La Iglesia, que se autoproclama con orgullo luz de la humanidad, difícilmente acepta que sus guías pasen a la condición de guiados y mucho menos que sean sometidos a juicios ordinarios y eventualmente a condenas. Si algo teme esta milenaria institución, es el escándalo que pueda desprestigiar su perfil moral, si algo fomenta, en su afán de aparecer a toda costa como pura, es el secreto de ciertos delitos, sobre todo sexuales.
Está al rojo, judicial y mediáticamente, el caso Karadima. Pero no es este problema un aerolito que ha caído del cielo. No resulta casual la catarata de abusos sexuales contra menores cometidos por clérigos de la Iglesia Católica ampliamente denunciados a nivel mundial por testimonios cada vez más numerosos. Esta plaga de pedofilia ha sido históricamente facilitada por una política tenaz de ocultamiento y protección puesta en práctica por la jerarquía romana en beneficio de algunos de sus miembros consagrados. Solo por el acoso de una opinión pública adversa y por la valentía de víctimas que se atrevieron contra los tabúes, la Iglesia va reconociendo a cuentagotas -y para salvar los muebles- los delitos de sus ministros.
Pero el problema es más profundo. Detrás de este oscuro fenómeno de Karadima, Maciel, Cox y compañía, detrás de los silenciamientos cómplices y las redes protectoras, existe una doctrina jurídica que se ha ido consolidando durante siglos. Se trata de la reclamación del fuero eclesiástico que la jerarquía católica ha considerado secularmente un derecho central en sus relaciones con los estados. El fuero suponía desde tiempos del medievo una excepción jurisdiccional. Las causas civiles y criminales de la clase clerical (de los ministros del altar, según se decía) quedaban bajo la competencia exclusiva de jueces eclesiásticos.
[cita]Disfrutar de una cápsula de justicia corporativa que eluda los tribunales ordinarios, es para el establishment eclesiástico una rutina y parece que le resulta difícil renunciar a sus ventajas.[/cita]
Durante el siglo XIX los conflictos del papado y del resto de la jerarquía con los regímenes nacidos de las diversas revoluciones, exacerbó las pretensiones eclesiásticas de eludir la justicia ordinaria. La Iglesia Católica se negaba a aceptar que los tribunales laicos pusiesen sus torpes manos sobre los clérigos. El fuero tuvo entonces una defensa maximalista y amenazante. En el famoso Syllabus de Pío IX (1867) se rechazaba solemnemente la doctrina de quienes exigían algo tan razonable y elemental como la abolición del fuero eclesiástico en las causas temporales, tanto civiles como criminales, de los clérigos.
A pesar de los cambios históricos, el privilegio del fuero ha quedado impreso en el imaginario de la institucionalidad católica. Curiosamente, en medio de nuestra sociedad moderna tan secularizada, aún persiste la voluntad de ejercerlo. Ni a las diócesis ni a las parroquias, ni a las órdenes religiosas ni a otras entidades católicas, y mucho menos al Vaticano, les conviene que sus culpas y delitos se ventilen con luz y taquígrafos. Disfrutar de una cápsula de justicia corporativa que eluda los tribunales ordinarios, es para el establishment eclesiástico una rutina y parece que le resulta difícil renunciar a sus ventajas.
Esa negación a someterse a la justicia ordinaria sintoniza con una conciencia corporativa de superioridad moral acumulada durante siglos. La clerecía católica siempre se ha considerado docens (maestra) y ducens (conductora), mientras a la masa de los fieles se le ha relegado a la condición de discens (alumna) y ducta (seguidora). Esta apropiación histórica del rol conductor y magisterial vuelve a los clérigos especialmente reacios a dejarse investigar y juzgar por funcionarios que detentan un mandato puramente civil. Los canonistas de las sociedades católicas tradicionales alegaban que los que tenían como misión juzgar a los fieles no podían ser juzgados por ellos. Eso desprestigiaría su autoridad.
Los jueces de los estados modernos ejercen sus funciones no como fieles de una fe, sino en nombre de leyes que hacen a todos los ciudadanos iguales. Sin embargo, ha quedado operando informalmente la anacrónica idea de una cierta intangibilidad de los clérigos. La Iglesia, que se autoproclama con orgullo luz de la humanidad, difícilmente acepta que sus guías pasen a la condición de guiados y mucho menos que sean sometidos a juicios ordinarios y eventualmente a condenas. Si algo teme esta milenaria institución, es el escándalo que pueda desprestigiar su perfil moral, si algo fomenta, en su afán de aparecer a toda costa como pura, es el secreto de ciertos delitos, sobre todo sexuales.
Por cierto, el Concilio Vaticano II reconoció la autonomía de lo temporal, tendió puentes de diálogo con la modernidad y sus realidades políticas, quiso normalizar las relaciones con los poderes civiles. Pero la pretensión más o menos soterrada de ampararse en los hechos bajo el fuero (léase, refugio protector) eclesiástico ha seguido su inercia en la jerarquía católica, sobre todo con el restauracionismo teológico y disciplinar de Juan Pablo II. Ahora el cerebral y conservador Benedicto XVI no tiene otro remedio que conceder, ante el diluvio de testimonios y de causas abiertas, un mea culpa tardío y una colaboración a la fuerza.
La Iglesia Católica tiene una potencia de bien formidable. Sus miles de personas consagradas, su multitud de laicos comprometidos hasta el último rincón del mundo ejercen, además de sus tareas pastorales, una acción social ejemplar y a veces llegan al heroísmo de la solidaridad humana.
Todo este enorme contingente no se merece vivir bajo sospecha a causa de una jerarquía que fuerza su inmunidad por temor a la transparencia y la autocrítica. No se pueden aceptar limbos legales para aquellos que traspasan la línea roja del derecho penal. El ocultamiento es en ese caso complicidad, es crimen contra las víctimas, sobre todo si son menores. Es también un acto de deslealtad contra tanta gente de buena fe que trabaja para instituciones y programas católicos.