Ahora se habla como de algo obvio y más que sabido (¡cuántas veces se lo dijimos a Mubarak!) de dictaduras, de gobiernos corruptos, de pueblos no escuchados, de estado policial, de eternización en el poder. Las palabras del pasado ambiguas o complacientes se convierten en palabras que denuncian y arañan.
Las palabras son trampas. Revelan, pero también ocultan. Son vehículos para el conocimiento, pero a veces se convierten -las convertimos- en espejismos engañosos. Un vocablo afortunado o una expresión de moda pueden salvar, al menos de cara al exterior, un régimen siniestro. Pueden hacer incluso de un acaparador inescrupuloso de poder el ícono de algún respetable proyecto nacional.
Las actuales revueltas de Túnez, Yemen y Egipto me recuerdan cómo se cubrieron con etiquetas oportunistas décadas de gobiernos opresivos y corruptos. Indigna ver la impunidad de que gozaron tantos inventores interesados, o acaso frívolos, de confusión.
La descolonización que se gatilló después de la II Guerra Mundial contaba con una simpatía bastante generalizada en los medios y en la gente común. Expresiones como autodeterminación, liberación, nacionalismo o lucha por la independencia dieron prestigio a complejos procesos de cambios de poder y de nomenklatura tanto en Asia como en África.
[cita]La gente, viralmente activada, se echa las dos últimas semanas a la calle en las grandes ciudades: los disturbios tienen la virtud de cambiar la benévola y superficial percepción que se tenía del país en el mundo.[/cita]
En el arco que constituye el espacio geográfico árabe –entre el Magreb y el Próximo Oriente-, se erigieron, tras la descolonización, regímenes autocráticos bastante lejanos de las prácticas esenciales de la democracia. La ilusión de los pueblos de haber contribuido a la génesis de Estados nacionales a su servicio, fue defraudada demasiadas veces. Sin embargo, desde el exterior se troquelaron persuasivas expresiones que proclamaban las bondades de la nueva etapa histórica. Socialismo árabe, panarabismo, neutralismo, modernización, laicismo republicano eran sintagmas que sonaban como violines en gran parte de los mass media progresistas de Occidente. Con estos bautismos de urgencia se les perdonaba a las nuevas naciones algunos pecados de origen.
El caso de Egipto, antiguo protectorado británico, fue quizás el más característico en este proceso. Era gobernado desde 1936 por Faruk I, un rey corrupto y derrochador hasta la caricatura. El movimiento llamado de Oficiales Libres, irritado por la derrota ante Israel de 1948 y por la mala gestión del monarca, expulsó higiénicamente a Faruk de su trono en julio de 1952. Gamal Abdel Naser, entonces coronel de 34 años, se erigió a poco andar (1954) en líder de este golpe exitoso y popular. Aquel militar convencía a los egipcios, les inspiraba orgullo: era un poster vivo y, según algunos analistas, una de las sonrisas políticas más seductoras del siglo XX. Él, desde un sentimiento fuertemente antibritánico, inició el modelo del llamado socialismo árabe y promovió la modernización de su país a través de la industrialización y de un proyecto faraónico: la represa de Assuán.
Hacia el exterior se constituyó en campeón del panarabismo y fue uno de los protagonistas en la formación del Movimiento de los Países No Alineados. Pero un aspecto especialmente sensible para Occidente es que Naser instauró una república que, a pesar de llamarse árabe e islámica, resultó lo bastante laica como para neutralizar políticamente, y a veces físicamente, al islamismo militante de los Hermanos Musulmanes.
El rais o presidente se sumó a un sentido común poscolonial según el cual los nuevos países necesitaban inicialmente gobiernos fuertes y disciplinarios. En esta línea fundó un régimen autocrático de partido único, compensado con gestos tan populares y antiimperialistas como la nacionalización del Canal de Suez. Su sucesor Anwar el-Sadat (1970-81) dio un viraje hacia el entendimiento con los EE.UU. e Israel, pero con él la máquina autoritaria seguía funcionando. En el treinteño de Hosni Mubarak, el régimen, desposeído ya del carisma naserista, se consolida, se rigidiza. El engranaje policial, las elecciones truchas, el intento de crear una dinastía, las altas cotas de cesantía y de pobreza se han hecho cada día más insufribles para los egipcios y, en especial, para los jóvenes urbanos impregnados generacionalmente del ímpetu libertario de la aldea global. La gente, viralmente activada, se echa las dos últimas semanas a la calle en las grandes ciudades: los disturbios tienen la virtud de cambiar la benévola y superficial percepción que se tenía del país en el mundo.
Es tiempo de pasarse a otro caballo: de cambiar el vocabulario.
Ahora se habla como de algo obvio y más que sabido (¡cuántas veces se lo dijimos a Mubarak!) de dictaduras, de gobiernos corruptos, de pueblos no escuchados, de estado policial, de eternización en el poder. Las palabras del pasado ambiguas o complacientes se convierten en palabras que denuncian y arañan. Cesa abruptamente aquel estribillo de Mubarak mediador entre Israel y Palestina, garantizador de la paz regional, amigo leal de los EE.UU., freno al fundamentalismo islámico y, para más, con su partido político miembro de la Internacional Socialista. Nos enteramos -aunque ya lo sabíamos, pero en letra muy chica- que Mubarak fue elegido presidente cuatro veces seguidas por referéndum, que la quinta vez lo hizo con una oposición mutilada a quien se le permitió un saludo a la bandera, que le tentaba la idea de perpetuarse dinásticamente a través de su hijo, que ha perseguido a los diversos opositores políticos, que ha mantenido un gran divorcio entre su política internacional alineada con los EE.UU. y el sentimiento más profundo de su pueblo.
Se tendrá que reescribir el relato de la republica egipcia desde la perspectiva de una sociedad en plena maduración democrática. Más aún sabiendo lo mucho que ha influido en regímenes como los de Libia, Argelia, Siria o Yemen e incluso indirectamente en las monarquías de la península arábiga, además de los reinos de Marruecos y Jordania. Los errores cometidos hay que multiplicarlos quizás hasta por quince. La confusión generada por las palabras también.