Este tiempo de masivos movimientos sociales encabezados por un gran número de jóvenes indignados, pero esta vez (huelga recordarlo) sin ideología, inevitablemente me hace compararlo con esa sosegada época que a muchos nos tocó vivir hace unos catorce años. Cuando reinaba la apatía juvenil, en medio de una timorata “transición a la democracia”, que más bien parecía una insalvable pseudo-democracia legitimada por las principales fuerzas políticas de este país; cuando el ex-dictador todavía detentaba, con su intimidante sonrisa diabólica, el cargo de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Y cuando los principios económico-sociales de la ideología conservadora pro capitalista (malamente denominada “neoliberal”), impuestos a sangre y fuego durante la dictadura, parecían consagrarse de manera definitiva, más aún cuando el crecimiento de la economía superaba el 7% anual.
Eran los “felices 90s”, una época de la que (seguramente) los grupos más conservadores deben sentirse muy melancólicos, mientras oyen en sus reuniones caseras, a propósito de la víspera de fiestas patrias, el folklore de Los Huasos Quincheros.
Hoy, sin embargo, pese a que el crecimiento económico es aún mayor, una gran masa de jóvenes universitarios y escolares, que no se identifica ni con la cultura de izquierdas ni de derechas, ha cuestionado –en nombre de una causa tan universal como el derecho a una educación pública gratuita y de calidad para todos- el orden institucional vigente. Al punto de estar demandando a la clase política una reforma constitucional, que permita convocar a un plebiscito. Demanda que ha sido apoyada por otros actores sociales, como los gremios de profesores y de trabajadores.
No se trata de un “infantilismo revolucionario” o de una “utopía”, como desafortunadamente han sostenido ciertos personeros de la Concertación, porque malamente unos jóvenes estudiantes, que en su gran mayoría no sustentan cosmovisión ideológica alguna, podrían aspirar a una revolución o una utopía. Al contrario, es muy probable que una minoría ínfima de ellos, que milita, adhiere o simpatiza con la izquierda, apenas haya leído “El manifiesto comunista” de Marx y Engels. Y pese a que la gran mayoría de las protestas callejeras han terminado con destrozos a la propiedad pública y privada, tales desmanes han sido provocados por una subcultura de encapuchados, que no guarda la menor vinculación con las demandas de los estudiantes, pero que sí es producto de la injusticia contra la que se reclama.
Lo que observa esta multitud de jóvenes indignados es que la desigualdad sigue siendo la principal “virtud cardinal” de nuestra limitada democracia, cuya principal fuente de poder ha sido este sistema educacional privatizado: desigual y discriminatorio, tanto en su acceso como en la calidad de los conocimientos que imparte, y que se ha mantenido casi incólume por más de treinta años, beneficiando principalmente a los grandes consorcios privados con el beneplácito y el subsidio del Estado. Eso es lo que indigna y contra eso se protesta.
Pero esta demanda de igualdad no se conforma con acabar con los “defectos” o “excesos” del sistema. Si así fuera, estaríamos en presencia de una rebelión, como la del movimiento estudiantil de 1997, cuyo resultado apenas se tradujo en un leve aumento del presupuesto fiscal para las universidades estatales.
¿Y qué es lo que quiere esta masa estudiantil? Que la educación pública vuelva a ser “una atención preferente del Estado”, tal como lo fue antes del actual “pacto político” impuesto por la dictadura militar a través de la Constitución de 1980. Un instrumento político que cada día se condice menos con los cambios culturales que la sociedad chilena ha experimentado en materia de libertades y derechos individuales, y menos todavía con las demandas que actualmente reivindica en el ámbito de los derechos sociales.
Por ello, la movilización de los indignados chilenos no es ni revolución ni rebelión, sino más bien una revuelta: la reivindicación de una situación o estado anterior, pero a través de nuevos actores sociales que nunca antes habían hecho historia.
Estará por verse si la historia que escribirán los próximos vencedores será la de una nueva república democrática, que haga del privilegio de unos pocos y de la desigualdad de muchos una auténtica prehistoria del desarrollo democrático de Chile.
(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl