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Sociedad sin fondos

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Cristián Rodríguez
Por : Cristián Rodríguez Director Ejecutivo Instituto de Estudios de la Sociedad (IES)
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Hay un extraño tabú que nos hace imposible discutir abiertamente sobre los “temas de fondo”. Nunca se discute sobre los fines, pero se realiza un intenso debate en torno a los medios o procedimientos. ¿No es eso poner la carreta delante de los bueyes?


En el debate de los mal llamados “temas valóricos” –como si los demás temas no involucrasen valores– es frecuente escuchar un llamado a no convertir la discusión pública en una disputa académica o, peor aún, filosófica. De esta forma, los distintos interlocutores –gobierno, parlamentarios, líderes de opinión– pretenden llegar a formaciones de compromiso que no los hagan distanciarse demasiado de estas asunciones fundamentales, y que les permitan salir al paso, al menos frente a la opinión pública y al potencial electorado.

Toda discusión política está basada en una serie de posturas más o menos implícitas respecto a la naturaleza de la sociedad, en torno a la persona humana y su lugar en el mundo, sobre la particular identidad nuestro país, sus posibilidades y su destino último.

Sin ir más lejos, las diversas posturas en torno al tema mapuche suponen una serie de presupuestos de índole antropológico (quiénes somos y quiénes son ellos), ético (licitud de la huelga como expresión de una autonomía individual), e histórico (la «narración» de la conformación del Estado de Chile, su relación con la Araucanía, etc.). No obstante, someter a discusión estas posiciones básicas parece ser algo que queda fuera del ámbito público, puesto que en último término cada una de ellas respondería al santuario de la conciencia privada.

[cita]Hay un extraño tabú que nos hace imposible discutir abiertamente sobre los “temas de fondo”.  Nunca se discute sobre los fines, pero se realiza un intenso debate en torno a los medios o procedimientos. ¿No es eso poner la carreta delante de los bueyes?[/cita]

Las convicciones serían un patrimonio personal e intransferible. Las discusiones se convierten en negociaciones, donde ya no priman los argumentos para pensar por qué es razonable que nos inclinemos por una opción y no la otra. Estas negociaciones, en último término, terminan por ahogar la diversidad y el intercambio de ideas en una serie de gallitos electorales, dando pie a todo tipo de maquiavelismos. Al decir de Leo Strauss, la política, que alguna vez fue una extensión de la ética, se convierte en simple cratología: una ciencia del poder, por el poder y para el poder.

Puestas así las cosas, las disciplinas tradicionalmente llamadas humanistas quedan absolutamente desterradas de la discusión pública, puesto que se esmeran en analizar y criticar las ideas indiscutibles que subyacen al intercambio político. En su lugar, los criterios fundamentales a la hora de tomar decisiones son de carácter técnico y pragmático. La filosofía, la historia, la antropología y la sociología, deben ceder paso frente a contundentes cifras de encuestas de opinión e índices de productividad.

El hecho preocupante es que no hay ningún ámbito de discusión, desapasionado, profundo y matizado, entre las distintas visiones de mundo que necesariamente se encuentran presentes en nuestra sociedad. Hay un extraño tabú que nos hace imposible discutir abiertamente sobre los “temas de fondo”.  Nunca se discute sobre los fines, pero se realiza un intenso debate en torno a los medios o procedimientos. ¿No es eso poner la carreta delante de los bueyes?

En la medida que una comunidad renuncia a discutir sobre sus fines y se limita a evaluar medios, la actividad política se vuelve mero cálculo, al igual que en las dictaduras. De igual forma, pensar que las ideas “de fondo” son intocables y privadas, hace que la discusión pública sea una negociación técnica. Eso nos convierte en una sociedad sin fondos. La imposibilidad de postular un ideal de sociedad y de país, fundado en premisas razonables y que, por tanto, pueda convencer a los demás ciudadanos, es una renuncia anticipada a que la política sea política. Comenzando un tercer siglo de existencia como república independiente, quizás también es hora de reflexionar abiertamente sobre cómo somos y cómo nos gustaría ser. Esto incluye, por cierto, si nos importa o no constituirnos como una sociedad sin fondos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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