Aún admitiendo las graves dificultades que aquejan a nuestro sistema político, no parece que la solución pase por la voluntariedad del voto —que terminará de debilitar a un sistema ya alicaído— sino por reformar más profundamente el sistema político, partiendo quizás por la ley electoral.
La Democracia Cristiana ha señalado querer revisar el acuerdo político alcanzado con cierta premura en enero de este año, en la época que (¡parece tan lejos!) Marco parecía ser el dueño de la política chilena. Ignacio Walker, su presidente, ha dicho que tiene buenas razones para impulsar el voto obligatorio en lugar del voto voluntario.
Más allá del fondo del tema, es indudable que estas repentinas volteretas no le hacen bien a la credibilidad del sistema. En rigor, antes de empezar a discutir, no estaría nada de mal que la DC diera alguna explicación más o menos consistente de por qué hoy tiene una posición distinta que hace algunos meses: ¿conversión repentina, hipocresía propia de período electoral, incapacidad de resistir las sirenas populistas? Raye usted la mención que le parezca correcta. Con todo, es innegable que al asunto amerita una discusión más seria que la tuvo lugar hace algunos meses, en medio de presiones más bien dudosas.
El voto voluntario parece ser, a primera vista, la solución más razonable pues resguarda las libertades individuales. Además exige que los políticos se esfuercen un poco y nos convenzan de ir a votar. En esta lógica, el voto es concebido simplemente como un derecho que puede ejercerse o no según la voluntad de cada cual sin coerción de por medio. ¿Con qué razones la colectividad podría obligarnos a ir a votar si no queremos hacerlo? ¿Por qué la participación habría de ser forzada, cuando es obvio que una participación impuesta no es tal? Desde esta perspectiva no hay ni puede haber motivos suficientes como para poner cortapisas a mi propia voluntad.
[cita]La concepción que está detrás de la voluntariedad es aquella según la cual la política debería funcionar del mismo modo que el mercado y donde el ciudadano no debería ser muy distinto del consumidor.[/cita]
Todo esto parece muy sensato y, sobre todo, muy coherente con ciertas ideas dominantes. Pero esta versión del liberalismo también tiene sus límites y sus complicaciones. Por de pronto, implica una comprensión de la libertad como simple no injerencia, esto es, como mera ausencia de límites externos a la acción. Por lo mismo, se tiende a ver en toda ley un obstáculo para las libertades, ya que toda ley supone, por definición, una limitación. No pueden haber deberes en esta lógica, o sólo los estrictamente necesarios. No obstante, existe otra comprensión de la libertad —que podríamos llamar republicana— que no insiste tanto en la no injerencia sino en la ausencia de dominación. La libertad no significa tanto que no haya nunca ninguna interferencia en mi acción (pues así nada podríamos decir contra la esclavitud) sino más bien en que ningún ciudadano pueda ser objeto de dominación. Esta concepción alternativa supone que la libertad, más que algo dado de manera espontánea, es fruto de una determinada organización política que la hace posible. La libertad es inseparable de la comunidad y de la política, porque no puede existir sin aquellas, y entonces la ley es instrumento de libertad más que limitación de mi metro cuadrado. Aquí no sólo hay derechos sino también deberes para con ella misma, pues la libertad requiere para su despliegue efectivo de ciertas condiciones que no son, ni de lejos, fáciles de cumplir. Dicho de otro modo, la libertad supone, como sugería Aristóteles, que hemos puesto algo en común, que hemos creado el ámbito de lo común.
En este contexto, hablar de voto obligatorio no tiene nada de descabellado. Es simplemente un mínimo deber que permite garantizar el ejercicio efectivo de la libertad, y definitivamente el individualismo tiene que estar muy exacerbado como para considerar que se trata de un grave atentado a la autonomía personal. Es cierto que, desde cierto punto de vista, el voto obligatorio subsidia a los políticos, y también es cierto que éstos no hacen demasiados esfuerzos por merecerlos -y el silencio que ha rodeado el caso Nogueira es el último ejemplo (digamos, entre paréntesis, que la distinción impulsada por el gobierno entre los residentes en el extranjero “con vínculo” y “sin vínculo” tampoco va en el sentido correcto, pues es arbitraria y denota un miedo casi atávico a la participación. Si es la nacionalidad chilena la que otorga el derecho a voto, toda discriminación equivaldrá inevitablemente a crear chilenos de primera y segunda clase, lo que no parece muy pertinente). Pero aún admitiendo las graves dificultades que aquejan a nuestro sistema político, no parece que la solución pase por la voluntariedad del voto —que terminará de debilitar a un sistema ya alicaído— sino por reformar más profundamente el sistema político, partiendo quizás por la ley electoral.
Hannah Arendt advertía, no sin algo de angustia, de los riesgos que conlleva el estrechamiento del espacio público que termina estrechando también el horizonte de las posibilidades humanas. Yo no creo que el voto obligatorio vaya a resolver nuestros problemas, pero sí creo que el voto voluntario podría agravarlos. Al final del día, la concepción que está detrás de la voluntariedad es aquella según la cual la política debería funcionar del mismo modo que el mercado y donde el ciudadano no debería ser muy distinto del consumidor. Es, por tanto, una mirada insuficiente para todos quienes creemos que lo público no puede reducirse a lo privado y que la política tiene una especificidad que le es propia. O, para decirlo en otras palabras, hacernos cargo de nuestro destino común importa asumir ciertas responsabilidades sin las cuales no tendremos ni comunidad ni libertad ni (casi) nada. Sólo el bendito mercado.