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¡Viva el cambio!

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Un país movilizado ha reemplazado al Chile del sálvate sólo. Podríamos decir que es un fenómeno “antinatural”. El neoliberalismo se implantó en Chile, en su debut mundial, gracias al terrorismo de Estado. Se convirtió luego en modelo durante la posdictadura, cuando la Concertación demandó de la ciudadanía, que había derrotado a la Dictadura, que delegara su capacidad de creación y su voluntad de participación. Justicia en la medida de lo posible, dejar que las instituciones funcionen, equilibrios fiscales: paciencia, prudencia, cordura. Y desmovilización.

Producto y condición del modelo que frena la participación social han sido la apatía, los guetos, la precarización, la violencia y los antidrepresivos. No ha hecho fácil, ni el dogma económico ni los consensos políticos de los últimas décadas, el desarrollo de la conciencia crítica, el despliegue de la participación ciudadana o el ejercicio de la solidaridad social. Al contrario, la tolerancia al abuso ha sido financiada mediante créditos usureros. Para el neoliberalismo, pretendida ciencia, la sociedad natural es una de individuos que participan de una libertad que es la abstracción del consumo. Fuera de la libertad del mercado todo es “ideología” y “política”, y caos, en última instancia. La base de la sociedad es el individuo consumidor, no la colectividad, el pueblo, la gente.

Naturalmente, ese discurso consagrado en la Constitución se naturalizó. Esa tolerancia a la concentración del poder político y a la concentración de la riqueza decidió, al menos, las tres últimas elecciones presidenciales. Lagos y Bachelet ganaron por un importante porcentaje de votantes que marcaron sus preferencias de mala gana. Con mal gusto votó también por Sebastián Piñera un porcentaje suficiente como para darle el triunfo en 2009.

En la segunda vuelta de enero 2010, una amplia primera mayoría votó por un candidato con el único argumento de que el otro era peor. A pesar del supuesto carisma y la ampliación de los subsidios sociales de Bachelet, ya no existía una mayoría dispuesta a entregarle, una vez más, su voto al continuismo. A falta de alternativa posible y si de administrar el modelo se trataba, unos administradores resultaban más o menos igual de eficientes que los otros. Si la única posibilidad de cambio, binominal mediante, era el ofrecido por Piñera, bueno, pensó alguna gente, que sea eso y no más de lo mismo.

No resultó así. En las cada vez más masivas marchas se le grita a Piñera, después de insultos que mentan a su madre y a su agilidad mental, “aprende a gobernar”. Siendo la consigna una de las más coreadas, se puede suponer que quienes la cantan descubren que no daba igual, que ahora los inquilinos de La Moneda hacen ‘las cosas’ peor que antes. Que hubo un cambio, y que el cambio fue para peor. Que la Nueva Derecha era muy parecida a la derecha pinochetista. Que, de hecho, se repetían los nombres, y los nombres se siguen repitiendo entre directorios de empresas públicas y ministerios y directorios de empresas privadas. Poco, y malo, el cambio.

La movilización social y los principios que la producen, sin embargo, expresan un cambio estructural. No ya entre quienes los prometieron, en vano, sino entre las mayorías que han sido excluidas del diseño y de los beneficios del sistema. Las encuestas muestran un altísimo nivel de rechazo a las coaliciones favorecidas por el modelo político y cuyos dirigentes se han beneficiado con el modelo económico. Además, recogen el descrédito de las instituciones creadas a partir de la dictadura, es decir, que tuvieron y tienen como condición de posibilidad la no “intervención” en el proceso de toma de decisiones de los afectados por las mismas. Instituciones permanentes que, según sus defensores, las movilizaciones hacen peligrar.

Nunca como hasta ahora un Gobierno y la oposición institucionalizada habían concentrado tanto rechazo. Nunca hasta ahora, desde fines de la dictadura, las personas se encontraban hablando de su descontento con otras personas. Comprando parafina, en las micros, en las panaderías, para no mencionar las escuelas y centros de trabajo, la gente comenta en voz alta. La palabra de la prensa se desacredita. La palabra, domesticada por la prudencia, comienza a articularse colectivamente. Lo que dice no lo entiende la clase política. Otro idioma se está gestando.

Cientos de miles de estudiantes están planteando su protesta frente a un problema estructural (la reproducción de la desigualdad en la educación) y una propuesta de solución, también estructural: fin del binominal, nueva Constitución, nacionalización de los recursos naturales. Trabajadores públicos, portuarios, del cobre, de la educación y del transporte comparten la demanda. Allí radicarían los obstáculos para la participación y la movilidad social: en las formas de hacer política y en las instituciones de la política; en la forma de hacer negocios y en el modelo económico. Tanto la protesta como la propuesta se vuelven tan bien recepcionadas que las encuestas no preguntan por ellas. Y mucha gente se pregunta si las movilizaciones cambiarán algo.

Las movilizaciones ya han producido un primer cambio. Si la condición de la reforma estructural en los 70 fue el silenciamiento de la diferencia, las condiciones de posibilidad de cualquier transformación democrática son la expresión de las diferencias, y la protesta y la propuesta surgida de la movilización. De allí el temor de la mayor parte de clase política, las acusaciones de violentismo y politización, primero, y la revitalización del fantasma de la ingobernabilidad y las advertencias sobre el surgimiento de alternativas populistas, ahora. Porque la estabilidad del sistema supone inmovilidad, la resistencia a la transformación se expresa primero como resistencia a la movilización. Los argumentos expresan el desprecio de las elites: los movilizados ‘no saben’ lo que hacen, ‘no saben’ lo que quieren, ‘no sabrían’ que hacer.

La respuesta de las movilizaciones es contundente: sabemos lo que hacemos, sabemos lo que queremos, de nosotros depende. Estamos aprendiendo a movilizarnos movilizándonos, estamos aprendiendo a hablar hablando. Los cambios van a tomar tiempo. La única posibilidad de que Chile cambie, sin embargo, ya acontece: se está rompiendo la naturalización del silencio, la celebración de la prudencia, la rutina de la delegación del saber y del poder. ¡Viva el cambio!

(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl

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