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De curas pedófilos a presidentes corruptos

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John Charney
Por : John Charney Abogado, Doctor en Derecho de King's College London. Profesor Derecho, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
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La institución presidencial y la persona que la encarna debe estar sometido al escrutinio permanente de la ciudadanía, a la crítica más feroz, al control más riguroso. De lo contrario, si aceptamos la tesis de la intocabilidad presidencial, esta puede terminar como aquel curita, que en su inmunidad espiritual, se come las ostias a escondidas, se toma el vino de la parroquia y, de vez en cuando, se excede en sus dosis de cariño con los hijos de los feligreses.


Nuestro sistema político se asemeja al de una parroquia, tanto en su estructura institucional, como en su esfera simbólica. Me referiré principalmente a lo último, puesto que de lo primero se ha hablado hasta el cansancio y aunque la discusión pareciera agotada, las estructuras verticales, centralistas y secretistas del Estado chileno se mantienen incólumes, cual reflejo del Estado Pontificio.

En el plano simbólico, en el del lenguaje, el discurso político está transversalmente empapado de agobiante liturgia, de cánones inamovibles y de fe irrenunciable. Uno de los conceptos que se ajusta a dichos calificativos es el de la institución presidencial.

Cual “padre nuestro”, el discurso político quiere hacernos creer que la institución presidencial es un objeto santo, una especie de texto sagrado, un trozo de uña de Cristo que lejos de la contingencia y del diario repiqueteo político conserva un aura celeste que la separa del mundo terrenal y la confina al mundo de las ideas. ¿Cuales ideas?

[cita]La institución presidencial no sólo debiera tocarse, debiera desnudarse, debiéramos escudriñar hasta en los lugares más remotos del poder si lo que buscamos es una democracia robusta, una ciudadanía empoderada y un poder al servicio de esta última.[/cita]

Dicen que es necesario proteger esta institución ya que en su sagrada investidura transciende la figura e imagen del hombre o mujer que la encarna. La “presidencia”, tal como el Espíritu Santo, está por sobre el mundo terrenal. Es por ello que debemos ser cautelosos en nuestra crítica y temerosos al expresar nuestros comentarios; debemos reprimir nuestros impulsos y evitar pensamientos y deseos impuros; de lo contrario, arriesgamos debilitar nuestro sacrosanto patrimonio republicano.

Pero qué tipo de república estamos construyendo cuando blindamos exageradamente una institución que concentra en una persona tal envergadura de poderes. Aquella en la que reside no solo la administración del Estado, sino que goza además de amplísimas atribuciones legislativas y además puede inmiscuirse en las decisiones del Poder Judicial mediante el indulto presidencial.

Cuando confundimos el poder político con el poder monacal y dotamos al discurso político de formas litúrgicas reducimos la capacidad crítica. Nos quedamos con la retórica de “las instituciones funcionan”, como si las instituciones fueran entes con vida propia que actúan independientes de la voluntad de quienes las constituyen; como si tocadas por una mano divina nos llamaran a tener fe en su funcionamiento, renegando de paso las legítimas dudas sobre las intenciones y motivaciones de quienes las encarnan.

La institución presidencial, a pesar de lo que algunos creen, funciona en el mundo de la vida y no en el mundo de las ideas. Allí se toman decisiones que a diario afectan la vida de millones de personas (aunque no nos demos cuenta) y que trazan el rumbo de futuras generaciones. Como tal, la institución presidencial y la persona que la encarna debe estar sometido al escrutinio permanente de la ciudadanía, a la crítica más feroz, al control más riguroso. De lo contrario, si aceptamos la tesis de la intocabilidad presidencial, esta puede terminar como aquel curita, que en su inmunidad espiritual, se come las ostias a escondidas, se toma el vino de la parroquia y, de vez en cuando, se excede en sus dosis de cariño con los hijos de los feligreses.

La institución presidencial no sólo debiera tocarse, debiera desnudarse, debiéramos escudriñar hasta en los lugares más remotos del poder si lo que buscamos es una democracia robusta, una ciudadanía empoderada y un poder al servicio de esta última. Si vestimos a la presidencia con hábitos clericales y persistimos en idealizar la figura del presidente, no debiéramos sorprendernos si descubrimos presidentes corruptos, tal como ya no sorprende encontrarse con curas pedófilos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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