El debate sobre la protección de los distintos derechos humanos, que reivindicamos a diario, nunca ha sido (ni podrá ser) pacífico, mientras la propia historia del ser humano y su permanente lucha por su inviolabilidad, autonomía y dignidad sea un campo de fuerzas, que los propios seres humanos elegimos crear y transformar a cada instante.
Nuestro mundo contemporáneo asiste a una nueva ola de reivindicaciones por el reconocimiento de ciertos derechos, que se reputan esenciales tanto para la libre elección individual como para la autodeterminación colectiva de los seres humanos. Son los llamados derechos del hombre, derechos constitucionales, derechos fundamentales o, en su acepción más moderna, derechos humanos, que demandan del Estado y de la sociedad el deber de respetarlos y protegerlos.
Porque desde el momento que el individuo, en su calidad de persona humana -tras una extensa evolución histórica de permanentes luchas políticas- ha logrado ser reconocido como el único ser viviente capaz de crear y transformar su vida y su entorno sin la interferencia de los demás seres humanos, nace el esfuerzo activo de la comunidad para exigir al poder político el reconocimiento de la inviolabilidad, autonomía y dignidad de cada ser humano, único e irrepetible.
“Los derechos individuales –como ha dicho el célebre jurista norteamericano Ronald Dworkin- son triunfos políticos en manos de los individuos. Los individuos tienen derechos cuando, por alguna razón, una meta colectiva no es justificación suficiente para negarles lo que, en cuanto individuos, desean tener o hacer, o cuando no justifica suficientemente que se les imponga alguna pérdida o perjuicio.”
[cita]El debate sobre la protección de los distintos derechos humanos, que reivindicamos a diario, nunca ha sido (ni podrá ser) pacífico, mientras la propia historia del ser humano y su permanente lucha por su inviolabilidad, autonomía y dignidad sea un campo de fuerzas, que los propios seres humanos elegimos crear y transformar a cada instante.[/cita]
O en un tono menos triunfalista, como sostiene el destacado politólogo británico Michael Ignatieff, “los derechos humanos constituyen una doctrina revolucionaria, porque plantean una exigencia radical a todos los colectivos humanos: que atiendan a los intereses de los individuos que los componen”.
Por ello, los derechos humanos son la principal dimensión de la democracia política como forma legítima de ejercer el poder del Estado, a fin de evitar que el autogobierno de la sociedad, entendido como gobierno de la mayoría, se convierta en “tiranía mayoritaria”. Porque sin derechos humanos, sin esas precondiciones mínimas que permiten existir y elegir libremente, sería imposible para los miembros de una sociedad políticamente organizada controlar la responsabilidad de los actos de la autoridad; no serían siquiera posibles unas elecciones libres, periódicas e informadas.
Sin embargo, tal como advierte el destacado jurista chileno Agustín Squella, los derechos humanos “no están escritos todos y de una vez para siempre como las tablas de la ley que Moisés recibió en el Sinaí”. Sino, como dice el gran filósofo italiano Norberto Bobbio, tales derechos “nacen cuando deben o pueden nacer, “cuando el aumento del poder del hombre sobre el hombre (…) crea nuevas amenazas a la libertad del individuo o bien descubre nuevos remedios a su indigencia”.
En consecuencia, siendo los derechos humanos fruto de una evolución históricamente condicionada por intereses y necesidades divergentes, que emergen en determinadas épocas y lugares distintos, constituyen una categoría variable y heterogénea.
Variable, por cuanto el catálogo de los derechos humanos –como sostiene Bobbio- “se ha modificado y va modificándose con el cambio de las condiciones históricas, esto es, de las necesidades, de los intereses, de las clases en el poder, de los medios disponibles para su realización, de las transformaciones técnicas, etc.” Y heterogénea, porque “la categoría en su conjunto contiene derechos incompatibles entre sí, es decir, derechos cuya protección no puede ser atribuida sin restringir o suprimir la protección de otros.”
Piénsese en el ejercicio de la libertad de expresión frente a la protección de los derechos a la vida privada y honra de las personas, o en el derecho a una educación pública, gratuita y de calidad frente a la libertad de enseñanza en su modalidad empresarial. Se trata de libertades y derechos que representan intereses y necesidades incompatibles entre sí, y cuya práctica se manifiesta en una relación agonista, enfrentada, de permanente conflicto.
¿Significa esto que para convivir pacíficamente como sociedad, debemos optar sólo por algunos derechos humanos y que estamos condenados a desechar otros? No, para ello existen los límites de los derechos, que imponen tanto las constituciones y las normas internacionales que los proclaman como las leyes especiales que los regulan. De modo que los distintos derechos puedan ser delimitados unos respecto de otros de la manera más armónica posible, evitando interferencias mutuas, que expongan a sus destinatarios a la indefensión y a la incertidumbre.
Ahora bien, por más armónicas que procuren ser las delimitaciones entre los derechos desde un punto de vista abstracto, en determinados casos concretos, sin embargo, pueden producirse interferencias entre los mismos, generándose auténticas colisiones de derechos. Ya no desde las reglas de derecho positivo que los proclaman o los regulan, sino desde los principios ético-políticos que los fundamentan y los dotan de sentido.
Así, la libertad de información (no por cierto en Chile) podría encontrarse perfectamente delimitada respecto del derecho a la intimidad, tanto en las normas constitucionales e internacionales como en las simplemente legales. Vale decir, que desde las reglas del derecho positivo podría llegar a ser bastante claro cuándo una información pública es considerada o no un atentado al derecho a la intimidad. Por ejemplo, la difusión de un hecho privado o de una conversación secreta, que por sí misma sea constitutiva de delito, no representa, en caso alguno, una violación a la intimidad como derecho.
En este mismo sentido, puede darse el caso de un videoaficionado que descubre a un ministro de Estado saliendo en su automóvil desde un motel, acompañado de una mujer que no es su esposa, capta esa imagen y luego se la ofrece a un medio de comunicación social. Por cierto, que la difusión de este hecho, que no constituye delito, aparentemente representaría una violación al derecho a la intimidad y, como es evidente, no habría conflicto alguno entre éste y la libertad de información.
¿Y si el descubrimiento de esa relación extramarital fuera determinante para esclarecer un caso de malversación de fondos públicos, donde ese alto funcionario estaba utilizando a su amante como testaferro? El hecho que fue filmado sigue siendo lícito, al menos desde la legalidad, y, por ende, sigue perteneciendo a la esfera íntima. Pero su difusión, en este caso, ¿no hace por lo menos dudosa, desde el punto de vista de la proporcionalidad, la aplicación de una sanción legal al medio de comunicación social? Y en caso de producirse una controversia judicial, ¿no estaríamos en presencia de un conflicto real entre la libertad de información y el derecho a la intimidad? ¿No quedaría obligado el tribunal a optar por aquella o por éste?
Ante este tipo de situaciones, ¿cuáles son las buenas razones para que un sentenciador opte por las normas que protegen la libertad de información y desestime aquellas que resguardan el derecho a la intimidad, o viceversa? ¿No tendría que recurrir acaso a los principios éticos- políticos que fundamentan, respectivamente, a cada uno de estos derechos y ponderar la dimensión del peso (o importancia relativa) de cada uno de ellos? ¿De qué depende el peso o la importancia? Tratándose de la libertad de información, la gran mayoría de los juristas coinciden que es el “interés público” del hecho que se informa. ¿Y en las demás libertades y derechos?
Sin embargo, hay quienes prefieren rehuir de estas preguntas y seguir creyendo que los límites que fijan las reglas de derecho positivo, aprobadas por un congreso o un parlamento, son infalibles y, por tanto, suficientes para resolver una contienda como la que del ejemplo aquí expuesto. O más categóricamente: que mientras las delimitaciones fijadas por las reglas sean suficientemente claras, los conflictos de derechos son una cuestión puramente aparente y que basta con aplicar esas reglas, sin importar si las consecuencias de tales aplicaciones se traducen en resoluciones desproporcionadas para los derechos que queremos proteger.
En cambio, admitir que las normas de derechos humanos, además de ser reglas obligatorias, son también principios agonistas, que pueden entrar en conflicto en ciertos casos concretos, precisamente por emanar de intereses y necesidades divergentes, significa valorar positivamente la pluralidad de formas de vida: adoptar una actitud pluralista, entendida como coexistencia pacífica entre los distintos modos de vivir (“modus vivendi”).
Porque de lo que se trata –como dice el destacado jurista italiano Gustavo Zagrebelsky- es de asumir “un “compromiso de las posibilidades” y no un proyecto rígidamente ordenador que pueda asumirse como un “a priori” de la política con fuerza propia, de arriba hacia abajo.”
Como puede observarse, el debate sobre la protección de los distintos derechos humanos, que reivindicamos a diario, nunca ha sido (ni podrá ser) pacífico, mientras la propia historia del ser humano y su permanente lucha por su inviolabilidad, autonomía y dignidad sea un campo de fuerzas, que los propios seres humanos elegimos crear y transformar a cada instante.
Isaiah Berlin, un lúcido pensador británico del siglo XX, decía: “Estamos condenados a elegir, y cada elección puede conllevar una pérdida irreparable”, porque tal como dijo el clásico filósofo Immanuel Kant, “con una madera tan torcida como aquélla de la que está hecho el hombre, no se puede tallar nada derecho”. De ahí el carácter agonista de aquellas pretensiones y necesidades humanas que tallamos imperfectamente como “derechos humanos”.