de Sepúlveda citadas más arriba? Dos siglos después, aún la elite de poder no les reconoce su cosmovisión y forma de trato con la tierra; les aplica y reprime en nombre de la propiedad privada y la ley antiterrorista. Parece poco creíble, ¿no le parece? Eso les pasa por ser mapuche y vivir en Chile. Si fueran cubanos en huelga de hambre –aunque fuera uno solo- , ocuparían las primeras planas de los principales diarios, tendrían transmisiones especiales de los noticiarios, y de seguro más de algún rutilante parlamentario les ofrecería asilo y trabajo acá, “la” tierra de oportunidades para todos en igualdad de condiciones.