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El lector ciberespacial

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Evocando a McLuhan, Mario Vargas Llosa, en su más reciente Piedra de toque, observa que la fabulosa capacidad de almacenamiento de información que ofrece intenet afecta la forma en que usamos nuestra memoria y las maneras en que recurrimos a ella o la ejercitamos. Como en otras ocasiones, la observación de Vargas Llosa tiene un tinte pesimista y no poco nostálgico.

Internet no afecta nuestros modales memorísticos o nuestro ejercicio intelectual porque sea un fenómeno intrínsecamente distinto de lo que fueron el libro, la imprenta o las bibliotecas. Lo hace, más bien, porque es un fenómeno semejante en su naturaleza: ofrece una forma de reunir saberes y transmitirlos, extiende su acceso, lo generaliza (hasta donde es posible hoy), activa y promueve nuestra interacción con información y conocimientos que de otra manera nos serían perpetuamente ajenos o más difícilmente accesibles.

Donde internet difiere del libro es en el campo del hipertexto y de lo intertextual, digamos: en la idea de la lectura cruzada: uno lee internet brincando de espacio en espacio, y luego volviendo, buscando referencias, explorando citas, confirmando lo que no se recuerda o se recuerda parcialmente. Pero eso se parece enormemente a lo que haría un lector tradicional si leyera un libro dentro de una biblioteca: detendría la lectura para buscar otro libro que le explicara o aclarara o complicara el anterior. Como una biblioteca, internet tiene la capacidad de generar una forma de lectura compleja e intertextual.

A diferencia de las bibliotecas, la capacidad de internet de satisfacer curiosidades laterales es casi inmediata, y las probabilidades de hallar una distracción en el camino son inagotables. Entiendo que eso puede parecerse a la falta de concentración o a la incapacidad de una lectura prolongada, pero no entiendo que eso sea en sí mismo un defecto o que sea el síntoma de un desbarrancadero intelectual. Y no es, como seguramente piensa Vargas Llosa, una enfermedad de la postmodernidad; a riesgo de sonar excesivamente triunfalista ante la noción misma de modernidad, diría que es casi la coronación de un ideal de la ilustración y la modernidad: el ideal enciclopédico.

No es necesario hacer la analogía con fantásticas bibliotecas borgeanas: la mesa de noche de una persona habituada a la lectura, sobre la cual se acumula una pequeña montaña de libros, puede ser vista, de hecho, a la vez como una oportunidad para la lectura intertextual o como una trampa para la distracción y el desvarío. Abrir un navegador de internet es como acostarse junto a una mesa de noche en la que hubiera no uno ni dos ni decenas sino millares e incluso millones de libros abiertos.

El lector tradicional, que hace quince siglos pasó de leer en voz alta a leer para su conciencia y su intimidad, y que pasó de atesorar una decena de volúmenes a coleccionar centenares, y que pasó de leer dentro de un pequeño círculo a leer lo mismo que una multitud de extraños, ahora aprende a leer a través de muchas ventanas simultáneas. No creo que sea, en sí mismo, un rasgo al que haya que temer o que haya que censurar o prevenir. El problema de la formación intelectual sigue siendo el mismo: la educación y la formación del criterio del lector; no el volumen o la longitud de la lectura, sino su densidad.

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