Hasta hace unos años, el espacio en el cual se formaba la opinión pública sobre política era un territorio de acceso restringido. La ciudadanía interesada en participar en forma activa en su construcción (incluyendo los militantes de los partidos), enfrentaba una seria escasez de espacios. Salvo que se detentara alguna posición de poder o autoridad, acceder a tribunas con resonancia estaba vedado para la inmensa mayoría de nosotros. Las secciones de cartas al director de la prensa escrita eran de los pocos espacios abiertos. Una apertura filtrada, por decirlo de alguna manera, por un editor que decidía que opinión era relevante y cuál no. El potencial ámbito de influencia de “los de a pie” estaba limitado al entorno cotidiano (familia, amistades, relaciones laborales, etc.), en el que a través de la conversación informal podíamos influir en la formación de la “opinión de la base social”. Con todo, la “agenda” de este entorno estaba muy mediatizada por la “otra agenda”, la de quienes podían hacerse escuchar desde los medios de comunicación de masas.
En alto grado, esta situación no ha variado, pero desde el surgimiento de los medios sociales en Internet, los procesos de formación de la opinión pública han empezado a ser más permeables a las voces de aquellos actores que desde tribunas propias autogestionadas han logrado constituirse en referentes de opinión política, ya sea por formación, experiencia, por ejercer liderazgos en sectores antes invisibles o invisibilizados por el poder, o por una combinación de estos factores. El «negocio» de la influencia, previamente controlado en forma vertical, está tendiendo hacia la fragmentación, multiplicándose en las redes las fuentes de información y miradas para un mismo tema. Recae cada vez más en el ciudadano la responsabilidad de buscar, filtrar e interpretar la información, para formarse un juicio propio y desde él participar en la conversación pública.
Está aún por verse si los medios sociales contribuyen a la construcción de sociedades más abiertas y plurales, pero lo que ya parece evidente es que han cambiado los términos de la relación entre los ciudadanos y el poder, en especial el político y –más particularmente aún- el Estado. Las barreras para ser escuchado y participar se han reducido significativamente, pero con ello también han surgido interrogantes sobre la nueva relación que se da entre el Estado y el ciudadano a través de estos medios sociales.
En una reciente columna analizando una reacción del gobierno británico ante los disturbios en Londres, Evgeny Morozov planteaba una pregunta especialmente interesante: ¿cuál es el estándar que consideramos aceptable en las sociedades democráticas respecto del monitoreo de los estados sobre lo que en las redes decimos y hacemos? Morozov llega a esta interrogante al reflexionar sobre un anuncio de David Cameron, quien sugirió la posibilidad de bloquear o intervenir las redes con el fin de cortar la comunicación entre los manifestantes que las utilizan para coordinarse. La respuesta que las democracias den a esta pregunta reviste una importancia que trasciende sus fronteras, ya que si la decisión es avanzar hacia una mayor intervención de estos espacios, se abre la puerta para que gobiernos autoritarios o dictatoriales legitimen prácticas que ya realizan y que vulneran los derechos ciudadanos, concluye Morozov. De paso, se materializaría lo que en otra columna Rebeca MacKinnon describió como la mayor amenaza para la democracia en la era de Internet: los abusos de poder potenciales a través de las redes sociales.
El gobierno chileno anunció hace poco el término del monitoreo de redes que había iniciado unos meses antes. Este seguimiento de la opinión pública en las redes sobre ciertos temas y sobre la valoración del Presidente y su gabinete, que en principio me parece algo sensato, generó una polémica que llevó a la presentación de consultas ante el Tribunal Constitucional y la Contraloría, con el fin de determinar su legalidad. Más allá de los problemas de la estrategia comunicacional usada por el gobierno para defender la medida (¿la hubo o solo se reaccionó ante una situación que no estaba planificada?), así como el hecho que efectivamente el contrato contenía cláusulas que vulneraban la Ley de Protección de Datos Personales, me llamó la atención que se abordara muy tangencialmente la que es a mi juicio la principal interrogante: ¿son los medios sociales un espacio donde se construye y moldea la opinión pública sobre los temas de interés nacional?
Mi respuesta afirma el potencial intrínseco de los medios sociales para construir una esfera pública más plural, y en tal sentido, colaborar en la profundización de la democracia. No ignoro la necesaria existencia de un conjunto de recursos (principalmente acceso a tecnología), competencias (digitales, informacionales, cívicas) y derechos (partiendo por la libre expresión) para que ese potencial se pueda materializar. Sin embargo, en la discusión generada por la medida del gobierno, no faltaron quienes negaron ese potencial.
Entre otros argumentos, se indicó que el gobierno podía lograr la misma información a través de encuestas o con análisis de prensa, desconociendo la naturaleza desintermediada y la rapidez de reacción de los medios sociales, dos ventajas que al combinarse permiten entenderlos como un termómetro en tiempo real de las tendencias de opinión, función que ni las encuestas ni la prensa logran cumplir.
Por otro lado, mayoritariamente se afirmó que el Estado no podía monitorear a quienes compartían opiniones de interés político en la Red, ya que esa es información personal que nuestra legislación impide sea sistematizada y analizada en bases de datos. Sin duda, el marco legal actual así lo indica, pero cabe preguntarse si ese marco se adapta adecuadamente a las lógicas de construcción de opinión en los medios sociales.
Una de las motivaciones básicas de quienes compartimos en los medios sociales nuestros juicios de interés político es ser escuchados, no solo por otros ciudadanos, sino por aquellos que participan en los procesos de toma de decisión. En última instancia, ese ha sido siempre el sentido de emitir juicios de valor político: influir. Pero, además, a diferencia de lo que ocurre en la plaza pública –que suele ser el símil con el que se compara a los medios sociales- hay un acto deliberado, más o menos consciente, de emitir esos juicios con publicidad. Queremos que quienes nos lean sepan que los juicios los emitimos nosotros, y no otras personas. No solo eso: esperamos que esas otras personas los encuentren acertados y los compartan en sus propias redes, idealmente atribuyéndonos la autoría. Reclamar porque el Estado empieza a escucharnos y –eventualmente- considerar nuestras opiniones en los procesos de toma de decisión, va en sentido opuesto.
¿Limitar el seguimiento que el Estado realiza de juicios políticos en los medios sociales no es una forma de anular su potencial democratizador en la construcción de la opinión pública? ¿No será necesario revisar nuestra noción de privacidad, entendiendo que para influir en la opinión pública debemos exponernos más? Pareciera que en la base del reclamo hay un sustrato contradictorio: escúchenme, presten atención a lo que digo, pero no me sigan, no me monitoreen. Un sustrato con algo de irresponsabilidad: quiero emitir juicios de la manera más libre, sin asumir ninguna responsabilidad por su contenido.
Retomando a Morozov, ¿cuál sería entonces el estándar que nuestra democracia en Chile considera válido en el seguimiento de las opiniones políticas en los medios sociales? Su respuesta bien vale una discusión sin prejuicios porque, entre otras cosas, está en juego la capacidad que los medios sociales tienen para romper con la falta de pluralismo que la concentración de la propiedad ha provocado en nuestros medios masivos de comunicación. Algo que critican, por cierto, muchos de los que quieren anular esa función de los medios sociales.