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¿Por qué en Chile los libros de texto no son digitales?

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Enzo Abbagliatti
Por : Enzo Abbagliatti Gerente de Proyecto Web en Fundación Democracia y Desarrollo
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Como muchos padres en estas fechas, ayer fui a comprar los libros de texto para el nuevo año escolar de mi hijo mayor. Poco más de $ 125.000 (aproximadamente US$ 260) en seis libros, a los que hay que agregar un diccionario castellano-inglés más una novela en inglés, unos $15.000 (US$ 30).

Casi US$ 300 gastados en pocos minutos en unos materiales impresos que al final del año quedarán obsoletos, ya sea porque mi hijo habrá realizado los ejercicios en ellos o habrá recortado sus hojas siguiendo las instrucciones de las actividades. Y si ninguna de estas dos situaciones ocurre, en 2 años más una renovación de contenidos dictada desde el Ministerio de Educación los hará inservibles.

En resumen, cuando mi hijo menor (tres niveles más abajo que el primogénito) llegue al mismo curso, deberé gastar una cifra similar por unos libros que, en lo sustancial, serán similares a los que adquirí hoy.

Esta historia no es original. Yo recién la vivo hace unos pocos años, pero es un relato que se viene repitiendo por décadas, pero que hoy más que nunca huele a estafa. ¿Por qué? Porque hoy debí gastar en materiales con fecha de caducidad una cifra similar a la que cuestan algunas de las tabletas o dispositivos de lectura electrónica más baratos del mercado.

Pensemos un poco (por cierto, tampoco es muy original lo que escribiré): ¿Por qué los libros de texto en Chile no son digitales y que cada alumno pueda leerlos desde una tableta o un e-reader?

El Estado gasta todos los años enormes sumas en comprar libros impresos para entregárselos a los alumnos que no están en condiciones de adquirirlos. Muchas familias que tienen el poder adquisitivo para hacerlo, compran esos libros por su cuenta. Apuesto a que el costo para el Estado de entregarle a cada estudiante un dispositivo con los libros electrónicos cargados debiera ser aproximadamente el mismo. Mientras, aquellos provenientes de familias que hoy compran directamente los libros (que es mi caso), comprarían esos dispositivos por su cuenta.

Realizada la inversión el primer año, al segundo –cuando sólo habría que comprar los libros digitales y no los dispositivos de lectura- el costo sería significativamente inferior, en comparación con la compra en formato impreso. Asumo en este análisis, como demuestra la experiencia, que el precio de un libro digital es inferior al impreso, al desaparecer los costos de distribución y venta a través de librerías y otros puntos presenciales.

Algunas ventajas de este modelo:

– Fomentaría la adaptación del sector editorial presente en el país al nuevo entorno digital, que más allá de visiones románticas, es donde se juegan su subsistencia futura. Primero, respondiendo a la demanda impulsada desde el Estado de libros de texto digitales y, posteriormente, pudiendo dar respuesta a una esperable demanda de otros tipos de libros digitales que los escolares (y por extensión sus familias) quisieran adquirir para ocupar los tiempos ociosos de los dispositivos.
– Dotaría rápida y masivamente a toda una generación de escolares (independiente de su nivel socioeconómico) de dispositivos que más allá de su función inicial (acceder a los libros de texto digitales) podrían darle un valor agregado al proceso de aprendizaje con pequeñas inversiones adicionales que fomentaran el desarrollo de habilidades digitales .
– Acompañada de un acceso a Internet a un costo razonable, contribuiría a disminuir la brecha digital en Chile, en especial en su dimensión de acceso físico a dispositivos conectados a Internet (que es el primer peldaño, pero no el único, de toda política pública de inclusión digital). Las posibilidades de servicios en línea que tanto el Estado como privados podrían entregar de manera pareja a la inmensa mayoría del país (salvo en aquellas zonas que por su ubicación geográfica y nivel de aislamiento, aún no es posible pensar en Internet como servicio básico) son infinitas.

En este análisis general, la única desventaja que logro visualizar es el impacto en las librerías que hacen de la venta de libros de texto uno de sus principales ingresos del año. Convengamos, eso sí, que el ahorro global que las familias y el Estado lograrían debiera sobrepasar largamente ese impacto negativo, recursos que serían redestinados (en el presupuesto familiar y el presupuesto fiscal) a otros fines. El efecto en el conjunto de la economía, por tanto, no sería un menor gasto, sino una redistribución.

Este ejercicio peca de simple. Lo sé. No es mi intención ni tengo los conocimientos para hacer un diseño detallado y dimensionar los costos de este cambio. Pero en las líneas generales, creo es correcto. Es difícil sostener en la actualidad que el modelo tradicional, basado en el libro impreso, sea más económico y, más importante aún, garantice un mejor aprendizaje, que debiera ser el objetivo de largo plazo de cualquier opción en este ámbito.

Tampoco soy de los que cree que la sola presencia de tecnología en el aula mejora los rendimientos y tengo claro que un cambio de este tipo deberá ser acompañado de estrategias que efectivamente aseguren su adecuada implementación para explotar el potencial para alumnos y profesores en el proceso de aprendizaje. Pero ya tenemos suficiente experiencia como país para dar este salto.

Sin embargo, las veces que he hablado con expertos o he escuchado a otros analizar este tema, la conclusión ha sido la misma: un conjunto de actores públicos y privados con una enorme resistencia al cambio, que no impulsan una modernización que tiene un conjunto de beneficios innegables para el país.

¿Cuáles serán las razones de este rechazo? No las sé, pero como padre de familia al que le queda más de una década de gasto anual en libros de texto me encantaría conocerlas.

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