Esta civilización mercantil globalizada ha cometido el error de ubicarlo como su objetivo último y exclusivo, como si no hiciera falta nada más. Ahora vivimos en un mundo saturado de objetos, pero experimentamos día a día el vacío y la desolación que se esconde detrás de aquella insaciable obsesión acumulativa.
Después del horror de Noruega, ha quedado brutalmente claro que las categorías de análisis del materialismo (sea de izquierda o de derecha), tan utilizadas durante todo el siglo XX por la politología y las ciencias sociales para dar cuenta de las motivaciones y conductas de los grandes conjuntos humanos, ya no están siendo capaces de interpretar una realidad que, a la luz de los hechos, parece ser muchísimo más compleja. Porque las matanzas de Oslo y Utoya no se produjeron en un país asediado por la miseria ni torturado por la desigualdad sino en un lugar que a los ojos del mundo era visto como cercano al paraíso terrenal. Un altísimo ingreso per cápita, modelo de justicia social, baja tasa de inmigración, homogeneidad étnica y cultural, daba la impresión de que allí se cumplían todos los parámetros objetivos para asegurar un bienestar imperecedero. Hasta el día aciago en que uno de sus miembros decidió que esa sociedad perfecta debía ser castigada.
Se trata de una anomalía, dirán los especialistas, siempre tan renuentes a revisar los modelos de interpretación por los que se rigen, tal como lo señalara Thomas Kuhn en su obra Estructura de las revoluciones científicas (1962). Pues bien, veamos: está la “anomalía” de Columbine en Estados Unidos (por mencionar solo la más conocida), la de Winneden en Alemania, la del metro de Maipú en Santiago de Chile, los atentados terroristas indiscriminados en distintas partes del mundo y un largo etcétera. Están los elevados índices de drogadicción, alcoholismo y alteraciones siquiátricas en los países más desarrollados del planeta, cuya muestra visible en estos días es la muerte por sobredosis de la cantante inglesa Amy Winehouse, a los 27 años.
[cita]Esta civilización mercantil globalizada ha cometido el error de ubicarlo como su objetivo último y exclusivo, como si no hiciera falta nada más. Ahora vivimos en un mundo saturado de objetos, pero experimentamos día a día el vacío y la desolación que se esconde detrás de aquella insaciable obsesión acumulativa.[/cita]
La pregunta que surge entonces es acerca de cuántas anomalías más serán necesarias para terminar de convencernos que las variables materiales no explican sino un aspecto más bien pequeño del comportamiento humano. Hay zonas de oscuridad muy profundas que no estamos logrando penetrar con los limitados instrumentos de medición que hemos podido desarrollar hasta hoy, los cuales alcanzan para rasguñar la superficie de estos fenómenos y no mucho más. Aunque, para ser exactos, estas metodologías pretenciosamente científicas ni siquiera funcionaron a la hora de leer hechos supuestamente objetivos, como es el caso de la crisis económica, que tomó por sorpresa hasta a los más connotados economistas.
En rigor, nos enfrentamos a un misterio que no seremos capaces de resolver a menos que reformulemos el paradigma con el que lo estamos abordando. Es sabido que solo podemos percibir aquello que nos permite el marco interpretativo utilizado, tal como debe haberle sucedido a aquel personaje imaginario que afirmaba dogmáticamente la imposibilidad de que un objeto más pesado que el aire pudiera volar, mientras las aves de distintas formas, tamaños y contexturas se deslizaban alegremente por el cielo, justo frente a su nariz.
Los hechos comentados nos están indicando que es necesario incorporar nuevas categorías de análisis para estudiar la vida colectiva, a riesgo de no entender nada si no lo hacemos. Por ejemplo, ya no correspondería hablar de “lo social” a secas: es necesario ampliar el instrumental descriptivo e interpretativo hacia lo psicosocial. De hecho, el humanismo siempre ha discutido la óptica positivista para aprehender el fenómeno humano, porque considera la variable subjetiva tanto o más importante que los factores objetivos que configuran esa realidad particular. Una mirada “desde adentro” nos permite establecer algunos distingos que pueden ampliar la comprensión del suceso analizado, el mismo que visto “desde afuera” aparece como anomalía.
El dolor afecta al aspecto más básico del ser humano que es su cuerpo, cuando sus necesidades no son satisfechas plenamente. A estas alturas del proceso histórico, este problema ya está prácticamente resuelto puesto que están dadas todas las condiciones materiales y técnicas para que así sea. Si la injusticia social aún subsiste en muchos lugares del mundo, incluido nuestro propio país, se debe, fundamentalmente, a la insaciable codicia de los poderosos y no a carencias objetivas. En cambio el sufrimiento es mental, no físico y por ello mucho más difícil de abordar ya que su alivio depende de algo por completo intangible: la posibilidad cierta de dotar de sentido a la propia existencia. Lo sepamos o no, la búsqueda de un propósito mayor que justifique la vida es un empeño sostenido y apremiante para todos, aún cuando esto no aparezca como dato en las encuestas, entre otras razones porque el enfoque metodológico que utilizan dichos instrumentos también proviene de la concepción materialista imperante. Si se bloquean esas búsquedas o se las reduce a los aspectos más primarios de la supervivencia, el ser humano se precipita en la desesperación y el absurdo. La urgencia por escapar de ese abismo lo dispone a convocar sus delirios más atroces.
Sin duda que el logro del bienestar material es una aspiración del todo legítima, pero corresponde al paso inicial en el proyecto de una sociedad cualquiera. Sin embargo, esta civilización mercantil globalizada ha cometido el error de ubicarlo como su objetivo último y exclusivo, como si no hiciera falta nada más. Ahora vivimos en un mundo saturado de objetos, pero experimentamos día a día el vacío y la desolación que se esconde detrás de aquella insaciable obsesión acumulativa. Después de lo sucedido, está a la vista que las consecuencias sociales derivadas de este particular estado de cosas pueden llegar a ser terribles y devastadoras, porque suele irrumpir allí una irracionalidad feroz que vulnera gravemente las confianzas en nosotros y entre nosotros.
De manera que si hemos creído que el afán por acceder al paraíso del éxito material bastaba como único estímulo vital, la aterradora lección de Noruega viene a demostrar que estábamos profundamente equivocados. ¿Seremos capaces de escuchar estas demoledoras advertencias? Solo el tiempo lo dirá.