¿Continuaremos con carreras largas que obligan a los jóvenes a comprometer su tiempo, y el dinero de sus familias, a profesiones de las cuales muchas veces saben poco o nada? O ¿comenzaremos a valorar la educación como un fin en sí, las capacidades analíticas, el pensamiento lateral, la adaptabilidad y flexibilidad, la creatividad, y otras habilidades blandas que contribuyen a la investigación y – por qué no decirlo – al emprendimiento?
Alguien dijo alguna vez que Brasil tenía un gran futuro por delante, y siempre lo tendrá. Hoy, parece que esa distinción se ha transferido a Chile. Brasil aparece en la prensa internacional como una gran potencia económica y líder regional, cuyas empresas y bonos soberanos atraen a los mercados internacionales buscando escaparse de la incertidumbre de los países del norte. Mientras tanto, los diarios extranjeros hablan de un ‘invierno chileno’, en que un gobierno poco popular no supo aprovecharse del gran capital político que le ofreció el rescate de los mineros y hoy enfrenta una ola de desencanto.
El país está estancado en una profunda crisis política. Por un lado hay una ciudadanía que reclama sus derechos y que exige un nuevo modelo político y económico, pero expresa el deseo de forma desarticulada y poco enfocada. Confunde la exigencia por más democracia con un desprecio por las instituciones formales de la misma democracia. Pide que se implementen nuevas políticas públicas, pero sin tener que jugar el juego político, esloganizando la opción de un plebiscito como si con ello mágicamente aparecería un nuevo consenso.
Por el otro lado se observa un gobierno que, en vez de buscar una salida política y negociada, considera que las demandas representan una agitación inaceptable por parte de algunos pocos dominados por ideologías extranjeras. “Una guerrilla permanente”, los llama un senador no elegido. A los llamados por más y mejor democracia se responde con los métodos agresivos y un discurso de antaño.
[cita]¿Continuaremos con carreras largas que obligan a los jóvenes a comprometer su tiempo, y el dinero de sus familias, a profesiones de las cuales muchas veces saben poco o nada? O ¿comenzaremos a valorar la educación como un fin en sí, las capacidades analíticas, el pensamiento lateral, la adaptabilidad y flexibilidad, la creatividad, y otras habilidades blandas que contribuyen a la investigación y – por qué no decirlo – al emprendimiento?[/cita]
Por ambos lados, entonces, se puede constatar un peligroso atavismo. Todos quieren que el país avance, pero miran hacia atrás, como si estuviéramos manejando a 120 km/h pero solamente mirando en el espejo retrovisor. Sabemos que eso no puede terminar bien.
Un espacio donde la idealización de un glorioso pasado puede ser especialmente dañina es en la educación superior, justamente en el corazón del movimiento social. Por todos los efectos nocivos que tuvo la reforma de 1981, no se debe confundir las legítimas demandas por una educación accesible de calidad con una tentación por volver a un modelo que no fue ni accesible ni de calidad, por lo menos en el sentido actual de esos conceptos. Por todos los problemas del sistema actual, el valor de la discusión que ha desatado el movimiento estudiantil radica precisamente en que crea una oportunidad para repensar la educación en todas sus aristas, no solamente en cuanto al ‘modelo’. Se presentan, entonces, una serie de cuestiones que, tristemente, han sido dejadas de lado en el debate actual.
Primero, ¿educación para qué? ¿Seguiremos con un sistema educativo obsesionado con la creación de competencias para tareas específicas? ¿Continuaremos con carreras largas que obligan a los jóvenes a comprometer su tiempo, y el dinero de sus familias, a profesiones de las cuales muchas veces saben poco o nada? O ¿comenzaremos a valorar la educación como un fin en sí, las capacidades analíticas, el pensamiento lateral, la adaptabilidad y flexibilidad, la creatividad, y otras habilidades blandas que contribuyen a la investigación y – por qué no decirlo – al emprendimiento?
Segundo, ¿cuál será el papel de la investigación en el sistema universitario, y especialmente en el sistema público? Nos comparamos con los tigres asiáticos, pero Japón gasta 3,3% de su PIB en I+D, y Corea un 3%. Israel – que se ha denominado una “Start-up Nation” – gasta más del 4%. A la vez, Chile gasta menos del 1% de su PIB en investigación. El gasto público de Chile en educación superior es de un 0,5% del PIB, mientras Israel invierte un 1%, y EE.UU. 1,3% (según cifras de la OCDE).
Sin embargo, para ser realmente competitivos en materia de I+D hay que reconocer que la investigación es la fundación de un sistema universitario, y que un sistema universitario sano es esencial para avanzar en materia de I+D. Para eso, debemos preguntarnos lo siguiente. En un mundo al borde de la crisis económica, ¿estamos dispuestos a perder un año escolar mientras se discute el futuro del sistema? En una sociedad tecnológica que cambia con cada vez más rapidez, y en que los fondos de investigación son cada vez más escasos, ¿no perdemos aún más competitividad al cerrar nuestras aulas, laboratorios y bibliotecas? En vez de fortalecer las universidades públicas, ¿no estaríamos entregándole al mundo privado uno de los últimos espacios en que las tradicionales aún tienen una ventaja, la investigación?
Al poner el tema al centro de la conciencia pública, el movimiento estudiantil ha hecho un gran servicio a Chile. Pero mirando por el espejo retrovisor, se constata que el sistema actual se diseñó pensando no en sus posibles contribuciones a la ciencia, sino en su contribución a una visión particular del mundo. Hoy existe la oportunidad de no volver a cometer el mismo error.