El aporte de la crónica consiste en invitar, sobre todo al lector joven, a penetrar en los hechos desde la subjetividad de los seres humanos comunes y corrientes que los vivieron, construir su propia interpretación de las realidades.
Pese a los resultados de la encuesta Adimark-La Fuente sobre índices de lectura en Chile, que ha mostrado una deplorable escasez y una ignominiosa desigualdad en la demanda de libros, la oferta de tan menospreciado producto está lejos de reflejar la misma precariedad. Porque incluso entre los libros de no ficción, que son los menos demandados en el mercado, todavía es posible encontrar en nuestras librerías algunas obras de gran calidad, cuyo lenguaje no necesariamente reviste de ese academicismo que al común de la gente se le hace cuesta arriba entender, como ocurre con la monografía filosófica, histórica, jurídica o sociológica, destinada a un público más entendido en esas materias.
Y precisamente, un formato de no ficción que escapa de todo academicismo es la crónica, que básicamente consiste en una narración subjetiva de hechos reales, con ciertos elementos valorativos, que busca poner en contacto al lector no especialista con lo vivido o investigado por el autor para invitarlo a reflexionar sobre determinados temas o acontecimientos, sean éstos del pasado más milenario o del presente más inmediato. Se trata de una realidad contada como ficción, que puede llegar a ser incluso más sorprendente que la creación del más ingenioso novelista.
En este sentido, un consagrado en este género es Joaquín Edwards Bello, cuyas crónicas han sido reeditadas en los últimos dos años por la Universidad Diego Portales, y que tratan sobre nuestra realidad nacional e internacional en las mismas épocas en que fueron originalmente publicadas, con un estilo ágil, directo y con ese gran sentido del humor que siempre caracterizó al célebre escritor chileno. Léase, por ejemplo, “El pobre Tutankamón” en el primer volumen de sus “Crónicas reunidas”.
[cita]El aporte de la crónica consiste en invitar, sobre todo al lector joven, a penetrar en los hechos desde la subjetividad de los seres humanos comunes y corrientes que los vivieron, construir su propia interpretación de las realidades.[/cita]
Ahora bien, si de tragedias mundiales se trata, las crónicas del fallecido periodista polaco Ryszard Kapuscinski son las más representativas, particularmente las congregadas en su hermoso y trágico libro sobre la realidad de África, titulado “Ébano”, así como en “La guerra del fútbol”, título basado en su memorable relato sobre una de las más estúpidas guerras que se hayan desatado en América Latina, para mostrarnos la estupidez misma de los conflictos armados. Del mismo prestigio internacional goza su discípulo, el estadounidense Jon Lee Anderson, autor de un monumental perfil sobre el mítico “Che” Guevara, y el mexicano Carlos Monsivais, quien falleció en junio pasado, luego de haber deleitado a sus compatriotas con la socarronería de su particular estilo.
Pero más allá de los autores consagrados, un conjunto de crónicas que podría llegar a convertirse en un clásico de la literatura de no ficción es “Historia mundial de los desastres”, del periodista británico John Withington. Obra de reciente aparición, donde con una maestría sólo comparable a los autores ya mencionados, se narran los más grandes desastres acontecidos a lo largo de toda la historia de la humanidad, sean “naturales”, como los terremotos, tsunamis, inundaciones o erupciones volcánicas; “accidentales”, como los incendios, naufragios y choques de trenes o aviones; o deliberados, como las hambrunas, las guerras, las invasiones, los crímenes de lesa humanidad y los atentados terroristas.
Esta clase de formato de no ficción choca frontalmente con el objetivismo de la prosa academicista, cuyos métodos, por mucho rigor científico que puedan llegar a tener, no son sino ideas que conforman un solo gran sistema general de comprensión –que podemos llamar también ideología- respecto de un determinado problema o conjunto de acontecimientos, donde el lector no es más que un simple invitado a compartirlo o refutarlo, pero difícilmente a crear su propia interpretación.
Por cierto que nada perjudicial hay en esto, es parte integrante de la diversidad de pensamientos y un ejercicio legítimo de las libertades públicas de expresión y de enseñanza, principalmente. Pero en una época como la nuestra, donde hemos presenciado tanto trastoque ideológico y religioso, después de haberse derrumbado todos los esquemas “perfectos” en el modo de concebir la vida política, social, cultural y económica, de los que la realidad se ha burlado despiadadamente, hacen falta entonces –como diría el connotado historiador chileno Gabriel Salazar- los testimonios de “un pueblo, una sociedad con una memoria viva, social, gigantesca.”
Y en este sentido, el aporte de la crónica consiste en invitar, sobre todo al lector joven, a penetrar en los hechos desde la subjetividad de los seres humanos comunes y corrientes que los vivieron, construir su propia interpretación de las realidades, tanto nacionales como mundiales, y poder así buscar nuevas formas para un mejor entendimiento humano. Lo que es fundamental para la defensa de los derechos humanos, en la medida que tales derechos sean concebidos no como una filosofía o una teoría del mundo, sino como un problema existencial de este imperfecto teatro que es la vida humana.