Las cartas están echadas, la miseria de los rastrojeros del monte sirven de ases a los pregoneros de gobierno. Las acusaciones están a la mano. El terrorismo mapuche cobra víctimas fatales y los verdaderos terroristas allí están: en la prehistoria de la modernidad neoliberal, en el sotobosque ausente de la plantación forestal.
Es una de esas pequeñas historias de un sur ausente: allí donde las personas se cobijan junto a braseros y estufas de leñas húmedas, rastrojeadas entre matorrales, pantanos y humedales, hualves como en realidad se llaman. Historias precarias, hechas de hachas enmohecidas, de habitantes de bosques, de márgenes, de pueblos pobres que yacen en el sur depredado. Es uno más de aquellos cuentos en que los héroes se sienten amenazados por las miserias que han infringido a los excluidos, los mismos y mismas que, a su paso, deja la economía del boom.
Allá, al fondo de las quebradas o en medio de lomajes y en los claros de bosque, merodean los viejos, armando sus monos, sus castillos, sus hornos que aprisionan en su interior leños que se incendian sin llama, al igual que sus hacedores a quienes un aguardiente barata o un vino de caja les va consumiendo sus arrestos de vida. Los monos se yerguen como montículos y esperanzados sus hacedores aguardan que al cabo del lento proceso de combustión puedan ensacar los trozos, negros, sucios, livianos de un carbón vegetal de poco valor calórico.
[cita]Las cartas están echadas, la miseria de los rastrojeros del monte sirven de ases a los pregoneros de gobierno. Las acusaciones están a la mano. El terrorismo mapuche cobra víctimas fatales y los verdaderos terroristas allí están: en la prehistoria de la modernidad neoliberal, en el sotobosque ausente de la plantación forestal.[/cita]
Pero hacer monos, vivir de monos, construir castillos y en ellos foguear la esperanza de un día nuevo, del pan nuestro del día de mañana no es fácil en el sur austral. Antaño había bosques y fundos madereros. Como en los cuentos infantiles, cazadores, recolectores, leñadores y carboneros podían convivir con sierras, hachonas y locomóviles, entremedio de coigües, radales, tepas. No era un paraíso, pero la vida se podía vivir sin otro sobresalto, que no fuera el hambre. Sin embargo, resultó más lucrativa la plantación, la intrusión bombástica que llevaría a las industrias forestales, con subsidio estatal incluido, al segundo lugar del ranking económico: treinta millones y quizá cuantos más de metros cúbicos de lo que fuera en árboles sirven para ensalzar el producto geográfico bruto. Serían los tiempos de eclosiones y saltos al desarrollo, a un paso no más del primer mundo. En cinco, diez o, a lo más, quince años estarían los moradores de toda esta vecindad afincados en la tierra prometida, conectados todos, alfabetos virtuales, transeúntes de nubes y espacios internáuticos.
La tierra, la otra, la dura, hecha de suelo y roca madre, se revistió de pinos y eucaliptus pero, por sobre todo, de cercos, guardias y vigilantes. Los forrajeros del sur austral sumaron al sobresalto del hambre, el sobresalto del miedo. Los guardias les expulsaban de sus pagos y no podía ser de otro modo, pues la riqueza del país estaba en juego. Sabemos, sin embargo, que los rastrojeros de la tierra meridional, al igual que los reos y carceleros del país, comparten las mismas penurias. Sabemos que la ilusión de unos cuantos monos de carbón tiene un rinde que alcanza para más de una persona. Que el fuego incandescente del interior de estos castillos encandila no sólo a su hacedor, sino también al vigilante de su hacer. Tan pobre el uno como el otro, pueden soñar con el alimento de la próxima semana y dividir por dos los novecientos mil pesos que podrían sacar del material trabajado por el carbonero. Se trata de una versión neoliberal del mediopollaje chileno: es el franchising de la oportunidad, del espacio usurpado por la vía de la omisión y la ceguera. El guardia, tan pobre como el carbonero, vende su silencio al modo de una mediería, y puede su inadvertencia valer -a su favor- cuatrocientos cincuenta mil pesos.
A no ser, claro está, que el fuego incandescente del interior del mono se torne en un fuego tremendamente candescente e ilumine a todo el país ofreciendo oportunidades megapolíticas nunca antes vistas. La chispa alentada por el viento – llevada quizá por el mismísimo ngen-kürëf, (espíritu dueño de los vientos) su dueño espiritual – inflama las plantaciones a sólo kilómetros de donde otros fuegos arden, aquellos que inflaman las relaciones entre el pueblo mapuche y el Estado chileno. Las cartas están echadas, la miseria de los rastrojeros del monte sirven de ases a los pregoneros de gobierno. Las acusaciones están a la mano. El terrorismo mapuche cobra víctimas fatales y los verdaderos terroristas allí están: en la prehistoria de la modernidad neoliberal, en el sotobosque ausente de la plantación forestal. Del rastrojero y su cómplice depende la seguridad interior del estado, ellos son, para la autoridad, los terroristas de verdad.