A mediados del año pasado, cuando comenzaba la discusión respecto del proyecto de posnatal que el gobierno prepararía para dar cuenta de la promesa de campaña, Dante Contreras publicó una excelente columna en la que de manera acertada explicaba uno de los problemas que hasta hoy –ya con el proyecto firmado por el Presidente y a días de ser enviado al Congreso- ha dominado la discusión: ¿es un proyecto orientado a los niños y los derechos de los recién nacidos, o un proyecto orientado a las mujeres y su empleabilidad en el mercado laboral?
Señalaba Contreras:
“La recomendación básica en el diseño de una política pública es mantener la relación un objetivo-un instrumento. Esto quiere decir que no es eficiente ni recomendable utilizar (o pretender hacerlo) un instrumento para objetivos múltiples. Generalmente, la consecuencia de aquello son resultados no esperados, ineficiencia e inestabilidad de las políticas a través del tiempo”.
Con la promoción de la lectura y el libro en Chile ocurre lo mismo.
Durante los últimos veinte años, las políticas de Estado en esta materia han atado tres objetivos distintos: primero, promover el desarrollo de la industria editorial en Chile; segundo, apoyar la creación literaria nacional; y, tercero, hacer del nuestro un país lector. Sin duda, hasta no hace mucho, esta ligazón –en especial la unión entre el desarrollo editorial y el aumento de los índices de lectura- era razonable, toda vez que el libro era el soporte casi exclusivo en el cual se podía desarrollar la lectura.
En 1993 se dictó la Ley 19.227, que creó el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, administrado por un Consejo, que primero funcionó en el Ministerio de Educación y desde el año 2003 pasó a integrar el Consejo Nacional de las Cultura y las Artes. Este Fondo ha sido desde entonces una pieza fundamental en el desarrollo del libro y la lectura en Chile, colaborando –junto a otras iniciativas e instituciones- para que los índices de lectura entre principios de la década de 1990 y finales de la década pasada se doblaran.
Todo apunta a que el desafío de aumentar los niveles de lectura en nuestro país requiere de una nueva mirada que permita retomar el ritmo, una mirada que debe separar el fomento de la lectura del fomento de la industria editorial, en general, y del libro impreso, en particular.
De un tiempo a esta parte, la aparición de nuevos soportes de lectura -que en muchos casos están dando pie a prácticas lectoras alejadas del libro- así como el resurgimiento de prácticas de lectura asociadas a su dimensión colectiva, han hecho que las rutas del libro y la lectura hayan tendido a no seguir la misma huella. Sin embargo, seguimos teniendo una ley que define al libro como un objeto impreso y cuando se refiere –en su Título II- al fomento del libro y la lectura, habla de ISBN, aranceles aduaneros y reducciones tributarias, pero no dedica ni una sola línea sobre cómo hacer que los chilenos desarrollemos el gusto por la lectura.
¿Qué debe buscar una política nacional de la lectura? Esta es la pregunta esencial y su respuesta -hacer de Chile un país más lector- ayuda a despejar que elementos debe contener en su diseño y cuáles solo introducen ruidos que al final pudieran ir incluso en contra de ese objetivo.
Existe consenso en que el gusto por la lectura (me niego a usar la palabra hábito) libra sus batallas clave en los primeros años de las personas, entre la educación preescolar y los inicios de la educación primaria. Al mismo tiempo, ese gusto –como ocurre en casi todo lo relativo a la educación- se ve potenciado o disminuido según el entorno en el que vive el niño. Todas las mediciones indican que a mayor capital cultural en ese entorno, mayor posibilidad de que el niño desarrolle el gusto por leer.
Fundamental parece, entonces, que cualquier política pública de fomento de la lectura deshaga su maridaje con el libro y se centre en la construcción de un ecosistema de espacios y prácticas que asegure que cualquier persona pueda en Chile acceder a lecturas significativas. Para ello, potenciar el rol de la lectura recreativa en la educación; maximizar el aporte de la muy bien equipada red de bibliotecas escolares; multiplicar los espacios de encuentro con la lectura en la cotidianidad de las personas; entender, integrar y promover las nuevas prácticas lectoras; formar una red de intermediadores de la lectura; y consolidar –mediante una ley propia– el sistema de bibliotecas públicas, son algunos de los elementos que una política nacional de lectura debiera contener. El resto es harina de otro costal, o mejor dicho, libro de otra estantería.