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La Iglesia post-Karadima

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Jorge Costadoat
Por : Jorge Costadoat Sacerdote Jesuita, Centro Teológico Manuel Larraín.
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Crece la desconfianza en la jerarquía. La Iglesia reconoce la investidura sacramental de los obispos, pero la confianza en ella de gran parte del pueblo de Dios sí se quebró. Las autoridades, a los ojos de muchísimos católicos, están desautorizadas y con ello los sacerdotes se encuentran a la intemperie. Esto es lo nuevo. Una desconfianza hacia la autoridad de tal profundidad no parece tener antecedentes en la historia de la Iglesia en Chile.


Tiene lugar en Chile en este momento un fenómeno inaudito: el levantamiento del laicado católico. También otros que no son católicos pero que llegaron a valorar la acción humanitaria de la Iglesia, se sienten defraudados y reclaman airados. Hace ya tiempo para muchos la Iglesia institucional se volvió “odiosa” al atribuirse una cierta supremacía moral.

No pocos católicos entraron en lo que se ha llamado “cisma emocional”: no se han ido de la Iglesia por cariño y fidelidad a ella, pero lo que ella les propone no los interpreta o les es invivible. Lo nuevo  que sucede ahora es una especie de indignación abierta y masiva, la expresión a voz en cuello de la rabia, la pena y la desafección con las autoridades de la Iglesia. Es probable que lo que comenzó por el escándalo de pedofilia de algunos consagrados y la actitud errática de la Jerarquía, deje de ser “el tema”. En algún momento los abusos sexuales que lamentamos dejarán de hacer el ruido ensordecedor de ahora. Tal vez la tarea de aireamiento se desplace a otras actividades y profesiones, deje de salpicar solo a los religiosos y llegue a desestabilizar incluso a las familias. Pero dejado todo esto aparte, con el caso Karadima, pienso, la crisis de la Iglesia ha alcanzado un punto de no retorno. La Iglesia en Chile no volverá a ser la misma.

Habrá un Post-Karadima con mayúscula. ¿Cómo será? Es muy difícil preverlo. Porque, a decir verdad, se relaciona con un giro histórico, con tremendas mutaciones culturales. Me atrevo a mencionar un par de grandes problemas que la misión evangelizadora deberá superar.

[cita]Mons. Ezzati nos ha llamado a un diálogo. ¡Entonces conversemos! Pero que hablen todos. Que también hablen los no católicos. Los no creyentes. Pues dudo que la salida la encontremos solos. Tengo una sola idea clara: la “nueva Iglesia” provendrá de una conversación sincera, sin amagos o palabras acaracoladas.[/cita]

Ante todo, el sacerdote está “trizado”. Hablo en términos generales. Hay sacerdotes fuertes y débiles. Pero el sacerdote común está puesto en una situación histórico-cultural muy difícil de soportar. Me permito hablar claro. La jerarquía, el laicado y la sociedad  le están exigiendo al sacerdote más de lo que una persona normal puede dar. El magisterio de la Iglesia le pide que enseñe una doctrina sobre temas de enorme importancia que, sin embargo, la inmensa mayoría del pueblo de Dios considera inadecuada. Los matrimonios tienen otra idea de la fertilidad. Los divorciados vueltos a casar tienen otra idea de la vida. Los jóvenes, en su mayoría, adhieren a Jesús pero no a la Iglesia. Un sacerdote que no se complica con esta situación no es un sacerdote cristiano. Un sacerdote no “conectado” con la vida real de sus contemporáneos no representa al Verbo encarnado.

Pero también hay un punto doctrinal crítico: la jerarquía de la Iglesia no ha cumplido suficientemente el mandato de un concilio ecuménico. El Vaticano II mandó subordinar el sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común de los fieles. Si se hubiera acatado el Concilio, habríamos tenido muchos más sacerdotes atentos a los signos de los tiempos, cercanos y compresivos de la dureza de la existencia. Por el contrario, en el post concilio se ha re-sacralizado al clero, poniéndose a los sacerdotes del lado de lo sacro, protegiéndoselos de la cultura actual, y haciéndoseles reproducir interiormente en ellos  el movimiento de distanciamiento de la Iglesia respecto del mundo moderno, cuando no de abierta condena. Esta división sociológica Iglesia-mundo se ha replicado psicológicamente en el sacerdote, disociando a muchos de ellos respecto de sí mismos y convirtiéndose estas fisuras en una fuente de conflictos de todo tipo.

Como si esto fuera poco, el mismo sacerdote ha comenzado a dudar de la viabilidad de su celibato. La cultura ya no agradece su sacrificio. Ahora lo crítica y sospecha de él. Le refriega en la cara sus fracasos.  A los seminaristas se les grita por la calle “pedófilos”. Pero también a los sacerdotes mayores se les doblan las rodillas. Los que trabajan en colegios y parroquias están agotados de probar día a día su inocencia.

El sacerdote está trizado. No es nuevo que un sacerdote pueda quebrarse. Lo nuevo es que nunca antes el sacerdocio había sido tan  cuestionado.

Un segundo problema: crece la desconfianza en la jerarquía. La Iglesia reconoce la investidura sacramental de los obispos, pero la confianza en ella  de gran parte del pueblo de Dios sí se quebró. Las autoridades, a los ojos de muchísimos católicos, están desautorizadas y con ello los sacerdotes se encuentran a la intemperie. Esto es lo nuevo. Una desconfianza hacia la autoridad de tal profundidad no parece tener antecedentes en la historia de la Iglesia en Chile.

¿Augura esta crisis el paso a un catolicismo mejor, más responsable, más adulto? Dudo que se llegue a un crecimiento en la fe si los católicos no son también capaces de gritar “abuso” contra el abuso y “abandono” al desamparo no sólo de las víctimas  sino también al de los mismos fieles. Pienso que solo una Iglesia de adultos no será una Iglesia abusadora.

Sin embargo, ninguna institución opera sin su autoridad. La Iglesia necesita una jerarquía en quien confiar. Pero nuestros propios obispos están atrapados. La recuperación de la confianza no depende simplemente de ellos. La crisis aqueja a la Iglesia universal. Solos no podrán cambiar nada de lo que urge cambiar. Si los obispos del mundo, con el Papa a la cabeza, no obedece al mandato conciliar de una Iglesia de comunión, no vertical, no clerical, dialogante y atenta a los signos de los tiempos, predominará la desconfianza y el “cisma emocional” y el éxodo sin más.

El problema no se agota en los “Karadimas”. Ni en las responsabilidades de Mons. Errázuriz. Ahora somos los católicos el problema. Somos una Iglesia que cerró las puertas por dentro y no encuentra la llave.

Mons. Ezzati nos ha llamado a un diálogo. ¡Entonces conversemos! Pero que hablen todos. Que también hablen los no católicos. Los no creyentes. Pues dudo que la salida la encontremos solos. Tengo una sola idea clara: la “nueva Iglesia” provendrá de una conversación sincera, sin amagos o palabras acaracoladas.

Espero que los católicos estemos a punto de tener una experiencia espiritual auténtica. Cuando se topa con lo imposible, todo es posible para el que cree. No pierdo la esperanza. Si la vida, como las aguas, siempre se abre un curso nuevo por donde seguir, a la Iglesia, como a la vida, Dios le abrirá el suyo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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