Como la ley se los prohíbe expresamente, han inventado unas triangulaciones que si hubieran sido públicas hubieran hecho las delicias de los jueces y de los medios, y es así como entre las inmobiliarias, el transporte, las colaciones y la madre que los parió van lucrando con lo que no se debe. Eso, aparte de un negocio, es una actitud que escandaliza: torcer el espíritu de la ley, aprovecharse de la gente. Los recursos no son aquí el medio, sino el fin.
Que un establecimiento educacional sea privado no quiere decir que lo que allí ocurra vaya a ser necesariamente malo, o necesariamente bueno. Tan insensato es satanizar a los privados sólo porque lo son como creer que todo lo que hace el Estado es siempre de inferior calidad. Eso está por verse en cada caso y depende además de factores de contexto, legales, regulatorios, etc.
Las universidades privadas chilenas son de muy diversa naturaleza. Las hay que son crudos negocios a costa de las personas, otras se orientan a la propaganda ideológica o religiosa, otras son simples grupos de amigos. Y también las hay que desarrollan sus tareas con seriedad y solvencia.
Lo que irrita de las universidades privadas chilenas son sus vicios y malas prácticas. Situaciones indebidas que se han ido legitimando y que nada tienen que ver con la salud de la educación superior chilena.
El primero es el vicio de origen. Las universidades privadas son un neto producto de la dictadura. Su creación se hace a espaldas de la comunidad académica y estudiantil, a espaldas del país, que entonces, en 1981, no tiene ni parlamento ni medios libres.
No es extraño que los directorios de muchas estén conformados por ex ministros o ex funcionarios de Pinochet. Eso les da un aire enrarecido. Son una movida del pinochetismo. Allí están, aún mandando en la Universidad Mayor, René Salamé, Ricardo García, Mario Arnello, Sergio Melnick y Jorge Prado Aránguiz, toda una tajada del kuchen dictatorial. La Universidad del Desarrollo es un emprendimiento de Lavín, Larroulet, Hernán Büchi y otros pinochicaguistas. La Universidad San Sebastián es liderada por gente de la UDI profunda. Mónica Madariaga sirvió en la Andrés Bello, como también los hermanos Cordero o Miguel Ángel Poduje. Álvaro Bardón y Pablo Baraona fundaron la Finis Terrae que ahora funciona en convenio con los Legionarios de Cristo, y así sucesivamente. Algunos se han embarcado adicionalmente en agencias de acreditación. ¡Acreditada! Uno trata de creer pero se convence con dificultad que esta gente esté preocupada del conocimiento, del pluralismo, de la equidad, porque en sus marcas genéticas hay otra cosa. Cuando estuvieron en el gobierno abrieron la puerta de un negocio que pasaron luego ellos mismos a emprender. Algunas universidades, una vez puestas en funcionamiento, son vendidas y compradas por capitales internacionales.
[cita]Es ese permanente transformismo lo que provoca desaliento e irritación. Personajes que desde puestos de gobierno abren las regulaciones que después aprovechan con sus propias alcancías. Instituciones que se organizan privadamente pero que se presentan como públicas. Universidades que no saben si su fin es el negocio, el conocimiento, la catequesis ideológica o el poder político. Dinero público que fluye, rebota y va a dar finalmente a los más ricos.[/cita]
Ahí nos aparece el lucro. Lucrar, de por sí, no es malo, y así lo han defendido diversos columnistas lucrosos, porque todos en Chile lucramos un poquito más o un poquito menos. Nos hemos convertido en un país de comerciantes y no hay quien no tenga un quiosco o microtráfico de algo. Pero en este caso se trata de lucrar de mala manera. Primero, porque como la ley se los prohíbe expresamente, han inventado unas triangulaciones que si hubieran sido públicas hubieran hecho las delicias de los jueces y de los medios, y es así como entre las inmobiliarias, el transporte, las colaciones y la madre que los parió van lucrando con lo que no se debe. Eso, aparte de un negocio, es una actitud que escandaliza: torcer el espíritu de la ley, aprovecharse de la gente. Los recursos no son aquí el medio, sino el fin. Y detrás quedan esas familias endeudadas, esos profesores que carecen de carrera académica y deben callar para que les renueven el miserable contrato temporal. ¿Cómo puede hacerse así una universidad? Uno ve con escándalo las millonarias campañas publicitarias para desorientar y atraer a los jóvenes convertidos en clientes. Tientan a los mejores puntajes con todo tipo de becas para que, sin respetar sus vocaciones o sus valores, queden atrapados en tal o cual plantel que de ese modo consigue más recursos del Estado.
Otra mala práctica es la imposibilidad de constituir comunidades académicas reales en ambientes dominados por el autoritarismo y la falta de participación. Si en una buena universidad un académico sabe que para que le vaya bien tiene que impartir docencia de calidad, investigar, publicar, ser alguien en su comunidad de pares, dentro de un clima abierto y productivo, en la mayoría de las privadas se trata ante todo de caerle bien a alguien, de ganar su confianza y adjudicarse un rincón. Es contratado a la manera de una temporera. Lo mismo ocurre con los estudiantes a los que se priva de la posibilidad de constituir centros de alumnos que operen como tales. Las autoridades elegidas siempre a dedo por un directorio o por un mandamás destruyen la participación y hacen que la organización parezca una empresa o un colegio, y eso, aunque facilite la gestión, mata las libertades y riesgos inherentes a la aventura intelectual.
Amparados bajo el rótulo de universidades privadas prosperan en Chile muchos establecimientos que no calificarían como universidades en ningún país serio. Una universidad es antes que cualquier otra cosa un centro complejo de conocimiento avanzado, un espacio dedicado a conservar, generar y transmitir el saber. Ello pasa por una serie de requerimientos que nuestras audaces universidades privadas, en su mayoría, pasan por alto. Para ser cabalmente tales, los académicos deben estar jerarquizados y, amparados por la libertad de expresión y su curriculum, dedicarse a la investigación, la creación, la docencia y la extensión, sin descuidar las vinculaciones internacionales, publicando, y siendo lo que deben ser: autoridades en sus respectivas materias. Eso es posible si cuentan con reglas claras para el acceso o desvinculación, con presencia o influencia en los órganos de gobierno, laboratorios, bibliotecas, equipamiento tecnológico, horas y todo lo que corresponde a la carrera académica. Pero en Chile para poner en la fachada de un edificio las letras metálicas donde dice “Universidad Algo” hace falta sólo un par de computadores, un abogado y audacia. La ley es laxa, las regulaciones son alegremente permisivas. Muchas de las “universidades” privadas hoy existentes estarían mejor como institutos profesionales, y probablemente para allá va el afán de las autoridades de inyectar recursos en este segmento.
Al llamarse universidades, esos establecimientos califican hoy para capturar el dinero que el Estado aporta en educación por la vía de fondos concursables, subvenciones a los estudiantes, exenciones tributarias y otros mecanismos. Eso explica el énfasis de Piñera y Lavín en subsidiar no a la oferta (universidades) sino a la demanda (estudiantes), porque de ese modo el dinero del Estado, es decir de la gente, no va a los establecimientos de calidad sino a los capaces de más astucias y argucias, a los que son propiedad de grupos económicos y políticos que ven lo universitario como un bocado jugoso del lucro.
En la lucha por la visibilidad publicitaria, y en el cumplimiento de la no declarada función de constituirse como nodos activos de redes políticas y económicas, las universidades privadas han abusado de la contratación de rostros a la manera de los clubes de fútbol. Con ello atraen clientela y al mismo tiempo neutralizan a la clase política, que de a poco se ha ido entregando a una situación en que es imposible controlar a las universidades privadas porque los propios políticos han pasado a ser parte de lucrismo. Eso quizá no sea legalmente corrupción, pero huele parecido. Es algo más que una casualidad que el siguiente paso en la carrera de los ministros de educación concertacionistas haya sido el ocupar un cargo importante en alguna universidad privada, así Sergio Bitar en la Universidad Mayor, Mariana Aylwin en la UNIACC, Sergio Molina en la Universidad de Viña del Mar, Jorge Arrate en el ARCIS, Ernesto Schiefelbein en la Santo Tomás. Y hay muchos más.
No tiene nada de malo que un ex ministro o un rostro mediático se integre a una universidad a aportar conocimiento o a hacer vida académica: es un plus el que algunas personalidades con rodaje en el mundo político o profesional, en la realidad productiva, sean parte de la universidad. Lo que constituye una mala práctica es que se les ponga allí por razones publicitarias o de tráfico de influencias, o para validar con sus rostros sin tacha las malas prácticas de esas instituciones.
Por último, en sintonía con determinadas visiones neoliberales derrotadas en todo el mundo menos en Chile, muchas universidades privadas defienden la peregrina idea de que como contribuyen a un bien público que es la educación, son también públicas. Nada más lejos de la verdad. Si quieren ser universidades públicas tienen que ceder sus bienes muebles e inmuebles al Estado y someterse a un protocolo participativo de gobierno. Lo público es lo que no tiene un dueño privado y pertenece a la comunidad ciudadana.
Es ese permanente transformismo lo que provoca desaliento e irritación. Personajes que desde puestos de gobierno abren las regulaciones que después aprovechan con sus propias alcancías. Instituciones que se organizan privadamente pero que se presentan como públicas. Universidades que no saben si su fin es el negocio, el conocimiento, la catequesis ideológica o el poder político. Dinero público que fluye, rebota y va a dar finalmente a los más ricos, a los más poderosos, dejando una ristra de deudores, de famosos con mala conciencia y de académicos maltratados.
Las universidades privadas, sin embargo, han sido en estos años el motor del sistema, y aparte de las malas prácticas gracias a las cuales han prosperado muchas de ellas, ofrecen también ejemplos de mejor gestión, mayor capacidad de emprendimiento, creación de nuevas comunidades académicas, vinculaciones internacionales provechosas, mejoras sustanciales en infraestructura y equipamiento. Es preciso, sin duda, reordenar el sistema universitario, eliminar con firmeza las zonas grises, abandonar las malas prácticas, poner fin a las picardías corruptas, restaurar la viabilidad de las universidades públicas. Lo correcto es que cada cual tenga lo suyo y aporte lo suyo sin perjudicar al sistema, cuya finalidad declarada es la educación superior, el desarrollo libre y equitativo del saber.
La competencia desbocada en cuyo fragor los fines se confunden y cualquier medio vale no sólo hace imposible la calidad y destierra la equidad, sino que además destruye valores humanistas que están en nuestra tradición nacional, en el código genético de los chilenos y chilenas. En contra de ese fermento destructivo y oportunista es que se levanta la protesta sobre la educación pública.