La ratificación de Jacqueline Van Rysselbergue en su cargo, luego de reconocer que había “inventado una historia” para favorecer a un cierto número de pobladores con servicios públicos a los que no habrían tenido derecho, es paradojal en el caso de un gobierno que, según le hemos escuchado al Ministro Larroulet, pretende impulsar una «sociedad de valores».
Al desaparecer Michelle Bachelet de la coyuntura nacional, desapareció con ella la preocupación acerca de si el género hace alguna diferencia a la hora de ejercer el poder político. Recordemos que ella reivindicó su liderazgo como femenino, acusando a los analistas de utilizar códigos inapropiados para evaluar su desempeño.
Por el tinte del debate público, engañosamente asexuado, alguien venido de otra galaxia podría pensar que, en Chile, el género dejó de ser tema o que los estereotipos han sido derribados. Lo cierto es que la administración Piñera tiene menos mujeres que su predecesora en el ejecutivo: 28% de ministras y las subsecretarias han bajado, de 34% en 2010 a 28%, en 2011. Pero, para ser justos, algunas detentan cargos que, en ningún caso, pueden considerarse anodinos. Nos referimos a la jefatura del segundo piso de La Moneda y la Dirección de Presupuestos. Sergio Melnick y Jaime Hales, dos conocidos futurólogos, anticiparon para 2011 que “el poder femenino entraría en un declive” y que “se iniciaba el año de la fuerza masculina”. Les faltó afinar la puntería porque lo que se observa es más bien la preponderancia del modelo masculino.
La ratificación de Jacqueline Van Rysselbergue en su cargo, luego de reconocer que había “inventado una historia” para favorecer a un cierto número de pobladores con servicios públicos a los que no habrían tenido derecho, más allá de si es un caso legal o político, es moral y, también, paradojal en el caso de un gobierno que, según le hemos escuchado al Ministro Larroulet, pretende impulsar una “sociedad de valores”. En este empeño, la balanza parece inclinarse hacia familia, la patria, la autoridad y el esfuerzo personal, pero no hay espacio para la honestidad. Además se reflota, aunque indirectamente, el debate sobre los estilos, aunque nadie lo ha asociado con el género.
[cita]La ratificación de Jacqueline Van Rysselbergue en su cargo es paradojal en el caso de un gobierno que, según le hemos escuchado al Ministro Larroulet, pretende impulsar una “sociedad de valores”. [/cita]
La razón es obvia: su forma de hacer las cosas es la que siempre se ha utilizado en el terreno político, asociada al liderazgo masculino. La Intendenta es un buen ejemplo de lo que la filósofa española Victoria Camps identifica como una de las contradicciones de la emancipación femenina: la adopción del modelo masculino de trabajo y dominación. Y esto no se disimula, al parecer, ni con una tonelada de collares o pulseras.
La misma autora, en El siglo de las mujeres, señala que la opacidad ha llegado a ser un procedimiento habitual en política añadiendo, quizás exageradamente: “No digo que las mujeres no sean tan proclives a la mentira y al engaño como los hombres. Pero es igualmente cierto que la mujer ha sido siempre la principal engañada en su relación con el hombre. Sea como sea, el poderoso tiene más facilidades para engañar que el subordinado o dominado. Por lo menos, al acceder al poder sería bueno pedirle a la mujer que no haga suyos los vicios que ese poder siempre ha tenido”.
El caso Van Rysselbergue permite evocar algunos de los argumentos que se utilizan para incrementar la presencia de mujeres en cargos políticos. Efectivamente, existe la expectativa, no siempre corroborada por los hechos, de que más mujeres en lugares de toma de decisiones gravitantes tendrán un impacto diferencial, contribuyendo a una mayor preocupación por las demandas femeninas y que, además, desarrollarán un estilo político distinto, más abierto, dialogante y participativo.
Dado que Chile no es Noruega y bien sabemos que no están difundidos en la sociedad los valores igualitarios que posibilitarían que las mujeres pudiesen ejercer de manera fluida y natural su derecho a ser electas, es que se ha señalado que el ascenso de Michelle Bachelet a la presidencia fue producto del fenómeno de “feminización” de la política. Con ello se alude a que los chilenos habrían visto en ella un conjunto de atributos y cualidades que permitirían contrarrestar los vicios que a la actividad se le adjudican. Es probable que ello esté a la base de la orientación electoral a favor de las mujeres como también que, como consecuencia del mandato de Bachelet, se haya reforzado. Si es así, flaco favor nos hace la Intendenta de la UDI.
Por ello, y en un contexto cultural cambiante y sin cuotas de género obligatorias, cabe preguntarse ¿podría afectar este caso la idea que los electores se hacen de la política conducida por mujeres? Aunque la piedra de tope parece estar más en los partidos que no colocan más mujeres en las listas, y no en los votantes, la inquietud es legítima si tenemos en cuenta que Chile ostenta un porcentaje vergonzoso de presencia parlamentaria femenina: 10,5% senadoras y 14,2% diputadas. Por otro lado, quienes defendemos las políticas de acción afirmativa, quizás debamos revisar los argumentos asentados en supuestos atributos de la femineidad. ¿Por qué debiera colocarse sobre los hombros femeninos la responsabilidad por la redención de la política? La respuesta no es sencilla habida cuenta de que, en parte, eso le permitió a Bachelet salir airosa frente a los contratiempos, neutralizar los obstáculos y evitar la asimilación masculina.