Cuando miramos el desarrollo de nuestra matriz energética, las frecuentes crisis de suministro, la existencia de verdaderas batallas campales para discutir cada proyecto, pareciera que hasta el más liberal tendría que preguntarse, como yo, si no se trata de uno de aquellos casos en que el alto riesgo social y económico no debiera llevarnos a considerar una discusión más amplia acerca de esta neutralidad pública respecto del modelo de desarrollo de nuestra matriz.
Cada cierto tiempo, de hecho, cada muy pocos años, los chilenos volvemos a enfrentar la inminencia de una crisis de suministro energético. Normalmente el motivo han sido las sequías, pues tradicionalmente nuestra matriz energética solía depender – y aún es así – eminentemente de centrales hidroeléctricas.
Todos tenemos en la memoria, también, la llamada crisis del gas, la que se generó luego que, intentando escapar de las vicisitudes de la hidrología, apostamos por el gas trasandino como principal fuente de expansión del sistema. Es verdad, el gas no depende de San Isidro como la lluvia, ni es afectado por la corriente del niño o la niña, pero aún así quiso el destino, la historia o la política interna de nuestro vecino que ese recurso (limpio, barato y abundante) también fallara.
En cada una de estas oportunidades, todos, con mayor o menor información, clamamos por una “política energética” que resuelva, de una vez por todas, esta fragilidad nacional.
Todos estamos de acuerdo en los objetivos últimos de cualquier política energética: seguridad de suministro, precios competitivos, diversidad de fuentes y respeto por el ambiente y los entornos culturales. La pregunta es si contamos hoy con herramientas de política pública que nos permitan como país avanzar en esa dirección.
Y sin embargo, no siempre las autoridades, los académicos o los empresarios somos claros en explicar algo que para nosotros es evidente: La política energética de nuestro país, de acuerdo a la Ley, se basa en la neutralidad tecnológica y por lo tanto prácticamente no contempla mecanismos de intervención pública en el diseño, desarrollo, expansión o componentes de la matriz.
Este hecho no es bueno o malo en sí mismo, sino que simplemente obedece a ciertos paradigmas económicos y también, hay que decirlo, ideológicos, que señalan que frente a industrias competitivas, sin imperfecciones o fallas graves de mercado, es el libre juego de la oferta y la demanda el que al ordenar naturalmente a los agentes económicos, fija precios, asigna recursos, escoge tecnologías y, en definitiva, alcanza un resultado económico óptimo desde el punto de vista del bienestar social.
No hago esta descripción en tono sarcástico. Por el contrario, concuerdo profundamente con esta mirada. La defiendo y predico.
Sin embargo, quienes nos declaramos liberales, pero entendemos algo de políticas públicas, sabemos igualmente que la mantención de este paradigma es posible, en términos puros, justamente cuando no existen factores externos o internos que afecten a un mercado al punto que la asignación de los recursos puramente privada deje de generar ese mayor bienestar social.
Así, cuando miramos el desarrollo de nuestra matriz energética, las frecuentes crisis de suministro, la existencia de verdaderas batallas campales para discutir cada proyecto de relevancia, pareciera que hasta el más liberal tendría que preguntarse, como yo, si no se trata de uno de aquellos casos en que la existencia de externalidades, o el alto riesgo social y económico involucrado en la eventual insuficiencia de suministro energético, no debiera llevarnos a considerar una discusión más amplia acerca de esta neutralidad pública respecto del modelo de desarrollo de nuestra matriz.
Creo que todos estamos de acuerdo en los objetivos últimos de cualquier política energética: seguridad de suministro, precios competitivos, diversidad de fuentes y respeto por el ambiente y los entornos culturales. La pregunta es si contamos hoy con herramientas de política pública que nos permitan como país avanzar en esa dirección.