Si ponemos al Troglodita a cargo de un país, el sentido de su apetito se complejiza: ya no se trata exclusivamente de atesorar riquezas; se trata de de una obsesión compulsiva por acumular números, por subir en las encuestas, por ver líneas ascendentes en los gráficos que lo ubiquen en mejores posiciones que sus antecesores.
En una breve reseña, Étienne Balibar da luces sobre la genealogía de un concepto clave para la comprensión del hombre: el Deseo. En su argumento Balibar distingue entre el apetito (como una forma primitiva del Deseo) y la ambición (como la realización sublime del Deseo).
El apetito, en su expresión animal, es la necesidad de incorporar objetos externos para preservar la forma. Necesito alimento para llenar un vacío en mí (la falta de alimento) y mantenerme con vida. La ambición, por otro lado, es un impulso opuesto al apetito. Está asociada al reconocimiento, a la necesidad de que otros incorporen mis ideas, mi reflexión sobre el mundo. De esta forma, mientras el apetito tiene un movimiento desde fuera hacia dentro; la ambición moviliza una fuerza interna hacia el exterior.
El Troglodita se mueve frenéticamente en la frontera que separa el apetito de la ambición, pero queda atrapado en sus límites, atascado en sus bordes. En efecto, el Troglodita busca reconocimiento, pero a diferencia del ambicioso, el tipo de reconocimiento que busca no está relacionado con el afán de convencer al mundo sobre el valor de sus ideas, de persuadir al resto sobre la necesidad de su realización y de guiar a una sociedad a través de un proyecto político específico. Por el contrario, el Troglodita busca acumular. Es en la acumulación donde el Troglodita realiza su Deseo, es en la acumulación donde el Troglodita siente que sobresale del resto y obtiene su reconocimiento.
[cita]En política esto se traduce en absorber el Deseo de las masas. En este acto, fallido por esencia, el Troglodita se transforma en alguien que no es, se vuelve la negación de sí mismo.[/cita]
Si ponemos al Troglodita en el mundo de los negocios el resultado es evidente. El Troglodita intentará acumular sin importar las consecuencias. En ese camino utilizará todos los mecanismos a su alcance (legales e ilegales) para deshacerse de su competencia y alcanzar una posición dominante que le permita incrementar exponencialmente su patrimonio. Su apetito infinito subvierte una legítima aspiración de dominio, para transformarla en una delirante carrera por acaparar lo que esté a su alcance.
Si ponemos al Troglodita a cargo de un país, el sentido de su apetito se complejiza: ya no se trata exclusivamente de atesorar riquezas; se trata de de una obsesión compulsiva por acumular números, por subir en las encuestas, por ver líneas ascendentes en los gráficos que lo ubiquen en mejores posiciones que sus antecesores. Para el Troglodita las ideas y su realización a través de un proyecto político ocupan un segundo plano. Su movimiento es el radical opuesto: la necesidad de reconocimiento pasa por llenar su vacío con elementos externos. En política esto se traduce en absorber el Deseo de las masas. En este acto, fallido por esencia, el Troglodita se transforma en alguien que no es, se vuelve la negación de sí mismo.
Es por ello que el discurso del Troglodita es vacío y ambiguo, es por ello que el Troglodita en su efectismo hará siempre primar la forma por sobre el fondo, es por ello que el Troglodita nos lleva por un camino insospechado donde el único interés que parece estar en juego en cada acción y en cada decisión es el del propio Troglodita; y donde su insaciable apetito nos convierte, poco a poco, en bocadillos de su fatídico banquete.